El cuchillo llevaba expuesto en
ese museo desde hacía muchos años. Era una auténtica reliquia, aunque el tiempo
había vuelto el filo romo, y el agua lo había oxidado.
Cuando la gente pasaba por la
vidriera en la que estaba expuesto, algunos seguían caminando sin prestarle
atención y no se fijaban ni en las mellas ni en las pequeñas grietas que
presentaba la hoja. Otros, en cambio, se paraban durante unos segundos y se
preguntaban a quién habría pertenecido y qué habría sido de su dueño.
Y si ese cuchillo pudiese hablar
les habría llenado los oídos de historias de peligro, valor, miedo, esclavitud,
amor, libertad y sangre.
No tenía nombre, no era una
espada, y no había pertenecido a ningún personaje famoso, al menos en la
actualidad. Pero hacía muchos, muchos siglos, cuando su filo era letal, el
hombre que lo portaba era temido y amado a partes iguales.
Un hombre libre, un campesino, un
guerrero, un esclavo, un gladiador.
*
Aquella noche Segimer se despertó
con la respiración acelerada. Había vuelto a revivir aquel fatídico día, esa
batalla en la que fueron masacrados y que los condenó a todos.
En un principio, tanto él como todos
sus compañeros fueron enviados a una cantera de piedras dentro de los limes del Imperio Romano, pero unas
semanas más tarde, un lanista llegó y volvió a darle un giro a su vida.
—¿Estos son los más nuevos?
—preguntó el hombre lanzándole al jefe de la cantera una mirada escéptica.
—Así es, señor.
—No son muchos.
—Los últimos no llegaron en muy
buenas condiciones, y estos son los únicos que han sobrevivido —respondió encogiéndose
de hombros.
El lanista vestía la túnica más
elegante que Segimer hubiese visto jamás, iba bien arreglado, afeitado y
perfumado. Cuando pasó por su lado, el olor le hizo arrugar la nariz. «¿Y esto
es un hombre? », se preguntó.
Gnaeus Lucius, que era el nombre
del lanista, había ordenado que todos los hombres que habían llegado en las
últimas semanas a la cantera se colocasen en una fila. Y allí estaban los diez,
de pie, esperando, dejándose evaluar por ese hombre que decidiría su futuro.
Segimer no sabía muy bien qué era
mejor, si quedarse allí y picar piedra hasta morir de cansancio, o que el
lanista se lo llevase. Había oído hablar de esos hombres y de a lo que se dedicaban:
el entrenamiento de gladiadores, y no estaba seguro de cuál de las dos opciones
era mejor.
Pero Segimer no tenía ningún
derecho a opinar sobre lo que pasase a continuación con su vida, y tan solo le
quedaba esperar.
Gnaeus Lucius estuvo evaluándolos
uno a uno durante varios minutos. Palpó sus cuerpos, cubiertos con una pequeña
tela que a duras penas les cubría la entrepierna, les hizo abrir la boca y les
miró las muelas, las manos y los pies.
—Me quedo con estos tres —dijo
señalando a Segimer y otros dos hombres.
Se acercó al jefe de la cantera y
le entregó una pequeña bolsa de tela. El hombre la abrió y le dedicó una mirada
disgustada.
—Esto es menos de lo acordado.
—Uno de ellos va a necesitar que
le quiten una muela. Eso será costoso —respondió Gnaeus Lucius.
—Ese es tu problema. No te lo
lleves si no quieres, pero a mí dame lo que me corresponde —dijo el cantero
colocándose delante del lanista e impidiéndole pasar.
Se mantuvieron la mirada durante
unos segundos hasta que Gnaeus Lucius sacó de una bolsa que llevaba colgada al
cinturón una pequeña moneda.
—Cuando vayas a la ciudad avísame
y te mandaré a Augusta.
El cantero dudó unos instantes,
pero al final tomó la moneda y aceptó la propuesta.
—Vamos —les ordenó a los tres
esclavos. Los hizo subir a un pequeño carromato tirado por dos caballos y le
indicó al conductor que se pusiese en marcha.
Segimer le echó un último vistazo
a la cantera. No dejaba ningún amigo atrás, nadie querido, tan solo unos
cuantos conocidos. Pero aun así se preguntó si volvería a verlos.
El carromato siguió un sinuoso
camino hasta que llegó a la ciudad más grande que Segimer hubiese visto jamás. Hasta
ese entonces tan solo había vivido en pequeñas aldeas donde todo el mundo se
conocía, pero en aquel lugar la gente andaba sin saludarse.
Recorrieron unas cuantas calles
hasta que llegaron a un gran edificio de puertas de madera. Al verlos llegar
alguien abrió el portón y el carromato entró a un amplio patio.
—¡Marcus! —llamó el lanista al
bajar del carromato.
Unos minutos más tarde llegó un
hombre rubio y fornido. Tenía el pelo recogido en una alta coleta, vestía unos
ligeros pantalones y del cinturón le colgaba un cuchillo.
—¿Señor?
—Estos son los nuevos —dijo
Gnaeus Lucius al verlo llegar. Se giró hacia el hombre que había a la izquierda
de Segimer y le señaló con el dedo—. Valerius tendrá que echarle un vistazo a
este, tiene una muela destrozada. Los otros llévatelos con el resto y ponlos
pronto a prueba. No queremos que nos vuelva a pasar otra vez como con Amyntas.
—Entendido, señor.
Sin decir nada más el lanista
entró en el edificio y Marcus se acercó a los recién llegados.
—¿Alguno sabe luchar? —dijo
colocándose delante de ellos.
Los tres asintieron y Marcus les
lanzó una seria mirada.
—¿A qué os dedicabais antes de
ser esclavos?
—Yo era pescador —dijo el hombre
que se encontraba más a la izquierda.
—Yo siempre he sido guerrero
—respondió el de la derecha irguiéndose orgulloso.
