Vai y Shaoran


Desde que entró en el barrio, Shaoran notaba todas las miradas puestas en él y en su elegante traje. En aquella noche oscura, la poca iluminación de las calles le sirvió para ocultar su presencia entre las sombras de los edificios. Pero, a pesar de lo precavido que fue, su vestimenta llamaba demasiado la atención.

Pasó con rapidez por delante de un grupo de mendigos que se calentaban alrededor de una hoguera dentro de un bidón de metal y giró la esquina de su calle. Aceleró la marcha intentando evitar el contacto con la poca gente con la que se cruzaba. Subió los sucios escalones del destartalado edificio en el que vivía cuando alguien a su espalda le habló.

—¡Hostia puta! No puedo creer que tengas los huevos de venir aquí, Vai —dijo una voz ronca desde la acera. Shaoran sacó las llaves del bolsillo de su impoluto traje y las introdujo en la vieja cerradura ignorando al hombre—. Maldito cabrón, no pases de mí. —Subió las escaleras, agarró a Shaoran por los hombros y lo empujó hacia abajo.

—Mira, tío. No sé quién eres. Pero yo no conozco a ningún Vai. Seguro que te has confundido de persona —dijo Shaoran, nervioso al reconocer el tatuaje del cuello del hombre. «Un Alacrán, mierda», pensó.

—¿Me tomas por imbécil? —Lo sujetó del cuello del traje con una mano y con la otra le arremangó la manga derecha—. Joder, si todavía llevas el Rolex que me ganaste esta mañana.

Le dedicó una mirada furiosa, le soltó el brazo y sacó de su chaqueta una pistola. Acercó el cañón a la cabeza de Shaoran y quitó el seguro.

—Eh, no… mira. Aquí hay un malentendido. Yo no… Este traje no es… —empezó a decir, pero antes de que pudiese terminar la frase, un disparo resonó en el aire y Shaoran cayó al suelo.

—No tengo ni idea de qué hacía aquí alguien como tú. Pero es un error que no volverás a cometer. —Le quitó el reloj y la cartera de piel antes de alejarse.

El coche patrulla, alertado por la detonación, llegó un minuto más tarde. Dos agentes bajaron del vehículo con las armas desenfundadas preparados para abrir fuego; en aquel barrio nunca se podía dar nada por sentado. Miraron a su alrededor para cerciorarse de que no se estaban metiendo en ninguna trampa y, cuando estuvieron seguros, guardaron las pistolas.

Uno de ellos se agachó al lado de Shaoran. Al verlo frunció el ceño y le dedicó a su compañero una mirada desconcertada.

—Central, aquí la patrulla diez de Quarter Inferno. Acabamos de encontrar a un hombre asiático de unos treinta años con una herida de bala —dijo tras activar el intercomunicador que llevaba en el hombro.

—¿Necesita una ambulancia?

—No, pero envíen a un detective. —Recorrió con la mirada el caro traje de Shaoran y se rascó la parte de atrás de la cabeza en un gesto de extrañeza.

La poca luz de la calle no les dejaba apreciar bien la escena, por lo que sacaron del coche patrulla unas potentes linternas que dejaron al lado del cuerpo.

—¡Vaya! Un Fibonacci, y viene directo de Italia —exclamó el policía al ver la etiqueta de la parte interior de la chaqueta—. Estos trajes cuestan una pasta.

—¿Qué diablos hará aquí? En pleno centro de Quarter Inferno.

Miraron a su alrededor buscando respuestas a todas las preguntas que se agolpaban en sus cabezas hasta que uno de ellos vio las llaves en la cerradura.

—¿Serán suyas?

