El chico se acercó con cuidado a la entrada de la cueva. Sabía que el dragón estaba dentro, lo escuchaba roncar desde allí, y eso fue lo que le animó a aventurarse al interior y acabar con él de una vez por todas.
El casco que llevaba era muy viejo y tenía muchas mellas, pero era mejor que nada. Tomó el escudo, que también había visto mejores épocas, y desenvainó su espada.
—Vamos, Nina —le dijo a su fiel acompañante, un rollizo corcel marrón de orejas muy grandes.
Se adentraron varios metros en la cueva. El interior olía a humedad y a quemado y solo se oían los fuertes ronquidos de su morador. En cuanto pusieron un pie en el interior el dragón gruñó con fuerza y Nina salió huyendo al instante.
—Cobarde —murmuró el chico en voz baja.
Tomó aire un par de veces y comenzó a andar despacio procurando no hacer mucho ruido. Llevaba semanas intentado acabar con el dragón y eran pocas las veces en las que podía sorprenderlo mientras dormía. Tenía que aprovechar esa oportunidad.
El animal estaba tumbado en la parte más alta de la cueva, encima de una piedra recubierta por ramas, hojas, paja y los huesos de sus últimas comidas. Respiraba con calma y cada vez que el aire salía de sus fauces, una pequeña llamita azul iluminaba la estancia.
El chico avanzó despacio, en los últimos días se había adentrado en la guarida del dragón en multitud de ocasiones y se conocía la cueva casi a la perfección. Los primeros metros estaban llenos de agujeros, que dificultaban el paso e impedían que un grupo grande avanzase en formación, tan solo se podía pasar de uno en uno y con la espalda pegada a la pared.
El ruido que el propio dragón hacía cubría sus pasos, pero no se quiso confiar. No era la primera que intentaba sorprenderlo con la guardia baja, pero hasta ese entonces solo había conseguido llegar hasta él en muy pocas ocasiones. Tenía un oído muy fino y el más leve ruido lo despertaba.
Cuando atravesó el suelo con agujeros rodeó varias rocas el doble de grandes que él y saltó un pequeño riachuelo que corría por mitad de la cueva. Al aterrizar al otro lado el escudo se le resbaló de las manos y cayó al suelo con un golpe seco. Durante unos segundos el dragón dejó de roncar y se removió inquieto dentro de su sueño. El chico temió haberlo despertado y permaneció quieto, alerta a cada uno de sus movimientos. No había ningún sitio donde esconderse. Si se despertaba en ese momento solo le quedaba correr todo lo que pudiese y escapar de allí, esperaba que de una sola pieza. Contuvo el aliento hasta que la respiración del temible dragón volvió a acompasarse.
Suspiró aliviado y avanzó de nuevo. Solo tenía que recorrer unos pocos metros para llegar a la piedra en la que estaba tumbado.
Miró a su alrededor y pensó cuál debería ser su siguiente movimiento. No era la primera vez que llegaba hasta allí, pero ninguno de sus intentos anteriores había tenido éxito. Había probado a saltar encima de él y clavarle la espada, pero sus escamas eran demasiado duras y el acero nunca podía llegar a la carne. También había intentado asfixiarlo, pero aquello fue incluso una peor idea, y estuvo varias semanas convaleciéndose de sus heridas.
Mientras pensaba en lo que podría hacer, el dragón abrió los ojos y clavó su mirada en el chico, como si supiese perfectamente que estaba allí. Se miraron con intensidad, azul contra azul, durante unos largos segundos.
—Johann —dijo el dragón en un tono de voz muy serio.
El chico no le respondió. Aún no tenía claro qué hacer, pero había llegado hasta allí y tenía que aprovechar esa oportunidad. Se armó de valor y saltó hacia él con la espada en ristre.
El dragón se levantó de un rápido movimiento y lo esquivó con facilidad.
—¿Ya estás otra vez con lo del dragón? —preguntó el dragón.
—¡Muere! —gritó el chico abalanzándose de nuevo sobre él.
Consiguió acertarle con la espada en la cabeza, pero igual que en las otras ocasiones la hoja no llegó a atravesar las duras escamas.
—La última vez mamá te castigó por intentar ahogarme, ¿es que no aprendes?
A la desesperada descargó rápidos golpes contra la cabeza y la espalda del dragón, pero eso tan solo lo hizo enfurecer más aún.
—¡Déjame tranquilo, enano! ¡Vete a jugar con Nina! Para eso te compraron el conejo —bramó el dragón.
Las aletas de la nariz del animal comenzaron a hacerse más grandes, se volvieron de un color azul oscuro y las chispas se arremolinaron a su alrededor. El chico lo vio venir, pero no tuvo tiempo de prepararse o de huir y las llamas le dieron de lleno.
El dragón había vuelto a vencerle, otra vez.