Segimer recordaba su cara.
Pertenecían al mismo pueblo y aunque no lo conocía mucho, se acordaba de que
los dos habían luchado, y perdido, en la misma batalla.
—Ya lo veremos —respondió Marcus
con una ligera sonrisa en los labios—. ¿Y tú?
—Yo era campesino, señor —respondió
Segimer.
—Esta tarde participaréis en el
entrenamiento vespertino. Si hacéis un buen trabajo dejaréis vuestras vidas
atrás. Seréis esclavos, sí, pero seréis gladiadores—. Su tono de voz se hizo
más bajo cuando pronunció la última palabra. Como si el hecho de ser
considerado un gladiador fuese un verdadero honor.
Los guió al interior del
edificio, un lugar amplio, de suelos limpios y paredes adornadas con unas singulares
pinturas. Dejaron a uno de los hombres en manos de Valerius y continuaron
andando hasta que llegaron al ala sur del recinto. Sus nuevas dependencias.
—Hasta que no luchéis por primera
vez en la arena dormiréis en la sala común —dijo señalando una enorme
habitación con varios camastros—. Si sobrevivís a vuestro primer combate
obtendréis una habitación para vosotros solos. Y si ganáis más de veinte podréis
mudaros al ala oeste. Pero no adelantemos acontecimientos. —Les miró con
seriedad durante unos segundos, evaluándolos—. Los baños están a la derecha,
visitadlos, lo necesitáis. Y luego id a las cocinas. Pero no comáis mucho o lo
devolveréis todo en el entrenamiento.
Hizo una corta pausa y los miró
de arriba abajo por última vez.
—Daos prisa.
Se marchó y los dos hombres se
dirigieron en silencio hacia los baños. Al verlos, Segimer se quedó
impresionado por su belleza. Había oído hablar de los lujos de los baños
romanos, pero lo que allí se encontró lo dejó anonadado. Y eso que tan solo
eran los más humildes de toda la casa.
Una joven muchacha apareció por
una pequeña puerta y les indicó que se metiesen dentro. Cuando el agua los
cubrió por completo lanzaron unos satisfechos suspiros al aire. Hacía ya mucho
tiempo que ninguno de los dos se había dado un baño, y jamás uno como ese.
Al acabar, la muchacha les dio
sus nuevas ropas: una especie de taparrabos que tan solo cubría lo justo y unas
sandalias. Luego les enseñó el camino para llegar a las cocinas. Segimer quiso
entablar conversación con su compañero, pero el hombre respondió a sus intentos
con escuetas respuestas, y al final terminó desistiendo.
Comieron unas frutas, que ninguno
de los dos había visto nunca, y un trozo de pan. Luego regresaron al ala sur y
buscaron un camastro libre. En la habitación había unos cuantos hombres, pero
ninguno se acercó a ellos.
Segimer se tumbó en la cama más
cómoda que había tenido nunca, cerró los ojos y sonrió con satisfacción. «Igual
esto de ser gladiador no está tan mal», pensó.
Se quedó dormido al instante y la
voz de Marcus lo hizo despertarse varias horas más tarde. Todos los hombres se
dirigieron al patio y Segimer se sorprendió por la cantidad de luchadores que
había. Nunca había aprendido a contar números tan altos, pero le parecieron que
podría ser un pequeño ejército. En realidad eran ochenta y cuatro.
Los dividieron en varios grupos
según habilidades, técnica y estilo. A los de su grupo los pusieron en parejas,
les entregaron un pesado escudo de madera y una espada del mismo material.
—Demostradme de lo que sois
capaces —dijo Marcus dando inicio al entrenamiento.
A Segimer nunca le entusiasmó la
lucha, pero no era malo con la espada. La necesidad y la supervivencia le
habían hecho fuerte, y lo demostró en aquel patio.
Se movía con rapidez alrededor de
su contrincante, otro gladiador que aún no había pisado la arena, y estuvo a
punto de desarmarle en varias ocasiones. La mirada de aprobación que Marcus le
dedicó le hizo sentirse orgulloso, aunque también le desconcentró, y la hoja de
madera de su oponente se estrelló con fuerza sobre su cabeza.
El otro hombre con el que Segimer
había llegado demostró que, como bien había dicho, era un guerrero. Luchaba con
agresividad, y su compañero quedó fuera de combate a los pocos minutos. Dos
hombres más lo reemplazaron, pero corrieron la misma suerte.
Marcus se acercó a él y tomó las
espadas de los dos caídos.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó
colocándose justo delante.
—Comio.
Marcus asintió y con una espada
en cada mano se lanzó en su dirección. Era mucho más rápido que lo que su corpulencia
hacía imaginar y Comio tuvo que protegerse con el escudo para evitar ser
alcanzado. Mas no por ello se dejó amilanar, contraatacó con fuerza y con la
misma agresividad que había demostrado en sus otros combates. Sin embargo,
aquel oponente no era tan inexperto como los anteriores, y Marcus hizo con
Comio lo que quiso.
Utilizó la propia potencia de los
ataques en su contra, lo hizo girar, dar vueltas y caer al suelo en muchísimas
ocasiones. Ninguno de los ataques de Comio se acercaban ni un poco a su
objetivo, y aquello lo frustró. Le hizo dejar de razonar y comenzó a atacar sin
sentido, sin pensar en cubrirse o defenderse, y acabó con el cuerpo lleno de
magulladuras.
—Tienes fuerza y coraje, eso te
lo reconozco —dijo Marcus dando la pelea por terminada—. Pero tienes que
aprender a controlar tus emociones, y tendrás que aprender mucha técnica de
lucha si quieres sobrevivir a más de cuatro peleas en la arena.
Luego se dio la vuelta y dejó a
Comio resollando en el suelo.
El entrenamiento duró varias
horas. Segimer sentía que los músculos le ardían y no estaba seguro de si
podría mantenerse en pie durante mucho tiempo más.
