Primero de noviembre



Aquel día Manuel se levantó rodeado de decenas de latas de cerveza vacías, tres porros mal hechos a medio fumar y los restos de varias rayas de cocaína sobre la mesa. El sol lucía con intensidad en el cielo, y los rayos entraban a través de las cortinas dándole de lleno en la cara. Se tapó los ojos con un brazo dispuesto a volverse a dormir, pero el sueño le había abandonado, y en su lugar se impuso un agudo dolor de cabeza.

—Joder —maldijo en un susurro con la voz pastosa. Tenía la boca seca y en ese momento se dio cuenta de que necesitaba ir urgentemente al baño.

Se incorporó en el sofá, pero en cuanto se sentó el mundo comenzó a dar vueltas y tuvo que volver a tumbarse. Lanzó un largo suspiro al aire y se llevó las manos a los ojos. Las sienes le palpitaban, los oídos le zumbaban y notaba el estómago revuelto. Conforme los minutos fueron pasando su incomodidad fue en aumento y, cuando las ganas de ir al servicio se impusieron al malestar general que sentía, volvió a incorporarse. Aunque lo hizo más despacio, el mundo giró con la misma intensidad que antes, pero sabía que si no llegaba al baño pronto acabaría haciéndolo todo allí mismo.

Como pudo, se levantó del sofá y fue apoyándose en los muebles. En su tambaleante camino tiró los adornos de una estantería, que se hicieron añicos al chocar contra el suelo, se tropezó con dos cajas de pizza que por el aspecto que tenían, llevaban allí olvidadas unos cuantos días, y pisó un sinfín de latas vacías.

Se sentó en el servicio y dejó que todo saliese. No recordaba nada de lo que había ocurrido la noche anterior, tan solo tenía imágenes borrosas que no le eran de ninguna ayuda, pero por lo mal que se sentía en esos momentos, debía de haberse puesto peor que nunca.

En los últimos meses su vida había ido en decadencia; desde que su mujer falleció en un parto prematuro el primero de noviembre del año pasado. El bebé tampoco sobrevivió y de pronto se quedó solo, con una hipoteca a treinta años que casi no habían comenzado a pagar y la habitación del niño a medio pintar. Manuel no fue capaz de sobreponerse a aquellos varapalos, perdió el trabajo, se distanció de su familia, de sus amigos y cayó en una profunda depresión de la que no veía la salida.

Se levantó del baño para dirigirse al lavabo y beber agua, pero por más que abrió y cerró el grifo, nada fluyó.

—¡Maldición! —blasfemó pegándole una patada tan fuerte al armario que hizo que todos botes cayeran al suelo.

Hacía tres meses que había dejado de pagar las facturas de la luz y del agua. Ya llevaba treinta y un días viviendo a base de pizzas y cervezas, a oscuras y sin bañarse. Aún tenía un poco de olfato, por lo que las ventanas estaban siempre abiertas, pero el olor a descomposición comenzaba a notarse en todo el piso.

Se dirigió hacia la cocina con la esperanza de encontrar algo con lo que saciarse la sed. Su paso era igual de tambaleante que antes; tampoco prestaba atención adónde pisaba, y se cortó en la planta del pie con uno de los adornos que se acababan de romper.

—¡Hostia! —gritó al sentir cómo la piel se perforaba.

La herida no era muy profunda, pero la sangre comenzó a fluir con abundancia y anduvo a la pata coja hasta llegar a la cocina. Tomó un trapo de la encimera y presionó con fuerza sobre la herida.

—Lo que me faltaba. Si es que todo me pasa a mí —masculló de mal humor.

Mantuvo la presión y se estiró hasta abrir el frigorífico. El interior estaba oscuro y casi vacío: solo había un envase de comida precocinada con un aspecto muy poco apetecible y un cartón abierto de leche. Lo tomó, le dio un largo trago y en cuanto el sabor agrio le llegó al paladar la escupió con fuerza. Al mirar la fecha de caducidad frunció el ceño con desagrado: llevaba más de dos meses caducada. Tiró el cartón al fregadero, cerró la puerta del frigorífico con fuerza y murmuró un sinfín de palabras de las que solo se entendían los insultos.

