Leyendas olvidadas


El cuchillo llevaba expuesto en ese museo desde hacía muchos años. Era una auténtica reliquia, aunque el tiempo había vuelto el filo romo, y el agua lo había oxidado.

Cuando la gente pasaba por la vidriera en la que estaba expuesto, algunos seguían caminando sin prestarle atención y no se fijaban ni en las mellas ni en las pequeñas grietas que presentaba la hoja. Otros, en cambio, se paraban durante unos segundos y se preguntaban a quién habría pertenecido y qué habría sido de su dueño.

Y si ese cuchillo pudiese hablar les habría llenado los oídos de historias de peligro, valor, miedo, esclavitud, amor, libertad y sangre.

No tenía nombre, no era una espada, y no había pertenecido a ningún personaje famoso, al menos en la actualidad. Pero hacía muchos, muchos siglos, cuando su filo era letal, el hombre que lo portaba era temido y amado a partes iguales.

Un hombre libre, un campesino, un guerrero, un esclavo, un gladiador.

*

Aquella noche Segimer se despertó con la respiración acelerada. Había vuelto a revivir aquel fatídico día, esa batalla en la que fueron masacrados y que los condenó a todos.

En un principio, tanto él como todos sus compañeros fueron enviados a una cantera de piedras dentro de los limes del Imperio Romano, pero unas semanas más tarde, un lanista llegó y volvió a darle un giro a su vida.

—¿Estos son los más nuevos? —preguntó el hombre lanzándole al jefe de la cantera una mirada escéptica.

—Así es, señor.

—No son muchos.

—Los últimos no llegaron en muy buenas condiciones, y estos son los únicos que han sobrevivido —respondió encogiéndose de hombros.

El lanista vestía la túnica más elegante que Segimer hubiese visto jamás, iba bien arreglado, afeitado y perfumado. Cuando pasó por su lado, el olor le hizo arrugar la nariz. «¿Y esto es un hombre? », se preguntó.

Gnaeus Lucius, que era el nombre del lanista, había ordenado que todos los hombres que habían llegado en las últimas semanas a la cantera se colocasen en una fila. Y allí estaban los diez, de pie, esperando, dejándose evaluar por ese hombre que decidiría su futuro.

Segimer no sabía muy bien qué era mejor, si quedarse allí y picar piedra hasta morir de cansancio, o que el lanista se lo llevase. Había oído hablar de esos hombres y de a lo que se dedicaban: el entrenamiento de gladiadores, y no estaba seguro de cuál de las dos opciones era mejor.

Pero Segimer no tenía ningún derecho a opinar sobre lo que pasase a continuación con su vida, y tan solo le quedaba esperar.

Gnaeus Lucius estuvo evaluándolos uno a uno durante varios minutos. Palpó sus cuerpos, cubiertos con una pequeña tela que a duras penas les cubría la entrepierna, les hizo abrir la boca y les miró las muelas, las manos y los pies.

—Me quedo con estos tres —dijo señalando a Segimer y otros dos hombres.

Se acercó al jefe de la cantera y le entregó una pequeña bolsa de tela. El hombre la abrió y le dedicó una mirada disgustada.

—Esto es menos de lo acordado.

—Uno de ellos va a necesitar que le quiten una muela. Eso será costoso —respondió Gnaeus Lucius.

—Ese es tu problema. No te lo lleves si no quieres, pero a mí dame lo que me corresponde —dijo el cantero colocándose delante del lanista e impidiéndole pasar.

Se mantuvieron la mirada durante unos segundos hasta que Gnaeus Lucius sacó de una bolsa que llevaba colgada al cinturón una pequeña moneda.

—Cuando vayas a la ciudad avísame y te mandaré a Augusta.

El cantero dudó unos instantes, pero al final tomó la moneda y aceptó la propuesta.

—Vamos —les ordenó a los tres esclavos. Los hizo subir a un pequeño carromato tirado por dos caballos y le indicó al conductor que se pusiese en marcha.

Segimer le echó un último vistazo a la cantera. No dejaba ningún amigo atrás, nadie querido, tan solo unos cuantos conocidos. Pero aun así se preguntó si volvería a verlos.

El carromato siguió un sinuoso camino hasta que llegó a la ciudad más grande que Segimer hubiese visto jamás. Hasta ese entonces tan solo había vivido en pequeñas aldeas donde todo el mundo se conocía, pero en aquel lugar la gente andaba sin saludarse.

Recorrieron unas cuantas calles hasta que llegaron a un gran edificio de puertas de madera. Al verlos llegar alguien abrió el portón y el carromato entró a un amplio patio.

—¡Marcus! —llamó el lanista al bajar del carromato.

Unos minutos más tarde llegó un hombre rubio y fornido. Tenía el pelo recogido en una alta coleta, vestía unos ligeros pantalones y del cinturón le colgaba un cuchillo.

—¿Señor?

—Estos son los nuevos —dijo Gnaeus Lucius al verlo llegar. Se giró hacia el hombre que había a la izquierda de Segimer y le señaló con el dedo—. Valerius tendrá que echarle un vistazo a este, tiene una muela destrozada. Los otros llévatelos con el resto y ponlos pronto a prueba. No queremos que nos vuelva a pasar otra vez como con Amyntas.

—Entendido, señor.

Sin decir nada más el lanista entró en el edificio y Marcus se acercó a los recién llegados.

—¿Alguno sabe luchar? —dijo colocándose delante de ellos.

Los tres asintieron y Marcus les lanzó una seria mirada.

—¿A qué os dedicabais antes de ser esclavos?

—Yo era pescador —dijo el hombre que se encontraba más a la izquierda.

—Yo siempre he sido guerrero —respondió el de la derecha irguiéndose orgulloso.

