—¡Noa! ¡Despierta!
Abrí los ojos de golpe, sobresaltada por el grito y un repentino empujón en el hombro. Me costó unos segundos entender dónde estaba y, cuando lo hice, vi a mi madre en la habitación. Su rostro de urgencia hizo que me levantase al momento. Se acercó a la cama de mi hermano pequeño y lo tomó entre sus brazos.
—¡Tenemos que irnos!
Me agarró con fuerza de la mano y salió corriendo por las escaleras. Iba descalza y en pijama, igual que Gabriel y yo, pero nada de eso parecía preocuparle. Aunque no sabía qué le pasaba, su cara de angustia me asustó. Cuando llegamos a la puerta de casa me paré para coger el abrigo con la estrella de David amarilla que nos había cosido hacía unas semanas. «Nunca salgáis de casa sin ella. Si lo hacéis, toda la familia tendrá problemas», nos dijo a mi hermano y a mí con seriedad.
—No tenemos tiempo para eso. ¡Vamos!
Aquello hizo que me temiese lo peor: papá y ella habían insistido mucho en la importancia de esa estrella, pero mamá tiró de mí y me sacó a la calle. Estaba completamente oscuro, no había nadie a nuestro alrededor, pero ella corría como si alguien estuviese persiguiéndonos.
—¿Qué pasa? —pregunté casi sin aliento—. ¿Adónde vamos?
—Corre, Noa. Luego te lo explico. Tenemos que llegar a un lugar seguro.
—¿Estamos en peligro? ¿Y papá?
—Vendrá luego. Vamos. Ahora no es momento para tus preguntas. Tan solo corre —ordenó apremiándome.
Nos llevó a casa del doctor Werner. Su mujer nos abrió la puerta antes de que llegásemos al porche de la entrada, y nos hizo subir al ático donde se encontraba su marido.
—No es muy grande, pero estaréis a salvo.
Giró una enorme estantería llena de libros, y detrás de esta apareció un pequeño agujero por el que mamá nos hizo meternos con rapidez. Luego, el doctor Werner cerró el hueco dejándonos solos en la más absoluta oscuridad. No veía nada, y aquello me puso mucho más nerviosa.
—¿Mamá?
Mi voz se quebró, pero ella tomó mi brazo y me sentó a su lado, en lo que parecía una pequeña cama. Nos apretamos unos contra otros en un abrazo lleno de miedo e incertidumbre. Todavía respiraba con rapidez, y notaba cómo el corazón de mi madre latía con intensidad.
—Todo va a estar bien, todo va a estar bien —susurraba una y otra vez.
De pronto, unas potentes voces irrumpieron en el silencio de la noche.
—Mamá… —sollozó Gabriel abrazándose con fuerza a su cuello.
—Todo va a salir bien, mi niño. Tan solo tenemos que mantenernos callados hasta que el doctor Werner regrese.
Nos estrechó contra su pecho y comenzó a pasar los dedos por nuestras cabezas para tranquilizarnos, sin embargo, a pesar de que insistía en que no iba a pasar nada, el temblor de sus manos delató su nerviosismo.
Las voces se fueron acercando poco a poco a donde nos encontrábamos y, conforme lo hacían, mi miedo aumentaba. Necesitaba salir de allí, la oscuridad me agobiaba. Pero el temor a que nos encontrasen era mayor. Sabía quiénes eran aquellos hombres y a lo que se dedicaban. Había oído las historias de la gente a la que se llevaban: ninguno regresaba.
Ya podíamos escuchar lo que decían, y cuando me di cuenta de que estaban buscando a alguien, dejé escapar un ahogado jadeo.
—Tranquila, Noa. Aquí no nos van a encontrar —me susurró mi madre al oído. Pero lo dijo con tanta inseguridad, que supe que hasta ella necesitaba convencerse de sus propias palabras.
Las pisadas de unas botas resonaron en el ático.
—Aquí solo hay trastos viejos y un montón de libros, capitán.
Me sorprendí al escuchar la voz del doctor Werner, era serena y casi aburrida; todo lo contrario a como yo me sentía.
—Ya veo —respondió el hombre.
Esperé que el militar lo dejase estar y se marchase, mas los pasos sonaron cada vez más cerca. Iba de un lado para otro de la habitación, y la incertidumbre de no saber qué era lo que ocurría hacía que temblase con violencia. Las manos me sudaban y sus pisadas, lentas e hipnóticas, penetraron con fuerza en mi cabeza.
Gabriel comenzó a sollozar en voz baja y mamá le tapó la boca con una mano para acallarlo. Nadia podía escucharnos, si nos descubrían…
—Para ser un desván, está todo muy limpio.
La voz sonó a escasos centímetros, justo al otro lado de la pared. Oímos con claridad como sacaba un libro de la estantería y me apreté con fuerza contra mi madre.
—Mi mujer odia el polvo —contestó el doctor, sin embargo, su voz se quebró durante unos segundos.
—Ya veo.
En la habitación contigua todo quedó en silencio. En la nuestra, mi acelerada respiración se mezclaba con los sollozos de Gabriel; eran cada vez eran más altos, pues mamá no conseguía tranquilizarlo.
De repente, un chasquido resonó en el aire, y la estantería se movió unos milímetros. Durante unos eternos segundos todo quedó en calma. Los tres contuvimos el aliento. Hasta mi hermano se calló, paralizado por el miedo. Un rayo de luz iluminó nuestra habitación. Me giré hacia mi madre y vi la angustia en su rostro. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas y, cuando nuestros ojos se encontraron, su mirada de terror me asustó.
—Mala suerte, doctor. Mala suerte.
Sus palabras llevaban una amenaza implícita, y en ese momento supe que todo había acabado.
Las premisas de este relato las obtuve del curso de escritura que estoy haciendo con Teo Palacios, el Método PEN.
Los requisitos eran escribir un ejercicio de unas 1000 palabras que tuviese un aumento de la tensión clara y que siguiese la estructura de Deseo - obstáculo - acción.
La tensión es clara, pero empieza con tanta acción que el aumento no se aprecia. Empecé escribiéndolo con los personajes en el desván. Noa contaba cómo había llegado allí y luego llegaban los nazis. Sin embargo, al final lo cambié a como está ahora. Creo que como relato quedó mejor, aunque con ello dejé de cumplir una de las premisas que se pedían.
Aun así, esto de jugar con la tensión, y hacerlo de manera consciente, me ha gustado mucho. Ha sido muy interesante de escribir y de pensar.
Espero que os haya gustado.
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¡Un saludo!
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