Entonces, el timbre del piso sonó provocándole unos punzantes pinchazos en la cabeza. Aquello hizo que su retahíla de groserías aumentase, pero no esperaba a nadie, así que, aunque la otra persona llamó varias veces, incluso llegó a golpear la puerta en repetidas ocasiones, Manuel se quedó en la cocina. No hizo ningún esfuerzo por entender lo que el desconocido decía. De hecho, le habría gustado ignorar a la indeseada visita, pero sus gritos, los golpes y el insistente sonido del timbre lo desquiciaron.

—¡Ahhh! ¡Lárgate! —vociferó.

Al final, el hombre se marchó, pero antes de irse introdujo por debajo de la puerta un sobre cerrado. Cuando el sonido de los pasos alejándose se apagó, Manuel dejó el trapo en la encimera, se acercó hasta la puerta cojeando y tomó el sobre con escepticismo. El membrete era de su banco, y se temió lo peor. Lo abrió sin mucho cuidado, y conforme fue leyendo la carta una sonrisa de incredulidad fue apareciendo en su rostro. Cuando terminó, una risa histérica se apoderó de él, estrujó el papel con fuerza y lo tiró al otro lado del pasillo.

—¿Por qué? —preguntó con la voz afligida. Su risa se fue transformando en un sollozo lastimero y un mar de lágrimas le cubrió el rostro. Se apoyó en la puerta y se dejó caer hasta acabar sentando en el suelo—. ¿Por qué? ¿Por qué? —repitió una y otra vez sin dejar de llorar.

Aquella carta era una nueva acumulación de deudas y malas noticias: el banco no había recibido los tres últimos pagos mensuales de la hipoteca. Aquello solo era un aviso, pero si no cancelaba lo que debía, abrirían un proceso judicial contra él.

Golpeó el suelo con fuerza, hasta que los nudillos comenzaron a sangrarle, entonces, se levantó, se dirigió a la cocina, y con el mismo trapo de antes se limpió la sangre que le corría por las manos mientras continuaba gruñendo por su mala suerte. No dejaba de darle vueltas a lo que se había convertido su vida. Hacía un año todo era muy diferente: era feliz, tenía una familia y un futuro halagüeño. En cambio ahora… Sus ojos recayeron en los cuchillos que había en la encimera, y durante unos segundos la idea de utilizarlos contra sí mismo voló por su mente. Fantaseó con la posibilidad de herirse, cortarse y acabar con su sufrimiento. Nadie lo echaría de menos. Nadie lloraría su muerte. Y para él, sería una liberación.

Alargó una mano, y cuando rozó con la punta de los dedos el frío mango metálico, una voz en su cabeza le hizo pararse al momento.

«¡Detente!», dijo en un tono autoritario. Al escucharlo, Manuel se quedó quieto con la mano extendida. Parpadeó un par de veces, incrédulo, sin saber quién o qué le había hablado. La voz le sonaba familiar, sin embargo, no pudo identificar a su dueño. «Piensa en lo que haces. ¿Realmente quieres que tu vida acabe de esta manera? Solo. En tu casa. Con todo hecho un desastre. ¿Qué pensará tu madre cuando te encuentre así? ¡Todavía hay restos de cocaína en la mesa del salón, por el amor de Dios! ¿Qué pensarán tus suegros cuando se enteren? Si lo haces, les estarás dando la razón. Les confirmarás que eres el perdedor que siempre pensaron que eras».

La voz se calló y Manuel reflexionó durante unos segundos sobre la crudeza de aquellas palabras. Una parte de él sabía que tenía razón; no podía hacerlo, aún había gente a la que le preocupaba y que lloraría su muerte, sin embargo, esa lúcida parte estaba ahogada en litros de cerveza y restos de droga. Sacudió la cabeza y tomó el cuchillo entre los dedos.

«¿De verdad es lo que quieres hacer? Eres un cobarde». La voz volvió a hablar y lo hizo marcando con contundencia la última palabra. «¿Te dejarás vencer antes que tener los huevos necesarios para enfrentarte a tus problemas?». Su tono era muy severo, e hizo que la mano le titubease. «¡Hazlo! ¡Hazlo si te atreves! Pero corta bien profundo y con fuerza. No lo dejes en un pequeño rasgón», dijo retándole.