Segimer recordaba su cara. Pertenecían al mismo pueblo y aunque no lo conocía mucho, se acordaba de que los dos habían luchado, y perdido, en la misma batalla.

—Ya lo veremos —respondió Marcus con una ligera sonrisa en los labios—. ¿Y tú?

—Yo era campesino, señor —respondió Segimer.

—Esta tarde participaréis en el entrenamiento vespertino. Si hacéis un buen trabajo dejaréis vuestras vidas atrás. Seréis esclavos, sí, pero seréis gladiadores—. Su tono de voz se hizo más bajo cuando pronunció la última palabra. Como si el hecho de ser considerado un gladiador fuese un verdadero honor.

Los guió al interior del edificio, un lugar amplio, de suelos limpios y paredes adornadas con unas singulares pinturas. Dejaron a uno de los hombres en manos de Valerius y continuaron andando hasta que llegaron al ala sur del recinto. Sus nuevas dependencias.

—Hasta que no luchéis por primera vez en la arena dormiréis en la sala común —dijo señalando una enorme habitación con varios camastros—. Si sobrevivís a vuestro primer combate obtendréis una habitación para vosotros solos. Y si ganáis más de veinte podréis mudaros al ala oeste. Pero no adelantemos acontecimientos. —Les miró con seriedad durante unos segundos, evaluándolos—. Los baños están a la derecha, visitadlos, lo necesitáis. Y luego id a las cocinas. Pero no comáis mucho o lo devolveréis todo en el entrenamiento.

Hizo una corta pausa y los miró de arriba abajo por última vez.

—Daos prisa.

Se marchó y los dos hombres se dirigieron en silencio hacia los baños. Al verlos, Segimer se quedó impresionado por su belleza. Había oído hablar de los lujos de los baños romanos, pero lo que allí se encontró lo dejó anonadado. Y eso que tan solo eran los más humildes de toda la casa.

Una joven muchacha apareció por una pequeña puerta y les indicó que se metiesen dentro. Cuando el agua los cubrió por completo lanzaron unos satisfechos suspiros al aire. Hacía ya mucho tiempo que ninguno de los dos se había dado un baño, y jamás uno como ese.

Al acabar, la muchacha les dio sus nuevas ropas: una especie de taparrabos que tan solo cubría lo justo y unas sandalias. Luego les enseñó el camino para llegar a las cocinas. Segimer quiso entablar conversación con su compañero, pero el hombre respondió a sus intentos con escuetas respuestas, y al final terminó desistiendo.

Comieron unas frutas, que ninguno de los dos había visto nunca, y un trozo de pan. Luego regresaron al ala sur y buscaron un camastro libre. En la habitación había unos cuantos hombres, pero ninguno se acercó a ellos.

Segimer se tumbó en la cama más cómoda que había tenido nunca, cerró los ojos y sonrió con satisfacción. «Igual esto de ser gladiador no está tan mal», pensó.

Se quedó dormido al instante y la voz de Marcus lo hizo despertarse varias horas más tarde. Todos los hombres se dirigieron al patio y Segimer se sorprendió por la cantidad de luchadores que había. Nunca había aprendido a contar números tan altos, pero le parecieron que podría ser un pequeño ejército. En realidad eran ochenta y cuatro.

Los dividieron en varios grupos según habilidades, técnica y estilo. A los de su grupo los pusieron en parejas, les entregaron un pesado escudo de madera y una espada del mismo material.

—Demostradme de lo que sois capaces —dijo Marcus dando inicio al entrenamiento.

A Segimer nunca le entusiasmó la lucha, pero no era malo con la espada. La necesidad y la supervivencia le habían hecho fuerte, y lo demostró en aquel patio.

Se movía con rapidez alrededor de su contrincante, otro gladiador que aún no había pisado la arena, y estuvo a punto de desarmarle en varias ocasiones. La mirada de aprobación que Marcus le dedicó le hizo sentirse orgulloso, aunque también le desconcentró, y la hoja de madera de su oponente se estrelló con fuerza sobre su cabeza.

El otro hombre con el que Segimer había llegado demostró que, como bien había dicho, era un guerrero. Luchaba con agresividad, y su compañero quedó fuera de combate a los pocos minutos. Dos hombres más lo reemplazaron, pero corrieron la misma suerte.

Marcus se acercó a él y tomó las espadas de los dos caídos.

—¿Cuál es tu nombre? —preguntó colocándose justo delante.

—Comio.

Marcus asintió y con una espada en cada mano se lanzó en su dirección. Era mucho más rápido que lo que su corpulencia hacía imaginar y Comio tuvo que protegerse con el escudo para evitar ser alcanzado. Mas no por ello se dejó amilanar, contraatacó con fuerza y con la misma agresividad que había demostrado en sus otros combates. Sin embargo, aquel oponente no era tan inexperto como los anteriores, y Marcus hizo con Comio lo que quiso.

Utilizó la propia potencia de los ataques en su contra, lo hizo girar, dar vueltas y caer al suelo en muchísimas ocasiones. Ninguno de los ataques de Comio se acercaban ni un poco a su objetivo, y aquello lo frustró. Le hizo dejar de razonar y comenzó a atacar sin sentido, sin pensar en cubrirse o defenderse, y acabó con el cuerpo lleno de magulladuras.

—Tienes fuerza y coraje, eso te lo reconozco —dijo Marcus dando la pelea por terminada—. Pero tienes que aprender a controlar tus emociones, y tendrás que aprender mucha técnica de lucha si quieres sobrevivir a más de cuatro peleas en la arena.

Luego se dio la vuelta y dejó a Comio resollando en el suelo.

El entrenamiento duró varias horas. Segimer sentía que los músculos le ardían y no estaba seguro de si podría mantenerse en pie durante mucho tiempo más.

