Por tercera vez en diez minutos el chico vuelve a golpear el pequeño transistor, ese aparato viejo que funciona cuando quiere. Por lo general, el sonido siempre está distorsionado y de vez en cuando se escucha un grave pitido que se sobrepone a las voces de los moderadores. No es demasiado fiable, sin embargo, se niega a desprenderse de él. Le tiene un gran afecto y es su única compañía en las largas noches de trabajo.
Odia ese lugar, pero aquella gasolinera es el único medio que tiene de pagarse las clases de la universidad. No es una zona conflictiva, más que nada porque está lejos de cualquier lugar, perdida en mitad de una carretera por la que muy poca gente transita. Pero desde que tomó la decisión de independizarse, se niega a pedirles dinero a sus padres.
La nieve cae al otro lado del cristal. Hace ya unas cuantas horas que comenzó a nevar y no parece que vaya a parar dentro de poco. En el suelo, fuera del tejado de la gasolinera, se ha formado una densa capa blanca que aún permanece inmaculada. ¿Quién va a ser el insensato que sale a la calle con este frío?
El chico lanza un cansado suspiro al aire y se apoya sobre el mostrador. Mira el reloj que hay colgado en la pared de enfrente y cierra los ojos frustrado: aún quedan más de tres horas para que su jefe llegue y él pueda irse a casa.
De pronto, el sonido de un coche acercándose le saca de su somnolencia. Abre los ojos, levanta la cabeza y ve como una vieja furgoneta se abre paso entre la nieve. Se para casi delante de la puerta de cristal y de su interior salen dos personas: un hombre y una mujer de mediana edad que se dirigen con premura al interior de la gasolinera.
Al ver sus caras el chico se acuerda de sus padres. No se parecen en nada, pero hay algo en ellos que le resulta familiar. Cuando cruzan la puerta de cristal les saluda con amabilidad y ellos le devuelven el saludo con educación.
—Hace un frío terrible —comenta el hombre quitándose el gorro y los guantes—. ¿Tenéis pañuelos?
—Al final del pasillo —responde el chico señalando a su izquierda.
El hombre le da las gracias y los dos se dirigen hacia el lugar indicado. Los ve hablar en voz baja y los sigue con la mirada.
Está acostumbrado a ver a todo tipo de personas entrar allí, cada uno con una historia diferente de la que no quiere saber ni tan siquiera el principio. No hay nada en aquella pareja que llame la atención. Pero el chico ya lleva mucho tiempo en ese trabajo, y ha aprendido a confiar en esa extraña sensación de intranquilidad que aparece en la boca de su estómago cuando algo no encaja. No sabe lo que es, los mira con atención y, sin perderles de vista en ningún momento, lleva la mano hacia el pequeño armario que hay debajo del transistor. Hace unas semanas uno de sus compañeros se vio envuelto en un buen lio y acabó en el hospital con algunas heridas graves. La idea de que a él pudiese pasarle algo parecido no le parecía nada descabellada, así que cuando se enteró de lo ocurrido, tomó la decisión de hacerse con un arma.
Abre el armario con cuidado y toma la pistola. Es pequeña, un arma de mujer, le dijeron en la tienda, pero tenerla en la mano le da seguridad.
La pareja se da la vuelta y se acercan de nuevo al mostrador. Desde donde se encuentra puede verles las manos y ninguno de ellos lleva pañuelos.
Sus miradas se lo dicen. Le miran a los ojos con tranquilidad, seguros de sí mismos. Controlan la situación, y la frialdad de sus movimientos le indican que ésta no es la primera vez que se encuentran en una situación parecida. No sonríen, sus caras tienen una expresión impertérrita y paso a paso se van acercando al chico. Quiere levantar el arma y apuntarles con ella, sin embargo, el miedo le paraliza. Hay dos pistolas encañonadas en su dirección, pero es incapaz de moverse. Se grita a sí mismo: ¡reacciona! Intenta volver a tomar el control de su cuerpo, pero llega demasiado tarde.
En ese momento se da cuenta de por qué las caras de esas dos personas le resultan tan familiares. Llevan saliendo en la televisión desde hace unos días. Están en busca y captura por asalto a mano armada, intimidación y asesinato.
Se oye un fuerte estruendo, y lo último que se escucha es un agudo pitido que proviene del transistor, parece que finalmente dejó de funcionar.
Este relato participa en el taller de escritura creativa “Móntame una Escena”, escena número 48.
Las premisas eran que el relato contenga las palabras armario e idea y que esté ambientado en una gasolinera. No puede tener más de 750 palabras.¿Qué os ha parecido el relato? ¿Os esperabais ese final?
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¡Un saludo!
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