El cuerpo entero le tiritaba y las lágrimas volvieron a caer por sus mejillas. Apoyó el filo del cuchillo en la muñeca y sintió el frío del metal contra su piel.

«No serás capaz de hacerlo», dijo la voz, esta vez mucho más calmada, casi parecía tener un tono cariñoso. «Solo conseguirás unas horribles marcas de las que te avergonzarás el resto de tu vida. Te arrepentirás de haberlo hecho. Créeme, yo lo he vivido. Cada día que pase te acordarás de este momento, y de lo cobarde que fuiste».

—¡Cállate! —gritó tirando el cuchillo al otro lado de la cocina—. ¿Ya estás contento?

«Mucho mejor», asintió la voz con satisfacción.

—Me estoy volviendo loco —susurró frotándose con fuerza la cara con las manos.

«¿Por qué no sales a la calle y te despejas? Hace un día estupendo».

—Sí, definitivamente me he vuelto majara —dijo agitando la cabeza hacia los lados—. Esto era lo último que me faltaba: escuchar voces. —Se pegó en la frente con la palma de las manos como si intentase hacer salir a quién le hablaba.

«Eso no te va a servir de nada», dijo la voz en un tono burlón. «Pero ya he conseguido lo que quería, al menos de momento. Nos vemos».

—¿Quién eres? —preguntó Manuel. Sin embargo, la voz se negó a responder—. Tengo que salir de aquí. No puedo más, tengo que salir de aquí.

Sin dejar de repetir las palabras se puso las primeras zapatillas que encontró en su habitación, que no eran del pie correcto ni del mismo par, y se marchó. No se preocupó en coger dinero ni llaves.

Las calles estaban mucho más llenas de lo normal, y la gente andaba sin prestarle atención a nadie, exactamente igual que Manuel. Pero si lo hubiese hecho, si se hubiese fijado en los hombres y mujeres que le rodeaban, se habría dado cuenta de que había algo raro en ellos: muchos de ellos iban vestidos con ropas extrañas, algunos llevaban prendas muy antiguas, de otra época, de hace siglos. Y a pesar de la multitud que atestaba las aceras, nadie se chocaba. Era como si fuesen inmateriales y cuando parecía que era inevitable que fuesen a tocarse, sus cuerpos se traspasaban.

Manuel anduvo sin percatarse de nada. Dejó que sus pies guiasen sus pasos. Cruzó las calles sin fijarse en los semáforos o los pasos de peatones, y cuando se dio cuenta de dónde se encontraba, una lágrima llena de dolor rodó por sus mejillas. Había llegado al cementerio donde su mujer y su pequeño estaban enterrados.

Aquel lugar también estaba lleno de gente. Una gran mayoría iban vestidos con ropajes antiguos, otros tantos con ropa normal, pero más de la mitad atravesaban cuerpos, árboles y coches mientras andaban sin alterarse en lo más mínimo.

Una pequeña parte de los que vestían ropa normal llevaban enormes ramos de flores en las manos y portaban cubos y bayetas.

Justo en la entrada del cementerio había una señora con un carrito que vendía rosas, crisantemos y el periódico del día. Cuando Manuel pasó por su lado la fecha impresa en la portada del diario le llamó la atención. Se detuvo al instante y lo miró con fijeza, sin pestañear ni una sola vez: era primero de noviembre. Justo ese día se cumplía un año de la muerte de su mujer y su hijo. Un año que se había convertido en el peor de su vida. Y entonces recordó la noche pasada, cuando se dio cuenta de que llevaba trescientos sesenta y cuatro días solo. En aquel momento la pena le pudo, perdió el control e intentó enterrar su pena, desgracia y soledad en litros de alcohol y unos cuantos gramos de drogas.

—Disculpe. ¿Se encuentra bien? —preguntó una voz a su lado.

Manuel se giró hacia allí y se encontró con la cara preocupada de la vendedora. Asintió con la cabeza y le dedicó una mueca llena de tristeza. Quiso marcharse de ese cementerio en el que su felicidad había sido enterrada, pero antes de poder dar un paso, un sencillo ramo de flores apareció delante de sus ojos. Levantó la vista y vio de nuevo a la vendedora.