Cuando Marcus indicó el final
suspiró aliviado.
Gnaeus Lucius había presenciado
todo el entrenamiento y cuando los luchadores se fueron retirando, Marcus y él
se acercaron a Segimer y a Comio.
—¿Qué opinas, Marcus? ¿Servirán?
—Sí, señor. Creo que podremos
hacer algo con ellos —respondió mirándolos con una pequeña sonrisa en los
labios.
—Perfecto —dijo el lanista. Les
puso una mano encima de los hombros y les sonrió—. Bienvenidos al ludus. Espero grandes cosas de vosotros,
así que no me defraudéis.
Le dedicó una mirada complacida a
Marcus y se marchó.
—Tendréis que trabajar mucho. Pero
si lo hacéis bien podréis llevar una buena vida. Quizá incluso mejor que la que
teníais antes —dijo Marcus.
Los llevó de regreso a su ala del
recinto y los mandó a los baños. Segimer lo miró incrédulo.
—A Gnaeus Lucius no le gusta el
olor a sudor —dijo encogiéndose de hombros.
Segimer asintió y se metió en los
baños. No es que tuviese ninguna queja, se podría acostumbrar rápidamente a
eso, el agua le relajaba, pero a lo largo de su vida pocas veces se había
bañado más de dos veces a la semana y jamás dos en un mismo día.
Cuando regresaron a la
habitación, las esclavas del ludus
habían colocado una enorme cantidad de frutas y tazones de cereales en el
centro de la misma y Segimer comió hasta casi reventar.
Luego se tumbó en una cama vacía.
Aun sentía los músculos de su cuerpo quejarse por el intenso trabajo de aquella
tarde, pero le gustaba esa sensación. Tenía un techo sobre su cabeza, estaba
limpio y más saciado de lo que lo había estado en mucho tiempo.
—Sí, definitivamente podría
acostumbrarme a esto.
*
Las semanas pasaron, y Segimer
cada vez se sentía más a gusto en el ludus.
Había hecho unos cuantos amigos, todos novatos, igual que él. Aunque, de alguna
manera, el hombre que más le había impresionado fue Marcus. Era un instructor
muy exigente. No permitía la holgazanería y los fallos se pagaban, pues en la
arena un error podía ser mortal. Él mismo lo sabía. Segimer se enteró que hasta
hacía apenas unos años había sido gladiador, y uno de los mejores. Había
llegado a conseguir un rudis, pero
por alguna razón había preferido quedarse allí, y Gnaeus Lucius le permitió
quedarse en el ludus como instructor
de las siguientes estrellas bajo su propiedad.
Segimer sabía que era un esclavo,
sin embargo, la vida de gladiador tampoco era tan mala. Tenían más lujos que
muchos romanos y cuando un luchador se volvía famoso, también obtenía el cariño
y el calor del público. Eso le entusiasmaba. Esperaba con ansias su estreno en
la arena, enseñarle al mundo lo que tenía que ofrecer, y quién sabe si, en un
futuro, podría hacerse con la libertad.
Comio ya había debutado, y lo
había hecho entre los gritos entusiasmados de los espectadores. La gente se
había vuelto loca con su agresividad, y gracias al duro entrenamiento de
Marcus, había conseguido mantener sus emociones bajo control. Y aquello hizo de
él un magnífico gladiador. De momento solo había disputado tres combates, pero
había arrasado en todos ellos.
Segimer estaba ansioso por saltar
a la arena, aunque también sentía miedo, pues no todos los novatos regresaban
enteros, algunos ni siquiera lo hacían.
Estaba tumbado en su cama después
del entrenamiento matinal cuando Marcus le sacó de su duermevela.
—Dentro de cinco días habrá
torneo —dijo sentándose en su cama. Segimer abrió los ojos y lo escuchó
expectante—. Gnaeus Lucius y yo hemos decidido que será el momento de tu debut.
¿Estás listo?
Segimer asintió con entusiasmo. ¡Al
fin!
*
Los cinco días pasaron mucho más
rápido de lo que esperaba, y cuando se quiso dar cuenta estaba bajando del
carromato que lo llevaba al anfiteatro. Marcus iba a su lado y lo guió por los
pasillos hasta una pequeña sala.
Llevaba todo su equipamiento
consigo, habían decidido que el tipo de lucha de los gladiadores tracios era el
que mejor se adaptaba a él, y se había especializado en ese tipo de combate.
Igual que Marcus lo fue en su momento.
Desde la habitación en la que se
encontraban se escuchaban los gritos de los espectadores. El torneo ya había
empezado y la sangre corría por la arena.
—Tranquilízate —le dijo Marcus
colocando las manos encima de sus piernas. Segimer no dejaba de moverlas en un
rápido movimiento de arriba abajo. Lo obligó a mirarle a la cara y le sonrió—.
Si pensase que no estás preparado no estarías aquí.
Segimer asintió, pero nada de lo
que Marcus le dijese en aquel momento podría hacer desaparecer su ansiedad.
Estaba a unos pocos minutos de vérselas con la muerte. Una vez más, igual que en
el campo de batalla, pero esta vez sería un uno contra uno, y habría cientos de
personas mirando.
—¿Estás listo, chico? —dijo de
pronto Gnaeus Lucius entrando en la habitación.
Segimer asintió. El lanista le
agarró la cara con las manos y juntó sus frentes.
—Dales lo que quieren. Enséñales
de qué están hechos los gladiadores de Gnaneus Lucius.
—Sí, señor —respondió
levantándose de la silla.
Los tres abandonaron la estancia,
el lanista se dirigió hacia el palco y Marcus acompañó a Segimer hasta la
puerta que daba acceso a la arena.
—Tu oponente es un reciario.
¿Recuerdas sus puntos fuertes y débiles?