Cuando Marcus indicó el final suspiró aliviado.

Gnaeus Lucius había presenciado todo el entrenamiento y cuando los luchadores se fueron retirando, Marcus y él se acercaron a Segimer y a Comio.

—¿Qué opinas, Marcus? ¿Servirán?

—Sí, señor. Creo que podremos hacer algo con ellos —respondió mirándolos con una pequeña sonrisa en los labios.

—Perfecto —dijo el lanista. Les puso una mano encima de los hombros y les sonrió—. Bienvenidos al ludus. Espero grandes cosas de vosotros, así que no me defraudéis.

Le dedicó una mirada complacida a Marcus y se marchó.

—Tendréis que trabajar mucho. Pero si lo hacéis bien podréis llevar una buena vida. Quizá incluso mejor que la que teníais antes —dijo Marcus.

Los llevó de regreso a su ala del recinto y los mandó a los baños. Segimer lo miró incrédulo.

—A Gnaeus Lucius no le gusta el olor a sudor —dijo encogiéndose de hombros.

Segimer asintió y se metió en los baños. No es que tuviese ninguna queja, se podría acostumbrar rápidamente a eso, el agua le relajaba, pero a lo largo de su vida pocas veces se había bañado más de dos veces a la semana y jamás dos en un mismo día.

Cuando regresaron a la habitación, las esclavas del ludus habían colocado una enorme cantidad de frutas y tazones de cereales en el centro de la misma y Segimer comió hasta casi reventar.

Luego se tumbó en una cama vacía. Aun sentía los músculos de su cuerpo quejarse por el intenso trabajo de aquella tarde, pero le gustaba esa sensación. Tenía un techo sobre su cabeza, estaba limpio y más saciado de lo que lo había estado en mucho tiempo.

—Sí, definitivamente podría acostumbrarme a esto.

*

Las semanas pasaron, y Segimer cada vez se sentía más a gusto en el ludus. Había hecho unos cuantos amigos, todos novatos, igual que él. Aunque, de alguna manera, el hombre que más le había impresionado fue Marcus. Era un instructor muy exigente. No permitía la holgazanería y los fallos se pagaban, pues en la arena un error podía ser mortal. Él mismo lo sabía. Segimer se enteró que hasta hacía apenas unos años había sido gladiador, y uno de los mejores. Había llegado a conseguir un rudis, pero por alguna razón había preferido quedarse allí, y Gnaeus Lucius le permitió quedarse en el ludus como instructor de las siguientes estrellas bajo su propiedad.

Segimer sabía que era un esclavo, sin embargo, la vida de gladiador tampoco era tan mala. Tenían más lujos que muchos romanos y cuando un luchador se volvía famoso, también obtenía el cariño y el calor del público. Eso le entusiasmaba. Esperaba con ansias su estreno en la arena, enseñarle al mundo lo que tenía que ofrecer, y quién sabe si, en un futuro, podría hacerse con la libertad.

Comio ya había debutado, y lo había hecho entre los gritos entusiasmados de los espectadores. La gente se había vuelto loca con su agresividad, y gracias al duro entrenamiento de Marcus, había conseguido mantener sus emociones bajo control. Y aquello hizo de él un magnífico gladiador. De momento solo había disputado tres combates, pero había arrasado en todos ellos.

Segimer estaba ansioso por saltar a la arena, aunque también sentía miedo, pues no todos los novatos regresaban enteros, algunos ni siquiera lo hacían.

Estaba tumbado en su cama después del entrenamiento matinal cuando Marcus le sacó de su duermevela.

—Dentro de cinco días habrá torneo —dijo sentándose en su cama. Segimer abrió los ojos y lo escuchó expectante—. Gnaeus Lucius y yo hemos decidido que será el momento de tu debut. ¿Estás listo?

Segimer asintió con entusiasmo. ¡Al fin!

*

Los cinco días pasaron mucho más rápido de lo que esperaba, y cuando se quiso dar cuenta estaba bajando del carromato que lo llevaba al anfiteatro. Marcus iba a su lado y lo guió por los pasillos hasta una pequeña sala.

Llevaba todo su equipamiento consigo, habían decidido que el tipo de lucha de los gladiadores tracios era el que mejor se adaptaba a él, y se había especializado en ese tipo de combate. Igual que Marcus lo fue en su momento.

Desde la habitación en la que se encontraban se escuchaban los gritos de los espectadores. El torneo ya había empezado y la sangre corría por la arena.

—Tranquilízate —le dijo Marcus colocando las manos encima de sus piernas. Segimer no dejaba de moverlas en un rápido movimiento de arriba abajo. Lo obligó a mirarle a la cara y le sonrió—. Si pensase que no estás preparado no estarías aquí.

Segimer asintió, pero nada de lo que Marcus le dijese en aquel momento podría hacer desaparecer su ansiedad. Estaba a unos pocos minutos de vérselas con la muerte. Una vez más, igual que en el campo de batalla, pero esta vez sería un uno contra uno, y habría cientos de personas mirando.

—¿Estás listo, chico? —dijo de pronto Gnaeus Lucius entrando en la habitación.

Segimer asintió. El lanista le agarró la cara con las manos y juntó sus frentes.

—Dales lo que quieren. Enséñales de qué están hechos los gladiadores de Gnaneus Lucius.

—Sí, señor —respondió levantándose de la silla.

Los tres abandonaron la estancia, el lanista se dirigió hacia el palco y Marcus acompañó a Segimer hasta la puerta que daba acceso a la arena.

—Tu oponente es un reciario. ¿Recuerdas sus puntos fuertes y débiles?

Pero Segimer había dejado de escuchar. Tenía la vista fija en la puerta que se erguía, imponente, delante de él. En el suelo había pequeños charcos de barro rojo y el olor de la sangre inundaba todo el lugar.

