El poeta siempre llegaba un poco antes del amanecer; cuando los gallos aún dormían. Se sentaba en el poyete de la ventana de la casa del alcalde, sacaba sus escritos y esperaba a que su audiencia apareciese.
Lo que no sabía es que desde que entraba en la ciudad un chiquillo le seguía los pasos. Todos los días esperaba su llegada desde la puerta sur, y sin que lo viese, lo acompañaba por los vacios callejones hasta la plaza de la ciudad.
Al principio aprovechaba que los espectadores estaban distraídos con los versos que el poeta recitaba para robar alguna que otra moneda de las bolsas de los descuidados oyentes. Pero con el paso de los días comenzó a apreciar la belleza de las palabras. Había estrofas que el poeta repetía todos los días y el chico se descubrió recitándolos de memoria con él. Incluso cuando el espectáculo ya había acabado, las palabras se mantenían en su cabeza y al final, su asistencia al diario recital no derivaba en ninguna ganancia monetaria.
Cuando el poeta llegaba a la plaza esperaba a que alguien se sentase y luego lo hacía él. Siempre en primera fila para no perderse ninguna de sus palabras. Pasaba el día entero allí y cuando el espectáculo acababa se levantaba con el eco de la última estrofa aún resonando en sus oídos. Luego sacudía la cabeza y se obligaba a centrarse. Todos los días se reprendía por quedarse escuchándolo embelesado durante tanto tiempo; aquello no le haría sobrevivir hasta el día siguiente. En cambio, las manzanas que había dejado una señora al lado del puesto de ungüentos o el sedoso pañuelo de aquella dama de la corte, sí que lo harían. Sin embargo, cuando el poeta hablaba ninguna otra cosa importaba.
Hacia un rato que el espectáculo había terminado y la plaza estaba casi vacía; aquel día no encontraría nada de valor allí. Las tripas le rugían y decidió ir a la taberna que había cerca del puerto. A esas horas los marineros ya habrían terminado la jornada y era probable que alguno estuviese lo suficientemente borracho como para dejar su bolsa sin mucha vigilancia.
Sabía que lo que hacía estaba mal y que si lo pillaban, nadie tendría piedad de un chico de nueve años. Le aplicarían el mismo castigo que a todos los demás ladrones y le cortarían la mano. Pero no tenía otra forma de sobrevivir. Estaba solo en el mundo, sus padres habían muerto en el invierno pasado y no tenía ningún pariente que le pudiese mantener.
Bajó la calle en dirección al puerto recitando las primeras estrofas de un nuevo poema. Nunca antes lo había escuchado, pero el poeta había dicho que pertenecía a un autor muy conocido en la capital, aunque él nunca había oído hablar de él. Algunas veces lo envidiaba por poder leer aquellas bellas palabras, por poder descubrir por sí mismo los secretos que esos poemas escondían. A él nunca le habían enseñado a leer y no podía reconocer ni las letras de su propio nombre.
No entró en la taberna, nunca lo hacía, uno niño solo llamaría mucho la atención. Siempre se quedaba por los alrededores, escondido entre las sombras esperando su oportunidad, y esta no tardó en llegar.
Unos metros más allá un hombre dormía en el suelo. Los ronquidos y el olor del ron le llegaban desde allí. Se acercó con cuidado, le golpeó una pierna y al ver que no despertaba se agachó sobre él. Alargó la mano para abrirle la pechera y descubrir qué escondía en el bolsillo interior, cuando alguien le tomó con fuerza de la camisa.
Levantó la vista asustado al saberse pillado y sus ojos se encontraron con la familiar cara del poeta. La expresión del hombre era severa, mas cuando le reconoció, lo miró sorprendido. Era imposible que no recordase la cara mugrosa de ese niño que, día tras día, se sentaba durante horas delante de él y lo mira extasiado.
Los ojos del poeta temblaron de indecisión y los dos se observaron durante unos interminables segundos. El chico veía las dudas en la cara del hombre. ¿Lo delataría? ¿Lo dejaría ir?
Los vieron a la vez, una patrulla de la guardia de la ciudad se acercaba a ellos. El chico se intentó zafar del agarre, pero sus intentos fueron en vano.
—¿Todo bien? —preguntó uno de los oficiales al llegar.
El chico retuvo el aire y esperó la respuesta del poeta. Sabía que su destino estaba en manos de ese hombre al que tanto admiraba, pero por una vez, la expectación a que comenzase a hablar no le causaba emoción, sino miedo.
Este relato participó en el Taller de #escritura nº51 del blog Literautas.
Las reglas eran que tenía que tener 750 palabras como máximo, el título debía de ser “El poeta” y el protagonista tenía que ser un niño.
¿Qué os ha parecido? ¿Qué esperáis que haga el poeta?
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¡Un saludo!
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