Pero Segimer había dejado de
escuchar. Tenía la vista fija en la puerta que se erguía, imponente, delante de
él. En el suelo había pequeños charcos de barro rojo y el olor de la sangre
inundaba todo el lugar.
Los gritos se escuchaban más
fuertes desde allí, y en ese momento la poca seguridad que tenía en sí mismo se
esfumó. Estaba ansioso, sí, pero de salir de allí. Si hubiese podido, habría
echado a correr y se habría alejado todo lo posible de aquel anfiteatro.
—¡Segimer! —gritó Marcus
haciéndole regresar a la realidad—. Ya no hay marcha atrás, así que, ¡concéntrate!
No tienes que morir ahí fuera, no todos lo hacen, pero si no estás atento
perderás la cabeza en un segundo.
Le pegó varios golpes en las
mejillas hasta que lo hizo reaccionar.
—Concéntrate. Reciarios. Puntos
fuertes y débiles.
Segimer recitó de memoria lo que
había aprendido acerca de esos gladiadores, pero lo hizo casi de manera
automática, sin ser muy consciente de lo que decía. Cuando terminó Marcus no
estaba del todo conforme con ello, pero los gritos de júbilo del público le
indicaron que el combate acababa de terminar.
—Que los dioses te protejan —dijo
dándole un casto beso en la frente.
Unos minutos más tarde la puerta
se abrió dando paso a un mirmillón con el escudo destrozado y una horrible
herida en el estómago. Detrás de él dejó un largo reguero de sangre y aquello
solo hizo que el miedo de Segimer creciese.
De pronto, un fuerte golpe en el
pecho seguido de un dolor agudo, hizo que Segimer regresase a la realidad.
Marcus le había golpeado con el mango de su sica
haciéndole una pequeña herida. Aquello le hizo regresar a la realidad, y cuando
sus miradas se encontraron, Segimer le miró agradecido.
Se puso el casco, tomó el escudo
con la mano izquierda, la espada con la derecha, respiró hondo y se adentró en
la arena.
—Fortuna porcurum, y que nos volvamos a ver —dijo Marcus antes de
cerrar la puerta.
Era la primera vez que Segimer
pisaba una arena, y los gritos de los espectadores le llenaron los oídos. Se
dirigió al centro del círculo y al otro lado vio a su oponente. Un hombre
enorme, un gladiador experimentado con una red en una mano y un tridente en la
otra. Ahí estaba el reciario. Tragó saliva con fuerza y se obligó a alejar los
ojos de él. Aún quedaban unos minutos para que el combate empezase.
Cuando los dos llegaron al centro
se giraron hacia el palco. A la izquierda del senador vio a su lanista, tenía
una mirada expectante, pero parecía confiado. Y eso le tranquilizó un poco. Saludaron
a los nobles, se saludaron entre ellos, y entonces comenzó el espectáculo.
En cuanto Segimer esquivó el
primer ataque del reciario todo el nerviosismo desapareció. No luchaba por su
vida, al menos no al cien por cien, pero aun así debía de aplicarse a fondo.
Tenía que demostrar lo que valía y ganarse el cariño del público.
Atacaba y se defendía con su sica y su parmula como Marcus le había enseñado. Los reciarios eran oponentes
de medio alcance, y por lo general no se encontraban cómodos en las distancias
cortas. Esa tendría que ser su ventaja, pero aquello era muy fácil de decir y
un tanto más complicado de hacer, pues había que atreverse a acortar ese
espacio.
Esquivó la red que volaba en su
dirección con una extrema precisión y contraatacó con un rápido giro. El
reciario se defendió con el mango del tridente, pero su defensa no fue
demasiado buena y Segimer dio gracias porque, en ese caso la teoría había
acertado, no era bueno en las distancias cortas.
Estuvieron danzando uno alrededor
del otro durante varios minutos. Segimer había dejado de escuchar los alaridos
del público, tan solo los oía como murmullos de fondo, y se concentró en su
oponente. Intentó mantenerse cerca de él, pero el reciario se lo puso muy
difícil. Era un hombre rápido y con buenos reflejos, y siempre conseguía salir
del alcance de su corta espada, aunque fuese en el último segundo.
Los dos se encontraban jadeantes.
Segimer comenzó a impacientarse, y al final fue la experiencia la que decidió
la batalla. El reciario mantuvo la concentración el tiempo suficiente como para
agotar a su oponente, tanto física como mentalmente, y en una mala finta y una
peor defensa, Segimer acabó bajo la red con el tridente pegado al cuello.
En ese momento la muchedumbre
enloqueció y el senador dio la lucha por concluida. El reciario le dejó libre y
le dio la mano para ayudarlo a levantarse.
—Aun te falta mucho por aprender
—le dijo tirando de él con fuerza—, pero has luchado bien.
Los dos gladiadores se
despidieron de la audiencia y se encaminaron hacia sus respectivas puertas.
Segimer lo hizo cojeando, tenía una herida bastante fea en la pierna, aparte de
innumerables cortes por todo el cuerpo.
Cuando la puerta se abrió, la
sonrisa de Marcus le recibió.
—Bien hecho, chico. Bien hecho
—le dijo poniendo las manos sobre sus hombros.
Segimer correspondió a su sonrisa y, dejándose
llevar por la emoción del momento, se abrazó a su compañero.
—Lo he hecho. He sobrevivido
—dijo en un susurro.
—Enhorabuena —respondió Marcus pasando
sus brazos alrededor de su cuerpo.
*
Aquella primera victoria elevó la
categoría de Segimer dentro del ludus
y, como Marcus había prometido, pasó a tener una habitación para él solo.
Esa noche, cuando se tumbó por
primera vez en su nuevo camastro, las imágenes del combate pasaron de nuevo por
su cabeza. Lo revivió todo: el miedo y la angustia del inicio; la adrenalina de
la lucha; el dolor intermitente del momento y constante del ahora; la decepción
ante la derrota; la alegría de seguir vivo y la satisfacción por los elogios de
Marcus.