Los gritos se escuchaban más fuertes desde allí, y en ese momento la poca seguridad que tenía en sí mismo se esfumó. Estaba ansioso, sí, pero de salir de allí. Si hubiese podido, habría echado a correr y se habría alejado todo lo posible de aquel anfiteatro.

—¡Segimer! —gritó Marcus haciéndole regresar a la realidad—. Ya no hay marcha atrás, así que, ¡concéntrate! No tienes que morir ahí fuera, no todos lo hacen, pero si no estás atento perderás la cabeza en un segundo.

Le pegó varios golpes en las mejillas hasta que lo hizo reaccionar.

—Concéntrate. Reciarios. Puntos fuertes y débiles.

Segimer recitó de memoria lo que había aprendido acerca de esos gladiadores, pero lo hizo casi de manera automática, sin ser muy consciente de lo que decía. Cuando terminó Marcus no estaba del todo conforme con ello, pero los gritos de júbilo del público le indicaron que el combate acababa de terminar.

—Que los dioses te protejan —dijo dándole un casto beso en la frente.

Unos minutos más tarde la puerta se abrió dando paso a un mirmillón con el escudo destrozado y una horrible herida en el estómago. Detrás de él dejó un largo reguero de sangre y aquello solo hizo que el miedo de Segimer creciese.

De pronto, un fuerte golpe en el pecho seguido de un dolor agudo, hizo que Segimer regresase a la realidad. Marcus le había golpeado con el mango de su sica haciéndole una pequeña herida. Aquello le hizo regresar a la realidad, y cuando sus miradas se encontraron, Segimer le miró agradecido.

Se puso el casco, tomó el escudo con la mano izquierda, la espada con la derecha, respiró hondo y se adentró en la arena.

Fortuna porcurum, y que nos volvamos a ver —dijo Marcus antes de cerrar la puerta.

Era la primera vez que Segimer pisaba una arena, y los gritos de los espectadores le llenaron los oídos. Se dirigió al centro del círculo y al otro lado vio a su oponente. Un hombre enorme, un gladiador experimentado con una red en una mano y un tridente en la otra. Ahí estaba el reciario. Tragó saliva con fuerza y se obligó a alejar los ojos de él. Aún quedaban unos minutos para que el combate empezase.

Cuando los dos llegaron al centro se giraron hacia el palco. A la izquierda del senador vio a su lanista, tenía una mirada expectante, pero parecía confiado. Y eso le tranquilizó un poco. Saludaron a los nobles, se saludaron entre ellos, y entonces comenzó el espectáculo.

En cuanto Segimer esquivó el primer ataque del reciario todo el nerviosismo desapareció. No luchaba por su vida, al menos no al cien por cien, pero aun así debía de aplicarse a fondo. Tenía que demostrar lo que valía y ganarse el cariño del público.

Atacaba y se defendía con su sica y su parmula como Marcus le había enseñado. Los reciarios eran oponentes de medio alcance, y por lo general no se encontraban cómodos en las distancias cortas. Esa tendría que ser su ventaja, pero aquello era muy fácil de decir y un tanto más complicado de hacer, pues había que atreverse a acortar ese espacio.

Esquivó la red que volaba en su dirección con una extrema precisión y contraatacó con un rápido giro. El reciario se defendió con el mango del tridente, pero su defensa no fue demasiado buena y Segimer dio gracias porque, en ese caso la teoría había acertado, no era bueno en las distancias cortas.

Estuvieron danzando uno alrededor del otro durante varios minutos. Segimer había dejado de escuchar los alaridos del público, tan solo los oía como murmullos de fondo, y se concentró en su oponente. Intentó mantenerse cerca de él, pero el reciario se lo puso muy difícil. Era un hombre rápido y con buenos reflejos, y siempre conseguía salir del alcance de su corta espada, aunque fuese en el último segundo.

Los dos se encontraban jadeantes. Segimer comenzó a impacientarse, y al final fue la experiencia la que decidió la batalla. El reciario mantuvo la concentración el tiempo suficiente como para agotar a su oponente, tanto física como mentalmente, y en una mala finta y una peor defensa, Segimer acabó bajo la red con el tridente pegado al cuello.

En ese momento la muchedumbre enloqueció y el senador dio la lucha por concluida. El reciario le dejó libre y le dio la mano para ayudarlo a levantarse.

—Aun te falta mucho por aprender —le dijo tirando de él con fuerza—, pero has luchado bien.

Los dos gladiadores se despidieron de la audiencia y se encaminaron hacia sus respectivas puertas. Segimer lo hizo cojeando, tenía una herida bastante fea en la pierna, aparte de innumerables cortes por todo el cuerpo.

Cuando la puerta se abrió, la sonrisa de Marcus le recibió.

—Bien hecho, chico. Bien hecho —le dijo poniendo las manos sobre sus hombros.

 Segimer correspondió a su sonrisa y, dejándose llevar por la emoción del momento, se abrazó a su compañero.

—Lo he hecho. He sobrevivido —dijo en un susurro.

—Enhorabuena —respondió Marcus pasando sus brazos alrededor de su cuerpo.

*

Aquella primera victoria elevó la categoría de Segimer dentro del ludus y, como Marcus había prometido, pasó a tener una habitación para él solo.

Esa noche, cuando se tumbó por primera vez en su nuevo camastro, las imágenes del combate pasaron de nuevo por su cabeza. Lo revivió todo: el miedo y la angustia del inicio; la adrenalina de la lucha; el dolor intermitente del momento y constante del ahora; la decepción ante la derrota; la alegría de seguir vivo y la satisfacción por los elogios de Marcus.

