Su judía blanca


Está sentada en el baño con la lencería de seda por los tobillos y las manos temblorosas. Se lleva los dedos a la boca y se muerde las uñas con la perfecta manicura francesa recién hecha. La espera se le está haciendo eterna. Tiene la mirada clavada en el pequeño test de embarazo y sus ojos van y vienen de la ventanita en la que tiene que salir el resultado, a las dos marcas laterales en las que se indica su significado.

—Una raya, por favor, que sea una raya —suplica en voz baja.

Hace muchos años que se concienció de que nunca sería madre. Por aquel entonces estaba casada, sin embargo, por más que su marido y ella lo intentaron, nunca consiguió quedarse embarazada.

—Ninguno de los dos tiene problemas —les decían los médicos—. Será la presión y el estrés. Cuando se relaje y deje de darle vueltas, cuando menos se lo espere, pasará.

Pero nunca ocurrió, y ella se hartó de intentarlo. La frustración le pudo y la situación les superó. Su marido y ella se divorciaron hace más de diez años y, desde que firmaron la separación de mutuo acuerdo, no ha vuelto a saber nada más de él.

A partir de ese día se concentró en su carrera profesional. Ascendió con rapidez hasta llegar a donde se encuentra ahora: es miembro asociado de la empresa principal y directora de treinta filiales ubicadas a lo largo de todo el mundo. Rehizo su vida, y en ella no hay cabida para un bebé.

El resultado comienza a hacerse visible, las manos le tiemblan con violencia, y el test se le cae al suelo cuando las dos rayas aparecen. Se queda paralizada durante unos segundos, mientras su cabeza procesa lo que eso significa.

—No puede ser —murmura.

Sin embargo, las dos rayas se ven con claridad y el retraso de más de tres semanas que tiene no dejan lugar a dudas.

Se levanta del baño, toma su móvil y le echa un vistazo a la agenda. Está llena de reuniones, desayunos, almuerzos y citas ineludibles. Dentro de dos días tiene que viajar a China para dirigir la inauguración de la nueva sede de la compañía, proyecto en el que lleva trabajando desde hace más de un año. Pasará las siguientes tres semanas allí, y es probable que en los meses venideros tenga que regresar varias veces más. No tiene tiempo para un bebé. No a sus cuarenta y dos años. No cuando hace tanto tiempo que la idea de ser madre desapareció por completo de su mente.

Llama a la consulta de su ginecóloga y pide una cita urgente.

—Costará el doble de lo normal —le responde la recepcionista.

—No importa. Tiene que ser hoy. —No puede dejarlo pasar más días. Cuanto antes solucione el problema, mejor.

 

Abre el cajón del armario para coger los guantes de cachemira, y cuando los tiene en la mano sus ojos se fijan en los pequeños patucos de lana que llevan guardados allí desde hace años. Los dedos le tiemblan al cogerlos, y los mira con nostalgia. Aún recuerda la sincera sonrisa de su madre el día en el que se los regaló.

—Seréis unos padres maravillosos —les dijo. Sin embargo, su deseo de ser abuela nunca se llegó a cumplir.

Se lleva los patucos a la nariz, no sabe exactamente con qué fin, pero su olor no es el esperado. Le desagrada: huelen a lana vieja y desgastada. Los deja de nuevo dentro del cajón, pues es incapaz de tirarlos, y se marcha a la consulta.

 

—¿Ves esta cosita de aquí? ¿Esta mancha blanca?

—Sí —responde sin estar muy segura de distinguir lo que la mujer le muestra.

—Pues eso es tu bebé.

Durante un largo minuto mira la imagen con incredulidad sin saber qué hacer a continuación. Antes de haber visto con sus propios ojos cómo dentro de ella crecía un ser vivo, tenía las ideas muy claras. Aborto. Seguro. Pero la ginecóloga había insistido en hacerle una ecografía para asegurarse de que estaba embarazada. Y ahora, al ver esa mancha, esa judía blanca, su judía blanca, las dudas le llegan con fuerza.

—Mi bebé —dice colocando las manos sobre su vientre.

La ginecóloga le sonríe con cariño y le tiende una copia de la imagen. Ella la coge, sus manos tiemblan de nuevo, están heladas, y una lágrima se escapa de sus ojos, aunque no se sabe si es de tristeza o de emoción.

—¿Ponemos la cita para interrumpir el embarazo mañana, o nos vemos dentro de cinco semanas?



Y ahora la pregunta esperada: ¿qué pensáis que hace la protagonista? ¿Se queda con el bebé? ¿Aborta?
En mi cabeza no lo tengo del todo claro, las dos ideas me parecen plausibles. Aunque creo que al final no aborta y tiene el bebé. Del padre no se sabe nada, ni se sabrá.

La premisa de este relato era que tuviese un detonante claro, y ¿qué giro puede poner la vida más patas arriba que un bebé?

Espero que os haya gustado.
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Un saludo.


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