El debut en la arena no solo le
trajo una mejor alcoba, sino que le permitió formar parte de las fiestas que se
organizaban en el ludus. Cuando asistió
a la primera de ellas aún no había conseguido ninguna victoria, por lo que
ninguno de los invitados se interesó mucho en él. Tan solo recibió un par de
caricias, un trago de vino y unas cuantas miradas lujuriosas.
Pero tras la primera victoria
todo cambió.
A los romanos les gustaba el vino
y lo bebían sin mesura. Eso les hacía desinhibirse y mezclarse con el resto sin
ningún tipo de vergüenza o pudor. A pesar de su juventud, Segimer ya sabía lo
que era dejarse llevar por los deseos del cuerpo y disfrutar de la compañía de
otra persona, pero lo que vivió allí fue algo que nunca llegó a imaginarse.
Venus, Baco y Cupido eran los dioses más venerados en aquellas fiestas y
Segimer no pudo evitar sonrojarse al verlo por primera vez.
Estaba de pie, en medio de la
sala sin saber muy bien adónde mirar, cuando Gnaeus Lucius llegó acompañado de
una pareja.
—¿Lo queréis a él? —dijo el
lanista señalándolo.
—Sí —respondió el hombre
lanzándole una mirada apreciativa.
La mujer se acercó a Segimer y
pasó los dedos por su torso. Le miró con picardía y asintió con la cabeza.
—Cinco denarios —le dijo el
hombre a Gnaeus Lucius.
—Diez.
El hombre bufó y negó con la
cabeza.
—¿Diez denarios por este crío? Si
es posible que la única teta que haya tenido en la boca haya sido la de su
madre.
—Pues parece que tu esposa está
impaciente por introducirle la suya —dijo el lanista señalando a la mujer que
miraba con ardor el cuerpo del gladiador.
Segimer no podía creerse que
aquello estuviese pasando. ¿Acaso le iban a vender como a una simple
prostituta?
—Siete denarios —dijo el hombre.
—Ocho —replicó el lanista.
—Está bien.
Los dos hombres se dieron la mano
y Gnaeus Lucius los guió hasta una pequeña habitación separada del resto de la
sala por una fina cortina. Antes de marcharse se acercó a Segimer.
—No pongas esa cara, solo será
por esta noche —le dijo al oído—. Disfruta de otro de los privilegios de los
gladiadores y haz honor a este ludus.
Le empujó al interior y corrió la
cortina.
Segimer se quedó mirando a la
pareja sin saber qué hacer. Nunca había estado con dos personas a la vez, y
jamás lo hizo con una mujer. Pero tras cuatro vasos de vino y muchas caricias,
el deseo fluyó sin importar quién estuviese debajo, o encima de él.
*
El tiempo pasó entre días de duro
entrenamiento, jornadas de torneos, semanas convalecientes y noches de lujuria.
Segimer estaba a punto de llegar
a la decena de victorias, se había empezado a labrar un nombre entre el público
y los espectadores gritaban emocionados al verlo aparecer en la arena. E
irremediablemente, la soberbia le pudo.
Un nuevo grupo de reclutas había
llegado, y no pudo evitar exhibirse delante de ellos. No era su intención
humillarlos, o sí, pero, sin duda, lo que ocurrió a continuación no estaba en
sus planes.
—Parece que la arrogancia habla
por ti, chico —dijo Marcus acercándose a él.
La mirada que le dedicó le hizo acoquinó
al momento. Lo había visto luchar en alguna ocasión, y su fuerza y rapidez le
habían dejado impresionado.
—Marcus, señor, yo… No… Verá
—comenzó a disculparse.
—Coge una espada de entrenamiento
y enséñame eso de lo que tanto presumes.
—Yo… no… —dijo con los ojos fijos
en el suelo sin ser capaz de moverse del sitio.
—No me lo hagas repetir otra vez
—ordenó Marcus acercándose tanto a él que sus cuerpos se pegaron—. ¿O prefieres
que sea con armas de verdad?
De un rápido movimiento
desenvainó el cuchillo que siempre llevaba colgado del cinturón y lo colocó en
la garganta de Segimer. El chico sintió el filo cortante sobre su piel, tragó
saliva con fuerza y miró a Marcus asustado.
No le quedaba más remedio que
obedecer, así que cogió una espada de entrenamiento y se puso en guardia. Fue
la pelea más humillante de su vida. Mucho más que su primera vez en la arena. Y
si no hubiese sido porque las espadas eran de madera, habría muerto una decena
de veces antes de que Marcus diese la lección por terminada.
Cuando acabó con él lo dejó en el
suelo, con la cara llena de sangre y un sin fin de lágrimas luchando por salir.
—Eso no ha sido muy inteligente
—dijo Comio acercándose a él y ayudándole a levantarse del suelo—. Ya sabes lo
que opina Marcus sobre la vanidad.
Segimer se levantó y continuó el
entrenamiento en completo silencio. Evitó cruzar la mirada con Marcus y cuando
acabaron se dirigió directo a su habitación. Tenía una ceja partida, pero el
orgullo le impidió ir a que Valerius le mirase la herida.
Estaba dando vueltas en su cuarto
como un animal furioso cuando alguien abrió la puerta sin llamar. Se giró hacia
allí con la intención de largar a la indeseada visita cuando sus ojos se
encontraron con los de Marcus.
Llevaba una palangana de agua en
una mano, y en la otra un trozo de tela, hilo y aguja.
—Siéntate —le ordenó con
seriedad.
Segimer estuvo a punto de negarse,
de replicar y decirle que se marchase de allí. Pero la mirada de advertencia de
Marcus le hizo callarse y obedecerle. En completo silencio, y con una delicadez
que no se esperaba, Marcus le limpió todas las heridas que él mismo le había
infligido. Le cosió la que tenía en la ceja, y cuando acabó, se levantó sin
decir nada.