—Tiene a alguien ahí, ¿verdad?

—Sí —respondió con la voz llena de pesar.

—Déjele estas flores y desahóguese. Suéltelo todo y vuelva a empezar. Seguro que, esté donde esté esa persona amada, no le gustará estar viéndole así.

La señora insistió en que tomase las flores, incluso cuando Manuel le dijo que no tenía dinero para pagarlas, y al final no le quedó más remedio que aceptarlas.

Era la primera vez desde el entierro que entraba en el cementerio, pero el camino hasta la lápida de su mujer y su hijo se había quedado grabado en su memoria. El caro mármol negro, que la adinerada familia de su esposa había insistido en poner, estaba impecable, y alguien había dejado sobre la lápida varios ramos de rosas, dalias y crisantemos amarillos, el color favorito de su mujer. Se acercó a la tumba, dejó las flores y se sentó a su lado, en el suelo. Con dedos temblorosos recorrió los nombres que habían sido grabados en la losa y las lágrimas volvieron a deslizarse por sus mejillas.

El cementerio estaba lleno de gente que visitaba, como era tradición en ese día, primero de noviembre; el día de todos los santos, la última residencia de sus seres queridos. Algunos miraban a Manuel cuando pasaban por su lado: tenía la frente apoyada en la fría lápida y sollozaba desconsolado sin importarle lo que pudiesen pensar de él. Varias personas se detuvieron al verlo, y algunos, conmovidos por la pena que transmitía, no pudieron evitar llorar por él.

Las horas pasaron, pero Manuel no se movió de su sitio. Se olvidó de la sed, del dolor de cabeza, de la herida del pie y de los magullados nudillos. Se olvidó de la factura de la luz, del agua y de la hipoteca. Se olvidó de todos los problemas externos, pues el dolor que sentía dentro de él, en el pecho, en el corazón, era mucho, muchísimo más grande que cualquier rasguño o impago.

Le contó a su mujer lo que la echaba de menos, el infierno en el que se había convertido su vida y le susurró la desesperada idea que se había apoderado de él aquel día cuando vio los cuchillos. Le habló de la voz que le había hecho detenerse, de la confusión que aquello le provocó y de su miedo a haber tocado el fondo del pozo. Le confesó la angustia que sentía al saber que no tenía ni idea de cómo escapar de allí, y de la ansiedad que le embargaba cada vez que pensaba que tendría que vivir el resto de sus días en aquella oscuridad.

—Ojalá estuvieras aquí. Tú sabrías cómo salir de esta situación. Ojalá no te hubieses ido. Ojalá estuviese contigo.

Cuando la tarde comenzó a caer el número de visitantes disminuyó, los hombres y mujeres que vestían ropajes extraños también regresaron a sus hogares: se tumbaron en sus nichos y, unos segundos más tarde, envueltos en una fina capa de polvo, se fundieron lentamente con las losas. Poco a poco el cementerio se fue quedando en silencio hasta convertirse en el lugar de paz y descanso para aquellos que ya no se encuentran en este mundo.

De pronto, una cálida mano se posó en la cabeza de Manuel. El contacto le sobresaltó, y al girarse hacia el recién llegado se encontró con un hombre mayor. Iba muy bien vestido, con un traje negro de lo más elegante; camisa, chaleco y chaqueta, todo conjuntado a la perfección. En las mangas llevaba unos gastados gemelos de plata y sus zapatos, que parecían recién estrenados, estaban impolutos. A pesar de la pulcritud con la que iba vestido se sentó a su lado, en el suelo, no sin bastantes esfuerzos y algún que otro rezongo por el reuma, y le miró con cariño.

Era la primera vez que Manuel veía a ese hombre, pero su cara le era muy familiar. Tenía la sensación de que lo conocía de alguna parte, y, sin saber la razón, su presencia le tranquilizó.

—Sé por lo que estás pasando —dijo el hombre. Al escucharle hablar Manuel se sobresaltó al reconocer la voz que ese mismo día había oído en la cocina, en su cabeza—. Sé lo dura que es la situación que vives. Pero tienes que salir adelante. A ella no le gustaría verte de esta manera, y lo sabes.