El debut en la arena no solo le trajo una mejor alcoba, sino que le permitió formar parte de las fiestas que se organizaban en el ludus. Cuando asistió a la primera de ellas aún no había conseguido ninguna victoria, por lo que ninguno de los invitados se interesó mucho en él. Tan solo recibió un par de caricias, un trago de vino y unas cuantas miradas lujuriosas.

Pero tras la primera victoria todo cambió.

A los romanos les gustaba el vino y lo bebían sin mesura. Eso les hacía desinhibirse y mezclarse con el resto sin ningún tipo de vergüenza o pudor. A pesar de su juventud, Segimer ya sabía lo que era dejarse llevar por los deseos del cuerpo y disfrutar de la compañía de otra persona, pero lo que vivió allí fue algo que nunca llegó a imaginarse. Venus, Baco y Cupido eran los dioses más venerados en aquellas fiestas y Segimer no pudo evitar sonrojarse al verlo por primera vez.

Estaba de pie, en medio de la sala sin saber muy bien adónde mirar, cuando Gnaeus Lucius llegó acompañado de una pareja.

—¿Lo queréis a él? —dijo el lanista señalándolo.

—Sí —respondió el hombre lanzándole una mirada apreciativa.

La mujer se acercó a Segimer y pasó los dedos por su torso. Le miró con picardía y asintió con la cabeza.

—Cinco denarios —le dijo el hombre a Gnaeus Lucius.

—Diez.

El hombre bufó y negó con la cabeza.

—¿Diez denarios por este crío? Si es posible que la única teta que haya tenido en la boca haya sido la de su madre.

—Pues parece que tu esposa está impaciente por introducirle la suya —dijo el lanista señalando a la mujer que miraba con ardor el cuerpo del gladiador.

Segimer no podía creerse que aquello estuviese pasando. ¿Acaso le iban a vender como a una simple prostituta?

—Siete denarios —dijo el hombre.

—Ocho —replicó el lanista.

—Está bien.

Los dos hombres se dieron la mano y Gnaeus Lucius los guió hasta una pequeña habitación separada del resto de la sala por una fina cortina. Antes de marcharse se acercó a Segimer.

—No pongas esa cara, solo será por esta noche —le dijo al oído—. Disfruta de otro de los privilegios de los gladiadores y haz honor a este ludus.

Le empujó al interior y corrió la cortina.

Segimer se quedó mirando a la pareja sin saber qué hacer. Nunca había estado con dos personas a la vez, y jamás lo hizo con una mujer. Pero tras cuatro vasos de vino y muchas caricias, el deseo fluyó sin importar quién estuviese debajo, o encima de él.

*

El tiempo pasó entre días de duro entrenamiento, jornadas de torneos, semanas convalecientes y noches de lujuria.

Segimer estaba a punto de llegar a la decena de victorias, se había empezado a labrar un nombre entre el público y los espectadores gritaban emocionados al verlo aparecer en la arena. E irremediablemente, la soberbia le pudo.

Un nuevo grupo de reclutas había llegado, y no pudo evitar exhibirse delante de ellos. No era su intención humillarlos, o sí, pero, sin duda, lo que ocurrió a continuación no estaba en sus planes.

—Parece que la arrogancia habla por ti, chico —dijo Marcus acercándose a él.

La mirada que le dedicó le hizo acoquinó al momento. Lo había visto luchar en alguna ocasión, y su fuerza y rapidez le habían dejado impresionado.

—Marcus, señor, yo… No… Verá —comenzó a disculparse.

—Coge una espada de entrenamiento y enséñame eso de lo que tanto presumes.

—Yo… no… —dijo con los ojos fijos en el suelo sin ser capaz de moverse del sitio.

—No me lo hagas repetir otra vez —ordenó Marcus acercándose tanto a él que sus cuerpos se pegaron—. ¿O prefieres que sea con armas de verdad?

De un rápido movimiento desenvainó el cuchillo que siempre llevaba colgado del cinturón y lo colocó en la garganta de Segimer. El chico sintió el filo cortante sobre su piel, tragó saliva con fuerza y miró a Marcus asustado.

No le quedaba más remedio que obedecer, así que cogió una espada de entrenamiento y se puso en guardia. Fue la pelea más humillante de su vida. Mucho más que su primera vez en la arena. Y si no hubiese sido porque las espadas eran de madera, habría muerto una decena de veces antes de que Marcus diese la lección por terminada.

Cuando acabó con él lo dejó en el suelo, con la cara llena de sangre y un sin fin de lágrimas luchando por salir.

—Eso no ha sido muy inteligente —dijo Comio acercándose a él y ayudándole a levantarse del suelo—. Ya sabes lo que opina Marcus sobre la vanidad.

Segimer se levantó y continuó el entrenamiento en completo silencio. Evitó cruzar la mirada con Marcus y cuando acabaron se dirigió directo a su habitación. Tenía una ceja partida, pero el orgullo le impidió ir a que Valerius le mirase la herida.

Estaba dando vueltas en su cuarto como un animal furioso cuando alguien abrió la puerta sin llamar. Se giró hacia allí con la intención de largar a la indeseada visita cuando sus ojos se encontraron con los de Marcus.

Llevaba una palangana de agua en una mano, y en la otra un trozo de tela, hilo y aguja.

—Siéntate —le ordenó con seriedad.

Segimer estuvo a punto de negarse, de replicar y decirle que se marchase de allí. Pero la mirada de advertencia de Marcus le hizo callarse y obedecerle. En completo silencio, y con una delicadez que no se esperaba, Marcus le limpió todas las heridas que él mismo le había infligido. Le cosió la que tenía en la ceja, y cuando acabó, se levantó sin decir nada.

—Espera —dijo Segimer antes de que cerrase la puerta—. He sido un estúpido. Lo siento.