—Espera —dijo Segimer antes de
que cerrase la puerta—. He sido un estúpido. Lo siento.
Marcus le miró con dureza, pero
no le respondió. Cerró la puerta y lo dejó solo con sus pensamientos. Segimer
quiso echarse a llorar. No solo por la humillación, sino por la mirada que
Marcus le había dedicado. Lo había visto con claridad: lo había decepcionado, y
aquello le dolió más que todas las heridas juntas.
*
Aquel día volvió a haber una
celebración en el ludus. Segimer ya
se había acostumbrado a ellas y todas las noches alguien solía pagar por su
compañía. Nunca lo admitiría, mucho menos después de lo que había pasado esa
mañana en el entrenamiento, pero los veinticinco dinares que su lanista podía
llegar a regatear por él le hacían sentirse orgulloso.
Sin embargo, aquel día le costó
mucho concentrarse en su nueva compañía. No podía sacarse de la cabeza la
mirada que Marcus le había dedicado, y sin poder evitarlo lo buscó entre la
multitud. Nunca participaba en aquellas fiestas como cualquier otro gladiador,
sino que se quedaba en una esquina, en un segundo plano, velando por que nadie
se sobrepasase.
Segimer estaba haciendo gozar a
su acompañante cuando sus ojos se encontraron con él, y en ese momento su
mirada le asustó. Los ojos de Marcus ardían y se clavaron en los suyos con una
intensidad que le hizo tragar saliva con fuerza. Segimer no tenía ni idea de a
qué venía aquello, pues había algo más que furia en su mirada, algo que no
entendía; Marcus parecía celoso.
El sol ya se encontraba en el
cielo cuando los asistentes a la fiesta comenzaron a abandonaron el ludus. Pero no fue hasta que el último
de ellos se marchó, cuando Segimer pudo abandonar la estancia. Se dio un largo
baño y se dirigió a su habitación.
Estaba tumbado en su cama,
bocarriba, con un brazo apoyado en la frente cuando escuchó la puerta abrirse.
Nadie debería de entrar en su cuarto, y aquello lo puso en alerta. Se irguió en
la cama, pero antes de que hubiese podido ver quién había entrado, el recién
llegado le empujó con fuerza hasta tumbarle de nuevo. La poca luz que entraba
por la ventana le permitió distinguir la silueta de Marcus. Iba a decir algo,
pero el frío del cuchillo en su garganta le hizo callarse al momento.
Marcus estaba sentado encima de
él, con una pierna a cada lado de su cuerpo, y lo miraba con intensidad. Permanecieron
en aquella posición durante unos largos minutos. El filo del cuchillo se adentró
un poco en la carne, mas Segimer no se quejó. Unas gotas de sangre corrieron
por su torso, y ante su asombro, Marcus se inclinó sobre él y las limpió con
sus labios.
Aquello fue el detonante. La
pasión de los dos hombres se desbordó y sus cuerpos chocaron en una intensa
danza que les hizo lanzar suspiros, jadeos y gritos al aire.
*
No sabía cuál de todas las
heridas le dolía más, pero la sangre que le caía por la cara y le tapaba los
ojos era lo que más le molestaba. En ese torneo les habían hecho luchar por
parejas, Comio y Segimer formaban equipo y en esos momentos se enfrentaban a un
oso pardo que les sacaba varias cabezas.
Aquel era el quinto animal, el
último al que deberían vencer. Pero los cuatro anteriores les habían dejado
tantas heridas, que Segimer no estaba seguro de si sobrevivirían.
Comio estaba igual de magullado
que él, y se miraron con miedo en los ojos. ¿Aquello era el fin? ¿Iban a morir
a manos de un animal salvaje? «Eso sería una deshonra para cualquier
gladiador», le decía la mirada de su compañero, y aunque él pensaba lo mismo,
no le quedaban fuerzas para seguir peleando contra aquella bestia.
Miró hacia el palco, Gnaeus
Lucius agarraba el reposabrazos de su silla con tanta intensidad que los
nudillos se le habían vuelto blancos. No había sido su idea hacer combatir a
dos de sus mejores gladiadores contra cinco animales salvajes, aquello había
sido el deseo del senador, y no se pudo negar.
Segimer giró la cabeza hacia la
puerta por la que habían entrado y allí, justo detrás de los barrotes, vio a
Marcus. Su mirada era de preocupación, pero en sus ojos vio que, a pesar de
todo, aún confiaba en él, todavía podían salir vivos, solo era un animal más.
En ese momento su mente viajó al
último torneo. Todos los gladiadores de su ludus
habían conseguido unas victorias aplastantes, y Gnaeus Lucius estaba tan
satisfecho con ellos que les había concedido algo inaudito: un día libre, un
día en el que podrían salir del ludus
y recorrer la ciudad a su antojo.
Algunos gladiadores habían
decidido ir al circo a ver una carrera de cuadrigas. Segimer nunca había asistido
a ninguna, así que se unió a ellos entusiasmado. El espectáculo fue digno de lo
que le habían contado, sin embargo, lo que más le impresionó no fueron ni las
carreras ni los carros, sino el comportamiento de la gente cuando veían a
Marcus. Todos los transeúntes se emocionaban al verlos, no era normal
encontrarse por las calles a los gladiadores, los héroes y orgullo de la ciudad.
Muchos se acercaron a ellos, les tocaron, besaron y… Segimer notó muchas manos
en lugares muy privados. Pero se sentía dichoso por tener el cariño y el calor
del público.
Todos sus compañeros recibieron
el mismo trato que él, todos menos Marcus. Cuando la gente se percataba de su
presencia se quedaban paralizados al momento. Lo admiraban desde lejos y en sus
ojos se aparecía una profunda veneración. Solo unos pocos, muy pocos, se
atrevieron a acercarse a él. Y lo hicieron con tanto respeto como si se
encontrasen delante del mismísimo Emperador. Le decían unas cuantas palabras,
cortas y tartamudeantes, y se alejaban sin atreverse a tocarlo.