Manuel odiaba aquellas palabras. Odiaba que la gente le dijese que entendía su sufrimiento. ¡Qué iban a saber ellos! ¡Qué iban a saber cuando ninguno había perdido a su mujer y a su hijo en el mismo día! Nadie podía hacerse una idea de cómo se sentía, y lo único que podían ofrecerle era su compasión. Pero Manuel no quería nada de ellos, mucho menos su lástima, y siempre respondía a esas palabras con groserías e insultos. Sin embargo, en esa ocasión sintió que aquel hombre decía la verdad. Algo le decía que el anciano entendía su sufrimiento y lo escuchó con atención.

—Yo también perdí a mi mujer y a mi hijo un primero de noviembre. De eso ya han pasado más de treinta y cinco años, pero no ha habido día en el que no me haya acordado de ellos. Jamás los vas a olvidar, eso tenlo claro —dijo mirándole a los ojos—, pero no puedes quedarte estancado. Aún te queda mucho por vivir.

—¿Qué les pasó?

—Ella murió en el parto del bebé; ninguno sobrevivió.

—Igual que les pasó a ellos… —murmuró Manuel pasando la punta de los dedos por la lápida.

—Sí, y como tú, yo también tonteé con la idea del suicidio —dijo el hombre arremangándose la chaqueta y la camisa, lo suficiente para dejar las muñecas al aire—. Pero en mi caso, no se quedó solo en la idea.

—¿Cuándo fue?

—Un día como hoy, un año después de su muerte.

Manuel miró al hombre con curiosidad. Se fijó en sus rasgos, que tan familiares le eran, e intentó hacer memoria para descubrir de qué lo conocía.

—Las heridas no fueron muy profundas, pero al ver la sangre me asusté bastante y al final tuve que ir al hospital. Estuve ingresado en un centro especializado durante más de dos años, y si ahora piensas que tu vida es mala, lo que viví después de salir de aquel lugar fue muchísimo peor.

—Me resulta muy difícil pensar una manera en la que mi situación pudiese ir a peor —respondió Manuel con voz deprimida.

—¡Oh, querido! No tienes ni idea —dijo el hombre, condescendiente—. No sabes lo mala que es la gente. Lo aprovechados que son algunos y los pocos escrúpulos que pueden llegar a tener.

—¿Qué pasó?

—Es una historia muy larga de contar, y no quiero aburrirte con los detalles más escabrosos, además, espero que nunca tengas que vivir algo así, pero te lo resumiré en unas pocas palabras: nunca te fíes de la familia política.

—¡Qué me vas a contar! Los padres y los hermanos de mi mujer siempre se opusieron a nuestro matrimonio. Decían que yo no era lo suficiente bueno para su niña —dijo con la voz llena de rencor.

—Pues se pone bastante peor —comenzó a decir el hombre—. Mientras estuve ingresado en el centro psiquiátrico el hermano mayor de mi difunta mujer consiguió hacerse con la propiedad de mi piso. Son una familia muy rica, y lo que nosotros habríamos tardado en pagar treinta años, ellos lo hicieron al momento, con un fajo enorme de billetes. Cuando me dieron el alta y salí del centro no me dejaron entrar en la vivienda; así que me encontré sin casa, sin trabajo y con una cuenta bancaria en números rojos.

—Pero al final conseguiste sobreponerte a esa situación —dijo Manuel señalando el elegante traje del hombre—. ¿Cómo lo hiciste?

—Qué va, no salí, al menos no en ese momento —negó con la cabeza y le dedicó a Manuel una mirada apenada—. Estuve dando tumbos de un lado para otro durante años. No volví a intentar suicidarme, ya había aprendido la lección y asumí mi cobardía, pero me enganché al alcohol, mucho. Pasé bastantes noches en el calabozo, y estuve a punto de entrar en la cárcel por robos y hurtos.

—¿Alcohol?

—Por supuesto. En aquellos años era lo único en lo que pensaba.

—Pero tuviste que salir de ese pozo de alguna manera —insistió Manuel.