Marcus le miró con dureza, pero no le respondió. Cerró la puerta y lo dejó solo con sus pensamientos. Segimer quiso echarse a llorar. No solo por la humillación, sino por la mirada que Marcus le había dedicado. Lo había visto con claridad: lo había decepcionado, y aquello le dolió más que todas las heridas juntas.

*

Aquel día volvió a haber una celebración en el ludus. Segimer ya se había acostumbrado a ellas y todas las noches alguien solía pagar por su compañía. Nunca lo admitiría, mucho menos después de lo que había pasado esa mañana en el entrenamiento, pero los veinticinco dinares que su lanista podía llegar a regatear por él le hacían sentirse orgulloso.

Sin embargo, aquel día le costó mucho concentrarse en su nueva compañía. No podía sacarse de la cabeza la mirada que Marcus le había dedicado, y sin poder evitarlo lo buscó entre la multitud. Nunca participaba en aquellas fiestas como cualquier otro gladiador, sino que se quedaba en una esquina, en un segundo plano, velando por que nadie se sobrepasase.

Segimer estaba haciendo gozar a su acompañante cuando sus ojos se encontraron con él, y en ese momento su mirada le asustó. Los ojos de Marcus ardían y se clavaron en los suyos con una intensidad que le hizo tragar saliva con fuerza. Segimer no tenía ni idea de a qué venía aquello, pues había algo más que furia en su mirada, algo que no entendía; Marcus parecía celoso.

El sol ya se encontraba en el cielo cuando los asistentes a la fiesta comenzaron a abandonaron el ludus. Pero no fue hasta que el último de ellos se marchó, cuando Segimer pudo abandonar la estancia. Se dio un largo baño y se dirigió a su habitación.

Estaba tumbado en su cama, bocarriba, con un brazo apoyado en la frente cuando escuchó la puerta abrirse. Nadie debería de entrar en su cuarto, y aquello lo puso en alerta. Se irguió en la cama, pero antes de que hubiese podido ver quién había entrado, el recién llegado le empujó con fuerza hasta tumbarle de nuevo. La poca luz que entraba por la ventana le permitió distinguir la silueta de Marcus. Iba a decir algo, pero el frío del cuchillo en su garganta le hizo callarse al momento.

Marcus estaba sentado encima de él, con una pierna a cada lado de su cuerpo, y lo miraba con intensidad. Permanecieron en aquella posición durante unos largos minutos. El filo del cuchillo se adentró un poco en la carne, mas Segimer no se quejó. Unas gotas de sangre corrieron por su torso, y ante su asombro, Marcus se inclinó sobre él y las limpió con sus labios.

Aquello fue el detonante. La pasión de los dos hombres se desbordó y sus cuerpos chocaron en una intensa danza que les hizo lanzar suspiros, jadeos y gritos al aire.

*

No sabía cuál de todas las heridas le dolía más, pero la sangre que le caía por la cara y le tapaba los ojos era lo que más le molestaba. En ese torneo les habían hecho luchar por parejas, Comio y Segimer formaban equipo y en esos momentos se enfrentaban a un oso pardo que les sacaba varias cabezas.

Aquel era el quinto animal, el último al que deberían vencer. Pero los cuatro anteriores les habían dejado tantas heridas, que Segimer no estaba seguro de si sobrevivirían.

Comio estaba igual de magullado que él, y se miraron con miedo en los ojos. ¿Aquello era el fin? ¿Iban a morir a manos de un animal salvaje? «Eso sería una deshonra para cualquier gladiador», le decía la mirada de su compañero, y aunque él pensaba lo mismo, no le quedaban fuerzas para seguir peleando contra aquella bestia.

Miró hacia el palco, Gnaeus Lucius agarraba el reposabrazos de su silla con tanta intensidad que los nudillos se le habían vuelto blancos. No había sido su idea hacer combatir a dos de sus mejores gladiadores contra cinco animales salvajes, aquello había sido el deseo del senador, y no se pudo negar.

Segimer giró la cabeza hacia la puerta por la que habían entrado y allí, justo detrás de los barrotes, vio a Marcus. Su mirada era de preocupación, pero en sus ojos vio que, a pesar de todo, aún confiaba en él, todavía podían salir vivos, solo era un animal más.

En ese momento su mente viajó al último torneo. Todos los gladiadores de su ludus habían conseguido unas victorias aplastantes, y Gnaeus Lucius estaba tan satisfecho con ellos que les había concedido algo inaudito: un día libre, un día en el que podrían salir del ludus y recorrer la ciudad a su antojo.

Algunos gladiadores habían decidido ir al circo a ver una carrera de cuadrigas. Segimer nunca había asistido a ninguna, así que se unió a ellos entusiasmado. El espectáculo fue digno de lo que le habían contado, sin embargo, lo que más le impresionó no fueron ni las carreras ni los carros, sino el comportamiento de la gente cuando veían a Marcus. Todos los transeúntes se emocionaban al verlos, no era normal encontrarse por las calles a los gladiadores, los héroes y orgullo de la ciudad. Muchos se acercaron a ellos, les tocaron, besaron y… Segimer notó muchas manos en lugares muy privados. Pero se sentía dichoso por tener el cariño y el calor del público.

Todos sus compañeros recibieron el mismo trato que él, todos menos Marcus. Cuando la gente se percataba de su presencia se quedaban paralizados al momento. Lo admiraban desde lejos y en sus ojos se aparecía una profunda veneración. Solo unos pocos, muy pocos, se atrevieron a acercarse a él. Y lo hicieron con tanto respeto como si se encontrasen delante del mismísimo Emperador. Le decían unas cuantas palabras, cortas y tartamudeantes, y se alejaban sin atreverse a tocarlo.

Segimer entendía el respeto que la sola presencia de Marcus inspiraba. A él aún le imponía, y eso que ya había perdido la cuenta de las veces en las que se había metido en su cama, pero había algo en su mirada, en su postura, que imponía un profundo respeto.