Segimer entendía el respeto que
la sola presencia de Marcus inspiraba. A él aún le imponía, y eso que ya había
perdido la cuenta de las veces en las que se había metido en su cama, pero
había algo en su mirada, en su postura, que imponía un profundo respeto.
—No conoces su leyenda, ¿verdad?
—le dijo uno de sus compañeros.
Segimer negó con la cabeza y el
otro hombre le agarró por la espalda acercándole a él.
—Fue gladiador durante más de
cinco años. Luchó en cien combates y jamás dejó de ganar ni uno solo.
—¿Ni siquiera un empate?
—preguntó Segimer estupefacto.
—Ni uno. Cien combates, cien
victorias. Nunca hubo un gladiador mejor que él, y seguramente ninguno podrá
hacerle sombra.
—Sabía que era bueno, pero no
tenía ni idea de que lo fuera tanto.
—Estuvo a punto de ser derrotado
en varias ocasiones, pero nunca se rindió. Aunque pudiese parecer que no había
salida posible, él siguió luchando hasta acabar con todos.
—Recuerdo la vez en la que le
hicieron luchar contra ocho bestias. Yo estaba allí —dijo otro de los
gladiadores que se había acercado a ellos—. Fue épico. Las bestias fueron
cayendo una tras otra. Parecía que ni las garras ni los colmillos le hacían
daño, pero su cuchillo era mortal.
—¿Su cuchillo? —preguntó
Segimer—. Pensaba que luchaba como un tracio.
—Así es, pero nunca llevó sica, tan solo su cuchillo. El mismo que
le cuelga del cinturón.
—¿Mató a todos, ganó los cien
combates, con ese cuchillo?
—Todos ellos.
Y allí, delante de aquel oso, con
los ojos de Marcus clavados en él, Segimer decidió que no podía quedarse atrás
y se lanzó sobre la bestia con las pocas fuerzas que le quedaban.
Comio le siguió y atacaron al
animal desde los dos lados. El oso, sobre sus patas traseras, lucía
terrorífico, lanzaba furioso rugidos y sus zarpazos cortaban el aire. Sus
garras se clavaron varias veces en la carne de los gladiadores, pero al final,
las espadas llegaron al corazón del animal.
Cuando la enorme bestia cayó al
suelo, Segimer y Comio le acompañaron. Las piernas no les aguantaban, estaban
agotados, exhaustos, y, sin importarles la sangre que lo impregnaba todo, se
derrumbaron.
Segimer tenía los ojos cerrados.
Escuchaba su acelerada respiración y los gritos de júbilo del público, estaban
encantados. De pronto, sitió una sombra sobre su cabeza, y cuando abrió los
ojos se encontró con la satisfecha mirada de Marcus.
—Bien hecho, chico —dijo dándole
la mano y ayudándole a levantarse.
—Acabo de matar a un enorme oso
pardo, ¿cuándo vas a dejar de llamarme así? —se quejó Segimer dejándose llevar.
Marcus no respondió, pero lanzó
una divertida risa que le hizo entender que ese momento nunca llegaría.
*
La respiración de Marcus le hacía
cosquillas en la nuca, pero a Segimer no le apetecía nada moverse de allí o
liberarse de su abrazo. Sentía el cuerpo desnudo de su compañero contra su
espalda, y se acercó un poco más a él.
—¿No has tenido suficiente?
—preguntó Marcus con la voz adormilada.
Segimer rió bajito, volteó la
cabeza y le dio un rápido beso en la mejilla. Luego se volvió a girar y se
colocó en la misma posición que estaba antes. Sus ojos recorrieron las paredes
de la habitación de su compañero, y su mirada se encontró con dos objetos que
resaltaban entre las pocas pertenecías de su amigo.
—¿Marcus? —le llamó en voz baja.
El otro respondió con un pequeño
gruñido dándole a entender que lo escuchaba.
—Eso son dos rudis, ¿verdad?
Marcus no respondió al momento, y
no fue hasta pasados unos segundos que contestó con una escueta afirmación.
—¿Y qué haces aquí? ¿Por qué no
aprovechas tu libertad? Te la has ganado.
La respuesta tampoco llegó al instante
y Segimer le dejó tiempo. Pero cuando tras un par de minutos Marcus aún permanecía
en silencio, Segimer se dio cuenta de que no obtendría ninguna respuesta.
—Cuando yo consiga la mía nos
iremos de aquí —dijo Segimer en un susurro—. Nos construiremos una casa lejos
de este lugar, cerca del mar, y viviremos allí. Podríamos comprar una vaca y
unas gallinas. Plantaremos algunos frutales y unas verduras y viviremos los dos
solos sin necesitar a nadie. ¿Qué te parece?
—¿Y dejarás tu vida de gladiador?
—preguntó Marcus sin responder a la pregunta.
—Sí.
—Pensaba que te gustaba. Que
adorabas la fama y el cariño del púbico.
—Y me gusta. Pero a ti no. Y no
quieres estar aquí.
—Si no me gustase, ¿no crees que
ya me habría ido? Ahí hay dos rudis
que me dan la libertad de hacer lo que quiera.
—Lo sé, pero no te has ido porque
no sabes adónde ir.
Segimer se dio la vuelta en la
cama hasta quedar cara a cara con Marcus. Sus miradas se encontraron y se
miraron a los ojos con intensidad.
—Cuando consiga mi libertad me
iré contigo. Viajaremos, nos asentaremos o daremos tumbos por el mundo, como
prefieras, pero nos iremos de aquí. ¿Qué te parece mi idea?
—Me parece perfecta —respondió
Marcus. Acortó la poca distancia que los separaba y lo besó con pasión.