—Sí, pero no salí yo solo: me obligaron a hacerlo. Durante ese tiempo solo había una cosa más que hacía aparte de emborracharme: venir a este cementerio Me sentaba al lado de la lápida de mi mujer y lloraba mis penas. Justo como lo haces tú ahora. Fue, de nuevo, un primero de noviembre en que mi vida volvió a cambiar. Me pasé todo el día aquí, hasta que el celador del cementerio me echó. Y entonces, cuando iba a cruzar el semáforo que hay en la entrada, vi como una mancha verde se acercaba por mi izquierda con rapidez. Era el autobús de la línea 2, lo vi justo antes de que me atropellase.

—¿Se saltó el semáforo?

—Él no, yo sí. Cuando estoy borracho no me fijo en los semáforos ni en los pasos de peatones, tan solo ando.

—¿Te rompiste algo?

—Ufff… ni que lo digas. La pregunta sería qué no me rompí —respondió con resignación—. Estuve dos semanas en la planta de cuidados intensivos, varios meses en coma inducido y dos años de rehabilitación diaria. Los médicos dijeron que no podría volver a andar nunca más, pero aquí me ves —dijo sacudiendo las piernas—. Fueron años duros, pero también los más felices de mi vida.

—¿Y eso?

—Allí conocí a la mujer que me hizo ver que la vida no es fácil, pero que tenemos que sobreponernos a las dificultades y seguir adelante. Fue el segundo amor de mi vida —dijo lanzándole una rápida mirada cómplice a la lápida negra—, y la que me salvó de mí mismo.

—¿Un amor apasionado con la enfermera? —preguntó Manuel divertido.

—Para nada. Fue mi fisioterapeuta, la que me trató desde que me indujeron el coma hasta que me dieron el alta de la rehabilitación. Fue la que me dio la fuerza que necesitaba para salir de aquel pozo, como tú lo llamas. Me ayudó a retomar mi vida y me animó a luchar contra todo y todos, incluso contra mí mismo. Fue mi pañuelo de lágrimas y mi apoyo incondicional durante meses, y gracias a ella conseguí caminar de nuevo. Siempre tenía una sonrisa en la cara y una palabra de aliento en la boca: me enamoré de ella a los pocos días de conocerla. —Tenía la mirada perdida en algún punto de la lejanía, y su voz al recordarla estaba llena de nostalgia—. Aún recuerdo lo que me dijo cuando conseguí reunir el suficiente valor para confesarle mis sentimientos: “No tengo citas con mis pacientes, así que, cuando salgas de aquí vuélvemelo a pedir”. Ese fue, sin duda, el mayor aliciente que tuve para mi recuperación.

—Y acabasteis juntos.

—Nos casamos al año siguiente. Tres meses más tarde se quedó embarazada y el día del parto de mi primer hijo fue uno de los más horribles que recuerdo. Todo se repetía, era feliz, tenía una familia y un futuro prometedor, pero, de nuevo, era primero de noviembre.

—Tendrías un miedo horrible de que le volviese a pasar lo mismo que a la anterior.

—Miedo no, pánico. Me dio un ataque de nervios tan fuerte que tuvieron que sedarme.

—Pero todo salió bien.

—Sí, y después de él vinieron tres niños más. Fuimos una familia muy feliz. No voy a mentir y decirte que nunca hubo problemas, claro que los hubo, pero supimos sobreponernos a ellos.

—Me alegro —dijo Manuel con una sincera sonrisa. No sabía el porqué, pero se alegraba muchísimo de que aquel hombre hubiese llegado a tener una buena vida.

—Vi crecer a mis hijos, los eduqué de la mejor manera que pude y recé para que no cometiesen los errores de su padre. Creo que puedo decir con orgullo que hice un buen trabajo con ellos. El mayor se casó hace dos semanas, y tres días antes de mi muerte conocí a mi primer nieto.

—¿Tres días antes de tu muerte? —preguntó Manuel desconcertado.

