Promesas de guerra

 



Siento cómo la bala se introduce en mi interior, me atraviesa la piel, desgarra los músculos y se hace un hueco en mi estómago. Escupo sangre y caigo al suelo. Mis dos hijos yacen delante de mí, inertes y con los ojos cerrados. Es el final, lo sé. Sin embargo, estoy tranquila y en paz. Satisfecha porque, al fin, conseguí justicia; el bastardo está muerto, y eso es lo único que importa.

Treinta años antes.

Me llamo Margot y todos los que me conocen afirmarían que ambición es mi segundo apellido. Acabo de terminar la universidad con las mejores notas de mi curso, he recibido el prestigioso premio Alan Turing, galardón que se otorga a personas que sobresalen en el ámbito de la informática, y hace poco empecé a trabajar en la prometedora empresa Swindler Co. Aunque no llevan mucho tiempo en el mercado, ya se han colocado dentro de las cinco compañías más importantes en la creación y desarrollo de programas de almacenamiento de recuerdos.

Los primeros meses han sido duros, nunca me gustó ser la nueva. Nadie te toma en serio y no hay nada que más odie que sentirme infravalorada. Tengo muchas ideas en la cabeza, y este tiempo sirviendo cafés es un desperdicio. Al menos he intentado aprovechar que todavía soy invisible para recopilar información sobre mis compañeros y superiores; una nunca sabe cuándo va a necesitar saber que la directora del departamento de Géfsi siente una pasión, casi enfermiza, por los Beagle. Figuritas, tazas y hasta camisetas. Cualquier superficie es buena para estampar la fotografía de uno de sus ocho perros, todos de esa raza, por supuesto. Pasar a su despacho es agobiante, pero qué le voy a hacer: yo soy más de gatos.

Por suerte, mi situación de novata ha cambiado en poco tiempo. En algo menos de seis meses he ascendido varios puestos en la empresa; he pasado de ser la chica nueva, hacedora de cafés y fotocopias, a ayudante en pequeños proyectos. Mi futuro es bastante prometedor. Aunque estoy en el área de programación básica, ya he colaborado con los siete departamentos especiales: Órasi, se encargan de desarrollar los diferentes softwares que procesan y almacenan los recuerdos relacionados con el sentido de la vista; Afí, los del tacto; Géfsi, encargados del gusto; Ósfrisi, desarrollan los programas que tienen que ver con el olfato; Akoí, del oído; Synaisthima, los responsables del departamento que maneja las emociones y Sképsi, los que intentan crear un programa que sea capaz de guardar los pensamientos, de momento sin mucho éxito.

Desde que nos implantaron los nuevos microchips y somos capaces de recordar todo aquello que leemos, la sociedad ha cambiado enormemente; la gente con buena memoria ha perdido su ventaja. Ahora se valoran otras cosas, como saber solucionar problemas, ser habilidoso con las manos o tener talento para la programación. Y aunque está mal que yo lo diga, tengo una facilidad portentosa para todas ellas.

—¿Dices que el viernes viste a Margot cenando con el subdirector de Sképsi?

—Sí, y parecían muy acaramelados.

—Yo la vi el sábado con la ayudante de Afí.

—Vaya una guarra.

Esas son las conversaciones más escuchadas en la empresa tras el fin de semana. No me importa lo que piensen de mí, al fin y al cabo, nadie especificó en qué ámbito se debía ser bueno con las manos. Y si es lo que necesito hacer para ascender… a nadie le sienta mal un revolcón, sobre todo si es sin compromiso. Al menos eso era lo que pensaba hasta hace unos minutos, tras despertarme por segundo día consecutivo al lado de Maximiliam Swindler, el jefe de la empresa.

Siempre me pareció un hombre muy atractivo; bien entrado en la treintena, con algunas canas que le dan un toque de lo más sexy y una sonrisa provocativa. Me tuvo en el primer guiño y me enamoré de él en el tercer orgasmo. Aunque lleva casado más de seis años nadie sabe mucho sobre su mujer, solo que viene de una familia muy adinerada. Se cree que fue un matrimonio por conveniencia, pero nadie habla al respecto, de eso, de que no tengan descendencia, ni de sus escarceos amorosos; todos queremos mantener nuestro trabajo.

—¿Qué hora es? —pregunta con voz ronca, desperezándose.

La sábana solo le cubre hasta la cintura, y no puedo evitar perderme en las definidas líneas de su pecho. ¡Sagrados arduinos! ¿Cómo se puede tener un cuerpo tan increíble?

—Poco más de las siete —contesto, intentando controlar mis ganas de saltar sobre él.