*
El momento había llegado. Gnaeus
Lucius les había prometido que, si Segimer ganaba esa batalla, le entregaría un
rudis y los dejaría marchar a los dos
como hombres libres.
La noticia se había filtrado al
público, y los espectadores gritaban impacientes por que la última lucha
llegase. La batalla que decidiría el destino de dos de los gladiadores más
queridos y apreciados de la ciudad. El oponente de Segimer fue bien elegido, un
digno rival para una última lucha, el número uno de Roma, el favorito del
pueblo, y el mismísimo emperador había decidido asistir a ese torneo.
Gnaeus Lucius estaba extasiado,
aquel día iba a ganar más dinero que durante toda una temporada entera, y
aunque era muy posible que fuese a perder a dos grandes hombres, las ganancias,
y los contactos que estaba haciendo, lo valían.
Marcus y Segimer estaban en la
puerta que daba a la arena, tenían las manos entrelazadas y esperaban,
impacientes, a que la lucha anterior acabase.
—Tu oponente es un mirmillón
—dijo Marcus.
Y como habían repetido en todas y
cada una de las veces anteriores, Segimer le recitó los puntos fuertes y
débiles de esos luchadores. Cuando acabó Marcus sonrió satisfecho. Parecía
tranquilo, pero un leve temblor en las manos al tomar la cara de Segimer le
delató.
—Todo va a salir bien —le dijo el
gladiador para tranquilizarlo.
No pudieron evitar reír al darse
cuenta de lo cómico de la situación. Hacia unos años, en ese mismo lugar,
Marcus luchaba por tranquilizar a un histérico Segimer, pero ahora las tornas
se habían cambiado. Ya no era el primer combate de un crío asustado, sino la
batalla de un hombre experimentado. Aunque si los dioses estaban a su favor, no
sería una pelea más, sería la última.
La muchedumbre gritó entusiasmada.
Había llegado el momento del combate final y Marcus y Segimer se fundieron en
un largo e intenso abrazo.
—Fortuna porcurum —dijo Marcus antes de dejarlo marchar.
—Nos volveremos a ver —respondió
Segimer entrando a la arena.
Al verle salir los espectadores
bramaron enardecidos, y durante un segundo el anfiteatro entero tembló. Los
gladiadores se saludaron y presentaron sus respetos al palco y al público. El
mismo emperador se levantó de su silla, dio un corto discurso que enfebreció,
aún más, los ánimos del público y luego dio comienzo al espectáculo.
Fue una lucha épica, gloriosa, de
esas que se quedan en la memoria de la gente hasta convertirse en leyenda. Los
gladiadores lucharon con todo lo que tenían. Demostraron el valor, el coraje,
la fuerza y el entusiasmo que los había llevado hasta esa batalla y deleitaron
a un público entregado.
Los dos hombres estaban cubiertos
de sangre, propia y ajena, y jadeaban exhaustos. Al final, todo se decidió con
un merecido empate.
Los espectadores gritaron eufóricos
y Segimer rio de felicidad al escuchar su nombre en la boca de todos esos
cientos de personas. Lloró de alegría al sentir su cariño y pensó que no había
una mejor manera de despedirse de la arena. La gente clamó al unísono por el rudis, la decisión fue unánime, y lo
recibió de las manos del mismísimo emperador.
«Esto será leyenda», pensó.
No le faltó razón. Aquella
batalla pasó de boca en boca y se extendió por todo el imperio. Los padres se
lo contaron a sus hijos, estos a sus nietos, y todos aquellos que lo vivieron en
persona contaron orgullosos que ellos estuvieron allí; que fueron testigos de
una de las batallas más célebres de los gladiadores romanos.
*
Segimer cumplió su promesa, y ese
mismo día Marcus y él abandonaron el ludus,
la ciudad y a todos a los que allí conocían.
Recorrieron una buena parte del
inmenso territorio romano, hasta que al final se asentaron en una pequeña aldea
de la costa del Adriático y vivieron, juntos, durante muchos años más.
Irremediablemente el tiempo pasó. Sus nombres, sus combates y sus historias quedaron en el olvido. De ellos solo se conserva una cosa, lo único que Marcus se llevó consigo cuando abandonaron el ludus: el cuchillo romo y oxidado que una vez le hizo leyenda.
La idea para escribir este relato me la dio mi marido, su premisa fue: un cuchillo romo y oxidado. Y, de alguna manera, mi mente asoció ese objeto con los gladiadores romanos.
Es, hasta el momento, el relato más extenso que he escrito, y la verdad, es que es uno de los que más me gustan. Escribirlo fue realmente divertido. La literatura histórica me gusta bastante, y disfruto escribiendo este tipo de textos.
Podía haber relatado la historia de Segimer desde otro punto de vista, hacer que fuese heterosexual y que no tuviese ningún tipo de relación ni sentimiento hacia Marcus. Pero me gusta demostrar que las preferencias sexuales de una persona no tienen nada que ver con la valentía, fuerza o inteligencia. Me gusta utilizar a personajes potentes, como puedan ser dos valerosos gladiadores, para demostrarle al mundo que esa idea preconcebida que muchos tienen es errónea. Que se puede ser muy hombre y que al mismo tiempo te gusten los hombres. Y me encantaría que alguna de esas personas de mente arcaica se atreviese a llamarle a alguno de estos personajes marica o nenaza.
Al terminar de escribirlo volví a ver la serie de Spartacus, y me di cuenta de que el personaje de Marcus de este relato está muy influenciado por el personaje de Gannicus en la serie. Creo que mientras lo escribía, era él a quien tenía en la cabeza, siempre fue mi personaje favorito de Spartacus.
Estuve tentada a escribir un final triste. Que Segimer no consiguiese la libertad, que muriese en la arena, pero al final fui fiel a mi idea inicial.
Espero que, al igual que yo, hayáis disfrutado de su lectura.
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