—No hay nadie más —afirmó su compañero encogiéndose de hombros. Subió las mugrientas escaleras y abrió la puerta—. Quédate aquí; si vamos los dos las ratas estas no le dejarán ni los calzoncillos. —Tomó las llaves de la cerradura y se adentró en el edificio—. Odio este barrio —murmuró en el momento en el que el olor a podredumbre le llegó a la nariz. Echó un vistazo a los buzones, pero en ninguno de ellos había un letrero con el nombre de los inquilinos. Lanzó un suspiro al aire, desalentado por el trabajo que le quedaba—. Debe haber como treinta apartamentos…

Intentó abrir la primera puerta, pero la llave no entró en la cerradura. Estaba a punto de probar con la segunda vivienda cuando el pomo giró.

—Quinto piso, última puerta —dijo una mujer de mediana edad con el rímel mal puesto y el carmín de los labios corrido.

—¿Lo conocía? —preguntó tapándose la nariz con disimulo ante el intenso olor a sexo que salía del interior. No podía verle el cuerpo, pero parecía que iba desnuda.

La mujer cerró antes de que el policía pudiese preguntar nada más. Sin otra pista, y con la esperanza de acabar pronto y largarse de allí, decidió hacerle caso. Subió las escaleras con cuidado. Los escalones estaban llenos de envoltorios de plástico, restos de comida en diferentes fases de descomposición y preservativos usados. Entre el mar de basura entrevió un par de jeringuillas que le hicieron plantearse si sería prudente seguir adelante. Sin embargo, su sentido del deber le obligó a continuar.

Mientras subía escuchó los gritos de los vecinos. Las voces de hombres y mujeres se mezclaban con los llantos de un bebé y los quejidos lastimeros de algún animal que no pudo identificar.

Llegó a su destino después de sortear el cuerpo ensangrentado de una enorme rata, metió la llave en la cerradura y la puerta se abrió. Entró en el piso con la linterna en alto; por lo poco que veía parecía que se encontraba en un basurero.

—¡Joder! ¡La madre que…! —exclamó cuando encontró el interruptor y la estancia se iluminó.

La habitación parecía un vertedero. Había cajas por todas partes, muebles rotos, tuberías oxidadas, láminas de metal y un centenar de revistas y periódicos esparcidos por cualquier lugar al que mirase. No quiso dar un paso más; si tenía que registrar aquel lugar para averiguar la identidad del muerto necesitaría de mucha ayuda.

Salió del apartamento, volvió a cerrar la puerta con llave y bajó las escaleras hasta la calle.

—¿Has encontrado algo? —preguntó su compañero al verle.

—Ese lugar es un basurero.

—¿Crees que vivía allí? —El policía asintió con la cabeza al acordarse de la mujer; si le había dicho el piso al que debía dirigirse con esa precisión debía conocerlo—. Pues algo no encaja. Este tío tiene las uñas perfectamente limpias y recortadas, no hay ni una sola mancha en su traje y no tiene tatuajes a la vista.

—¿Has encontrado algo que lo identifique?

—No, no lleva cartera, y el móvil es uno de esos prototipos de alta seguridad; con reconocimiento ocular y un código de más de cuarenta dígitos. Pero mira esto —dijo levantando las palmas de la mano de Shaoran—, no tiene huellas dactilares.

Los dos agentes se miraron confundidos.

«¿Quién es este tipo y qué hace aquí?», pensaron a la vez.




Este relato fue un ejercicio que tuve que realizar para el curso de escritura que imparte Teo Palacios: el Método PEN. Había que escribir un relato en el que el ambiente fuese el punto clave de la historia. Mi idea era crear un lugar muy pobre, peligroso y sucio, un barrio "chungo" y meter ahí a un personaje completamente opuesto, que no pegase nada con ese sitio para crear un contraste potente.

Creo que conseguí mi propósito, y me gustó tanto lo como me quedó, que le escribí una continuación a Shaoran, dos, para ser exactos, aunque aún no están disponibles.

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Si quieres leer más textos originales escritos por la autora de este blog, puedes encontrarlos todos en este enlace: Relatos.

¡Un saludo!

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