La ofensa


—Andrew Davis, coleccionista de juguetes, dígame —respondió descolgando el teléfono al tercer tono—. ¡Oh, Giuseppe! ¿¡No me digas que lo has encontrado!? —Se mantuvo al teléfono escuchando con una sonrisa en los labios—. ¿Cuándo podrás enviármelo? —Miró el calendario que tenía al lado de la mesa y asintió—. Serán quince días eternos, pero seguro que valen la pena. Millones de gracias. Nos vemos.

Habían pasado casi dos meses desde aquella conversación, y hasta que el paquete llegó, todos los muñecos estuvieron ansiosos por conocer al que sería el nuevo miembro de su familia. Por las fotos que consiguieron sacar de internet vieron que era un peluche gigante. Un gorila negro, con unos brazos enormes y una mirada amenazadora. Andrew, Andy para los amigos, lo había llamado King Kong, y, solo con verlo en las fotos, los juguetes le tomaron un gran respeto. Pero lo que ninguno de ellos se pudo imaginar es que aquel peluche mullido con cara de enfado sería un completo tirano.

Desde el mismo día en el que lo trajeron, se paseó por la casa como si fuese el dueño del lugar. Se metía con todos y no tenía respeto por nada ni nadie. Ni siquiera el Action man articulado se libró de sus pullas. Nadie sabe qué fue lo que el gorila le dijo, pero fuese lo que fuese, molestó tanto al robusto muñeco que no dudó en atropellar al peluche con su enorme coche 4x4. Sin embargo, King Kong era un gorila muy orgulloso, y le devolvió el golpe lanzándolo por la ventana. Vivían en un décimo piso, y aunque el Action man nunca contó qué fue lo que le ocurrió, jamás volvió a ser el mismo. La Barbie médico le diagnosticó trastorno de estrés postraumático, pero ni sus cuidados, ni los del Ken doctor —nunca se supo en qué bando jugaba— le hicieron mejorar.

Los días pasaron, y los juguetes vivían sumidos en el miedo. King Kong era un tirano sin escrúpulos o empatía, siempre hacía lo que quería, y si sus acciones molestaban a alguien, mala suerte para ellos.

Un día los juguetes se enteraron de que Andy pasaría todo el fin de semana fuera de casa, y todos, menos uno, temblaron de pavor ante aquella noticia. Dos días enteros sin la supervisión de su coleccionista, el cual no tenía ni idea de la doble vida que llevaban sus juguetes, podría resultar catastrófico para los indefensos muñecos.

El viernes pasó sin grandes contratiempos, pero la tensión que había en el ambiente era palpable. Sin embargo, el sábado, King Kong se levantó con un humor de mil chimpancés. Destruyó en un par de segundos la casa de los Legos, que a Andy tanto le había costado conseguir, y estranguló a la Barbie Rapunzel con su propio pelo. Cuando el Ken doctor intentó ayudarla le amenazó con tirarlo por la ventana. Nadie se había olvidado de lo que le había pasado al Action man, y la pobre Rapunzel permaneció en el suelo sin que nadie se atreviese a socorrerla.

A King Kong le encantaba encaramarse a la parte más alta del armario, desde donde tenía una visión privilegiada de lo que ocurría dentro y fuera de la habitación. Iba de camino hacia allí cuando se chocó con uno de los juguetes.

—Mira por dónde andas, caniche —le espetó de malos modos.

—¿Caniche? —preguntó el muñeco volviéndose hacia él con una ceja levantada y una mirada malhumorada.

—¡Oh! ¿Te he ofendido, pequeño chihuahua? —cuestionó con arrogancia.

El juguete era más pequeño que King Kong, pero poco tenía que ver con lo que la gente conocía de él. Pues Niebla, el perro de Heidi, era un san bernardo de peluche nada paciente y con muy malas pulgas.

—¿Quién te crees que eres para llamarme así? Tú, sucio mono ardilla.

—¿¡Qué me has dicho, Yorkshire?! —preguntó King Kong colérico.

Se irguió todo lo grande que era, y su amenazadora figura ensombreció el cuerpo de Niebla. Mas el perro no se dejó amedrentar, y mantuvo la mirada fija en los ojos del furioso gorila. Se analizaron, se evaluaron y se enseñaron los colmillos. Los gruñidos de los dos llenaron la habitación, y todos los juguetes se refugiaron ante lo que pudiese ocurrir a continuación.

Fue King Kong el que atacó primero, se lanzó sobre Niebla con fuerza y rapidez, pero el perro esquivó su ataque y contraatacó al momento. Se golpearon sin compasión, sin contenerse, sin pensar en las consecuencias de sus actos. Las dentelladas y los zarpazos alcanzaron el cuerpo del otro y el sonido de las costuras abriéndose, hicieron que los hilos del resto de juguetes se erizasen. No se podía decir quién ganaba, y pasados unos minutos, el suelo se llenó de bolas de algodón.

El domingo por la tarde, cuando Andy regresó a casa, se encontró con aquel terrible estropicio. No tenía ni idea de qué era lo que había ocurrido allí, pero siguió los restos de aquella horrible pelea a muerte hasta el almacén, donde guardaba las herramientas, temiéndose lo peor.




La idea para escribir este relato la tomé de la página web Literautas, del Taller de escritura nº58.
En esta ocasión las premisas eran que el título de la historia debía ser este: La ofensa. Como reto opcional nos proporcionaban las palabras gorila, niebla y almacén, y, como siempre, la extensión del relato no debía de sobrepasar las 750 palabras. Este último requisito lo cumplí para el taller, pero el relato que acabas de leer tiene unas cuantas más, pues la idea me gustó tanto que no pude evitar extenderme un poco más.

Me lo pasé bastante bien escribiéndolo. Pues además es un relato de esos en los que en cuanto vi las palabras la historia comenzó a desarrollarse sola en mi cabeza.
Me encantó poder usar algunos personajes de mi infancia, y ese pequeño homenaje que le dedico a una película archiconocida por todos, no solo por que los muñecos cobren vida, sino por... ¿sabríais decir dónde se encuentra el otro elemento en común con ella?

Espero que esta pequeña ofensa y confrontación entre los juguetes os haya divertido, gustado, y, sobretodo, sacado una sonrisa.

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Si quieres leer más textos originales escritos por la autora de este blog, puedes encontrarlos todos en este enlace: Relatos.

¡Un saludo!



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