—Hace treinta y cinco años, cuando la idea de cortarme las venas con el cuchillo de la cocina era lo único que tenía en la cabeza, —continuó diciendo ignorando deliberadamente la pregunta de Manuel— cuando pensaba que mi vida no podía ir a peor, cuando me amparaba en mi miseria, habría necesitado a alguien me hiciese reaccionar y me obligase a volver a la realidad. Podría haberme ahorrado los años que pasé en el psiquiátrico, y el infructífero tiempo que estuve dando tumbos por el mundo con más alcohol que sangre en las venas. Son un agujero negro en mi vida, años perdidos que podría haber disfrutado con mi familia. —Clavó los ojos en Manuel y le miró con seriedad—. Por eso estoy aquí, para ahorrarnos todo ese sufrimiento innecesario.

—No lo entiendo —dijo confuso.

—Por ahora he impedido el intento de suicidio, espero que para siempre, y que evitemos los años del psiquiátrico, pero tienes que despertar. Tienes que reaccionar, tomar las riendas de tu vida y seguir adelante. —Se acercó a Manuel hasta que sus frentes se juntaron y le tomó por los hombros— Mantén tu casa, mantén la sobriedad y sácanos adelante.

Manuel quiso hablar, no comprendía nada de lo que estaba ocurriendo y tenía millones de preguntas que hacerle a aquel al hombre. Sin embargo, este le estrechó entre sus brazos, le dio un fuerte abrazo y le susurró unas últimas palabras al oído:

—Ha sido un placer conocerte. Espero que no nos volvamos a ver, así que: sé fuerte.

Se separó de él y cuando dejaron de estar en contacto desapareció.

—¿Pero qué…?

Manuel se levantó de golpe del suelo y miró en todas direcciones buscado al hombre, pero no había ninguna señal de él. Era como si nunca hubiese estado allí.

—¿Qué mierdas ha sido eso? —preguntó llevándose las manos a la cara.

—Disculpe, estoy a punto de cerrar —dijo de pronto una voz a su espalda. Al girarse se encontró con el celador del cementerio.

—¿Ha visto a…? —Estuvo a punto de preguntarle por el anciano, pero se calló antes de hacer la pregunta, si aquello solo había sido fruto de su imaginación, le tomaría por loco.

El celador lo miró con recelo, su aspecto desaliñado llamaba mucho la atención.

—En diez minutos cerraré la puerta principal —dijo lanzándole una mirada desconfiada antes de marcharse.

Manuel lanzó un largo suspiro al aire y se agachó una última vez al lado de la lápida de su mujer y su hijo.

—Te quiero. Os quiero. —Acarició con los dedos la superficie del mármol negro y se marchó.

La luz del sol ya era muy tenue, estaba casi oscuro, por lo que aunque el dolor de cabeza, y la resaca, se habían pasado, le costaba ver por dónde iba. Salió del cementerio, se paró en el semáforo de la entrada esperando a que se pusiera en verde y miró a su izquierda cuando una mancha verde se acercó hacia él.

«Ahórranos años de sufrimiento. Ella ya está en el hospital, nos está esperando», dijo una voz en su cabeza.

Entonces sintió cómo alguien le empujaba hacia la carretera, justo en el mismo momento en el que el autobús de la línea 2 pasaba por su lado.



Este relato lo presenté a un concurso de fantasía urbana que convocó la editorial Triskel. En realidad participé con dos relatos, el otro de ellos fue premiado y publicado en el libro Atrasis, vol. 3 cuentos de nueva fantasía, se llama Y ddinas.

Con este relato me adentré por segunda vez en el mundo de la fantasía urbana. Fue una experiencia bastante curiosa, pues nunca había escrito algo parecido, y me gustó bastante.

La idea para esta historia me la dio una amiga cuando le pregunté sobre tramas de este género. "Una conversación con alguien y que esa persona resulte ser tu espíritu". Y esto fue lo que salió.

En mi cabeza el cementerio que se describe es el de mi ciudad natal: Ciudad Real, y la línea 2 es la que pasa por allí. En la puerta hay un paso de peatones, y aunque no suelo ir mucho por allí, siempre que lo hago no puedo evitar acordarme del pobre Manuel y como acabó...

Espero que os haya gustado.

*

Si queréis leer más textos originales escritos por la autora de este blog, podéis encontrarlos todos en este este enlace.


¡Un saludo!

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