—No conoces su leyenda, ¿verdad? —le dijo uno de sus compañeros.

Segimer negó con la cabeza y el otro hombre le agarró por la espalda acercándole a él.

—Fue gladiador durante más de cinco años. Luchó en cien combates y jamás dejó de ganar ni uno solo.

—¿Ni siquiera un empate? —preguntó Segimer estupefacto.

—Ni uno. Cien combates, cien victorias. Nunca hubo un gladiador mejor que él, y seguramente ninguno podrá hacerle sombra.

—Sabía que era bueno, pero no tenía ni idea de que lo fuera tanto.

—Estuvo a punto de ser derrotado en varias ocasiones, pero nunca se rindió. Aunque pudiese parecer que no había salida posible, él siguió luchando hasta acabar con todos.

—Recuerdo la vez en la que le hicieron luchar contra ocho bestias. Yo estaba allí —dijo otro de los gladiadores que se había acercado a ellos—. Fue épico. Las bestias fueron cayendo una tras otra. Parecía que ni las garras ni los colmillos le hacían daño, pero su cuchillo era mortal.

—¿Su cuchillo? —preguntó Segimer—. Pensaba que luchaba como un tracio.

—Así es, pero nunca llevó sica, tan solo su cuchillo. El mismo que le cuelga del cinturón.

—¿Mató a todos, ganó los cien combates, con ese cuchillo?

—Todos ellos.

Y allí, delante de aquel oso, con los ojos de Marcus clavados en él, Segimer decidió que no podía quedarse atrás y se lanzó sobre la bestia con las pocas fuerzas que le quedaban.

Comio le siguió y atacaron al animal desde los dos lados. El oso, sobre sus patas traseras, lucía terrorífico, lanzaba furioso rugidos y sus zarpazos cortaban el aire. Sus garras se clavaron varias veces en la carne de los gladiadores, pero al final, las espadas llegaron al corazón del animal.

Cuando la enorme bestia cayó al suelo, Segimer y Comio le acompañaron. Las piernas no les aguantaban, estaban agotados, exhaustos, y, sin importarles la sangre que lo impregnaba todo, se derrumbaron.

Segimer tenía los ojos cerrados. Escuchaba su acelerada respiración y los gritos de júbilo del público, estaban encantados. De pronto, sitió una sombra sobre su cabeza, y cuando abrió los ojos se encontró con la satisfecha mirada de Marcus.

—Bien hecho, chico —dijo dándole la mano y ayudándole a levantarse.

—Acabo de matar a un enorme oso pardo, ¿cuándo vas a dejar de llamarme así? —se quejó Segimer dejándose llevar.

Marcus no respondió, pero lanzó una divertida risa que le hizo entender que ese momento nunca llegaría.

*

La respiración de Marcus le hacía cosquillas en la nuca, pero a Segimer no le apetecía nada moverse de allí o liberarse de su abrazo. Sentía el cuerpo desnudo de su compañero contra su espalda, y se acercó un poco más a él.

—¿No has tenido suficiente? —preguntó Marcus con la voz adormilada.

Segimer rió bajito, volteó la cabeza y le dio un rápido beso en la mejilla. Luego se volvió a girar y se colocó en la misma posición que estaba antes. Sus ojos recorrieron las paredes de la habitación de su compañero, y su mirada se encontró con dos objetos que resaltaban entre las pocas pertenecías de su amigo.

—¿Marcus? —le llamó en voz baja.

El otro respondió con un pequeño gruñido dándole a entender que lo escuchaba.

—Eso son dos rudis, ¿verdad?

Marcus no respondió al momento, y no fue hasta pasados unos segundos que contestó con una escueta afirmación.

—¿Y qué haces aquí? ¿Por qué no aprovechas tu libertad? Te la has ganado.

La respuesta tampoco llegó al instante y Segimer le dejó tiempo. Pero cuando tras un par de minutos Marcus aún permanecía en silencio, Segimer se dio cuenta de que no obtendría ninguna respuesta.

—Cuando yo consiga la mía nos iremos de aquí —dijo Segimer en un susurro—. Nos construiremos una casa lejos de este lugar, cerca del mar, y viviremos allí. Podríamos comprar una vaca y unas gallinas. Plantaremos algunos frutales y unas verduras y viviremos los dos solos sin necesitar a nadie. ¿Qué te parece?

—¿Y dejarás tu vida de gladiador? —preguntó Marcus sin responder a la pregunta.

—Sí.

—Pensaba que te gustaba. Que adorabas la fama y el cariño del púbico.

—Y me gusta. Pero a ti no. Y no quieres estar aquí.

—Si no me gustase, ¿no crees que ya me habría ido? Ahí hay dos rudis que me dan la libertad de hacer lo que quiera.

—Lo sé, pero no te has ido porque no sabes adónde ir.

Segimer se dio la vuelta en la cama hasta quedar cara a cara con Marcus. Sus miradas se encontraron y se miraron a los ojos con intensidad.

—Cuando consiga mi libertad me iré contigo. Viajaremos, nos asentaremos o daremos tumbos por el mundo, como prefieras, pero nos iremos de aquí. ¿Qué te parece mi idea?

—Me parece perfecta —respondió Marcus. Acortó la poca distancia que los separaba y lo besó con pasión.

*

El momento había llegado. Gnaeus Lucius les había prometido que, si Segimer ganaba esa batalla, le entregaría un rudis y los dejaría marchar a los dos como hombres libres.

La noticia se había filtrado al público, y los espectadores gritaban impacientes por que la última lucha llegase. La batalla que decidiría el destino de dos de los gladiadores más queridos y apreciados de la ciudad. El oponente de Segimer fue bien elegido, un digno rival para una última lucha, el número uno de Roma, el favorito del pueblo, y el mismísimo emperador había decidido asistir a ese torneo.