El casco que llevaba era muy viejo y tenía muchas mellas, pero era mejor que nada. Tomó el escudo, que también había visto mejores épocas, y desenvainó su espada.
—Vamos, Nina —le dijo a su fiel acompañante, un rollizo corcel marrón de orejas muy grandes.
Se adentraron varios metros en la cueva. El interior olía a humedad y a quemado y solo se oían los fuertes ronquidos de su morador. En cuanto pusieron un pie en el interior el dragón gruñó con fuerza y Nina salió huyendo al instante.
—Cobarde —murmuró el chico en voz baja.
Tomó aire un par de veces y comenzó a andar despacio procurando no hacer mucho ruido. Llevaba semanas intentado acabar con el dragón y eran pocas las veces en las que podía sorprenderlo mientras dormía. Tenía que aprovechar esa oportunidad.
El animal estaba tumbado en la parte más alta de la cueva, encima de una piedra recubierta por ramas, hojas, paja y los huesos de sus últimas comidas. Respiraba con calma y cada vez que el aire salía de sus fauces, una pequeña llamita azul iluminaba la estancia.
El chico avanzó despacio, en los últimos días se había adentrado en la guarida del dragón en multitud de ocasiones y se conocía la cueva casi a la perfección. Los primeros metros estaban llenos de agujeros, que dificultaban el paso e impedían que un grupo grande avanzase en formación, tan solo se podía pasar de uno en uno y con la espalda pegada a la pared.
El ruido que el propio dragón hacía cubría sus pasos, pero no se quiso confiar. No era la primera que intentaba sorprenderlo con la guardia baja, pero hasta ese entonces solo había conseguido llegar hasta él en muy pocas ocasiones. Tenía un oído muy fino y el más leve ruido lo despertaba.
Cuando atravesó el suelo con agujeros rodeó varias rocas el doble de grandes que él y saltó un pequeño riachuelo que corría por mitad de la cueva. Al aterrizar al otro lado el escudo se le resbaló de las manos y cayó al suelo con un golpe seco. Durante unos segundos el dragón dejó de roncar y se removió inquieto dentro de su sueño. El chico temió haberlo despertado y permaneció quieto, alerta a cada uno de sus movimientos. No había ningún sitio donde esconderse. Si se despertaba en ese momento solo le quedaba correr todo lo que pudiese y escapar de allí, esperaba que de una sola pieza. Contuvo el aliento hasta que la respiración del temible dragón volvió a acompasarse.
Suspiró aliviado y avanzó de nuevo. Solo tenía que recorrer unos pocos metros para llegar a la piedra en la que estaba tumbado.
Miró a su alrededor y pensó cuál debería ser su siguiente movimiento. No era la primera vez que llegaba hasta allí, pero ninguno de sus intentos anteriores había tenido éxito. Había probado a saltar encima de él y clavarle la espada, pero sus escamas eran demasiado duras y el acero nunca podía llegar a la carne. También había intentado asfixiarlo, pero aquello fue incluso una peor idea, y estuvo varias semanas convaleciéndose de sus heridas.
Mientras pensaba en lo que podría hacer, el dragón abrió los ojos y clavó su mirada en el chico, como si supiese perfectamente que estaba allí. Se miraron con intensidad, azul contra azul, durante unos largos segundos.
—Johann —dijo el dragón en un tono de voz muy serio.
El chico no le respondió. Aún no tenía claro qué hacer, pero había llegado hasta allí y tenía que aprovechar esa oportunidad. Se armó de valor y saltó hacia él con la espada en ristre.
El dragón se levantó de un rápido movimiento y lo esquivó con facilidad.
—¿Ya estás otra vez con lo del dragón? —preguntó el dragón.
—¡Muere! —gritó el chico abalanzándose de nuevo sobre él.
Consiguió acertarle con la espada en la cabeza, pero igual que en las otras ocasiones la hoja no llegó a atravesar las duras escamas.
—La última vez mamá te castigó por intentar ahogarme, ¿es que no aprendes?
A la desesperada descargó rápidos golpes contra la cabeza y la espalda del dragón, pero eso tan solo lo hizo enfurecer más aún.
—¡Déjame tranquilo, enano! ¡Vete a jugar con Nina! Para eso te compraron el conejo —bramó el dragón.
Las aletas de la nariz del animal comenzaron a hacerse más grandes, se volvieron de un color azul oscuro y las chispas se arremolinaron a su alrededor. El chico lo vio venir, pero no tuvo tiempo de prepararse o de huir y las llamas le dieron de lleno.
El dragón había vuelto a vencerle, otra vez.
Este relato participa en el taller de "Móntame una escena" del mes de mayo, de la página Literautas.
La premisa que nos daban es que debe de suceder dentro de un lugar llamado la cueva del dragón.
¿Qué os ha parecido que era el chico? ¿Y el dragón? ¿Es de verdad un ser mitológico?
¡Contadme vuestras impresiones!
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