Gnaeus Lucius estaba extasiado, aquel día iba a ganar más dinero que durante toda una temporada entera, y aunque era muy posible que fuese a perder a dos grandes hombres, las ganancias, y los contactos que estaba haciendo, lo valían.

Marcus y Segimer estaban en la puerta que daba a la arena, tenían las manos entrelazadas y esperaban, impacientes, a que la lucha anterior acabase.

—Tu oponente es un mirmillón —dijo Marcus.

Y como habían repetido en todas y cada una de las veces anteriores, Segimer le recitó los puntos fuertes y débiles de esos luchadores. Cuando acabó Marcus sonrió satisfecho. Parecía tranquilo, pero un leve temblor en las manos al tomar la cara de Segimer le delató.

—Todo va a salir bien —le dijo el gladiador para tranquilizarlo.

No pudieron evitar reír al darse cuenta de lo cómico de la situación. Hacia unos años, en ese mismo lugar, Marcus luchaba por tranquilizar a un histérico Segimer, pero ahora las tornas se habían cambiado. Ya no era el primer combate de un crío asustado, sino la batalla de un hombre experimentado. Aunque si los dioses estaban a su favor, no sería una pelea más, sería la última.

La muchedumbre gritó entusiasmada. Había llegado el momento del combate final y Marcus y Segimer se fundieron en un largo e intenso abrazo.

Fortuna porcurum —dijo Marcus antes de dejarlo marchar.

—Nos volveremos a ver —respondió Segimer entrando a la arena.

Al verle salir los espectadores bramaron enardecidos, y durante un segundo el anfiteatro entero tembló. Los gladiadores se saludaron y presentaron sus respetos al palco y al público. El mismo emperador se levantó de su silla, dio un corto discurso que enfebreció, aún más, los ánimos del público y luego dio comienzo al espectáculo.

Fue una lucha épica, gloriosa, de esas que se quedan en la memoria de la gente hasta convertirse en leyenda. Los gladiadores lucharon con todo lo que tenían. Demostraron el valor, el coraje, la fuerza y el entusiasmo que los había llevado hasta esa batalla y deleitaron a un público entregado.

Los dos hombres estaban cubiertos de sangre, propia y ajena, y jadeaban exhaustos. Al final, todo se decidió con un merecido empate.

Los espectadores gritaron eufóricos y Segimer rio de felicidad al escuchar su nombre en la boca de todos esos cientos de personas. Lloró de alegría al sentir su cariño y pensó que no había una mejor manera de despedirse de la arena. La gente clamó al unísono por el rudis, la decisión fue unánime, y lo recibió de las manos del mismísimo emperador.

«Esto será leyenda», pensó.

No le faltó razón. Aquella batalla pasó de boca en boca y se extendió por todo el imperio. Los padres se lo contaron a sus hijos, estos a sus nietos, y todos aquellos que lo vivieron en persona contaron orgullosos que ellos estuvieron allí; que fueron testigos de una de las batallas más célebres de los gladiadores romanos.

*

Segimer cumplió su promesa, y ese mismo día Marcus y él abandonaron el ludus, la ciudad y a todos a los que allí conocían.

Recorrieron una buena parte del inmenso territorio romano, hasta que al final se asentaron en una pequeña aldea de la costa del Adriático y vivieron, juntos, durante muchos años más.


Irremediablemente el tiempo pasó. Sus nombres, sus combates y sus historias quedaron en el olvido. De ellos solo se conserva una cosa, lo único que Marcus se llevó consigo cuando abandonaron el ludus: el cuchillo romo y oxidado que una vez le hizo leyenda.




La idea para escribir este relato me la dio mi marido, su premisa fue: un cuchillo romo y oxidado. Y, de alguna manera, mi mente asoció ese objeto con los gladiadores romanos.

Es, hasta el momento, el relato más extenso que he escrito, y la verdad, es que es uno de los que más me gustan. Escribirlo fue realmente divertido. La literatura histórica me gusta bastante, y disfruto escribiendo este tipo de textos.

Podía haber relatado la historia de Segimer desde otro punto de vista, hacer que fuese heterosexual y que no tuviese ningún tipo de relación ni sentimiento hacia Marcus. Pero me gusta demostrar que las preferencias sexuales de una persona no tienen nada que ver con la valentía, fuerza o inteligencia. Me gusta utilizar a personajes potentes, como puedan ser dos valerosos gladiadores, para demostrarle al mundo que esa idea preconcebida que muchos tienen es errónea. Que se puede ser muy hombre y que al mismo tiempo te gusten los hombres. Y me encantaría que alguna de esas personas de mente arcaica se atreviese a llamarle a alguno de estos personajes marica o nenaza.

Al terminar de escribirlo volví a ver la serie de Spartacus, y me di cuenta de que el personaje de Marcus de este relato está muy influenciado por el personaje de Gannicus en la serie. Creo que mientras lo escribía, era él a quien tenía en la cabeza, siempre fue mi personaje favorito de Spartacus.

Estuve tentada a escribir un final triste. Que Segimer no consiguiese la libertad, que muriese en la arena, pero al final fui fiel a mi idea inicial.

Espero que, al igual que yo, hayáis disfrutado de su lectura.


PD: Esta no es la historia original. En el 2024 decidí sacar una versión en tapa dura de esta recopilación en la que añadí un relato inédito y no pude evitar modificar esta historia, adentrándome más en los personajes.
Si queréis conseguir un ejemplar en tapa dura os dejo el enlace: Leyendas olvidadas.

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Si quieres leer más textos originales escritos por la autora de este blog, puedes encontrarlos todos en este enlace: Relatos.

¡Un saludo!







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