—Perfecto, la reunión es a las diez. Aún tengo tiempo para devorarte —dice seductoramente apretándome con fuerza contra él. Respondo a sus besos con tanto ímpetu que le hago reír—. ¿No tuviste suficiente con la sesión de anoche? —me pregunta mientras baja las manos por mis caderas.

—Nunca tendré suficiente de ti —respondo soltando un largo suspiro de placer cuando se cuela entre mis piernas.

Él también tiene unas dotes innatas con las manos. El octavo, noveno y décimo orgasmo llegan. Cuando acabamos me deja derrengada en la cama.

—No te vistas con algo muy provocativo, no quiero que nadie piense que te ofrezco el puesto por algo más que por tu talento con los ordenadores —dice mientras se levanta de la cama y se viste. Asiento con la cabeza sin poderme mover; el cuerpo entero me tiembla y todavía no soy capaz de coordinar. Me dedica una de sus seductoras sonrisas y me da un beso en la frente antes de marcharse—. No tardes mucho en levantarte o llegarás tarde.

Lo oigo salir de la habitación y cuando la puerta del piso se cierra sonrío como una adolescente.

—Tengo que hacerlo mío —susurro para mí misma.

No importa que esté casado, es un partido demasiado bueno para dejarlo pasar. El mejor amante que he tenido hasta la fecha, con dinero y posición; con él a mi lado puedo llegar a lo más alto. Nos conocemos desde hace muy pocas semanas, y ya ha influenciado en mi vida laboral. Es un hombre de negocios que sabe separar lo personal del trabajo; ha visto más allá de mis atractivos físicos y quiere que forme parte de un ambicioso proyecto que va a poner en marcha hoy mismo.

—No te voy a decir qué es. No tendré ninguna preferencia contigo porque nos acostemos —me dijo hace dos noches, cuando me informó sobre la reunión—. Eso sí, como no hagas bien tu trabajo me veré obligado a castigarte.

—¿Y qué tienes pensado hacer para que me porte bien? —pregunté con voz melosa.

—Creo que unos azotes no te vendrían mal —respondió agarrándome con fuerza del trasero.

—Eso es un doble rasero en toda regla, señor Swindler.

—Culpable —contestó sin una pizca de vergüenza antes de lanzarse sobre mi cuello.

Me pierdo en los recuerdos de las últimas noches con él y llego al trabajo justo cuando la reunión está a punto de comenzar. Me siento en la única silla que queda libre intentando pasar lo más desapercibida posible y evito mirar a Maximiliam, que sonríe de medio lado cuando me ve entrar, aunque no dice nada que delate mi tardanza. Las otras sillas están ocupadas por miembros de los diferentes departamentos. Somos treinta y sus caras de confusión me dicen que ninguno de ellos sabe qué hacemos aquí. Maximiliam carraspea para llamar nuestra atención, se levanta y, abotonándose la chaqueta del traje, comienza a hablar:

—Llevo trabajando desde hace tantos meses en este proyecto que casi no me creo que vayamos a ponerlo en marcha. —Enciende el proyector holográfico y nos mira, entusiasmado, con una sonrisa en el rostro—. Bienvenidos al proyecto «Alfa y Omega».

Sonrío al verlo tan emocionado. Más que el jefe de una importante empresa parece un niño pequeño el día de su cumpleaños.

—Gracias a los avances que han realizado en el departamento de desarrollo hemos logrado crear los primeros ordenadores con tecnología 20G; hay cinco disponibles, y serán los que utilizaremos. —El proyector holográfico comienza a funcionar y Maximiliam va explicando paso a paso en qué consistirá nuestro trabajo—. Los siete departamentos especiales llevan años recabando información sobre el guardado y procesamiento de los sentidos, emociones y pensamientos. Este proyecto utilizará esos datos y creará recuerdos 7D que se almacenarán en un nuevo microchip con tecnología 20G.

Los murmullos de asombro no tardan en llegar. Sin duda es un proyecto muy ambicioso. Ninguna empresa se ha atrevido a ir tan lejos; el almacenaje todavía no es perfecto, en especial con los pensamientos. Si conseguimos ponerlo en marcha revolucionaremos el mercado mundial.

Expone su idea con una pasión y convicción aplastantes. Cuando acaba todos asentimos, entusiasmados por empezar a trabajar. Lo miro sonreír ante los aplausos y, aunque no es nada mío, al menos no de manera oficial, no puedo evitar sentirme orgullosa de él.

—Os he elegido personalmente a vosotros porque considero que tenéis un talento excepcional. Sois la élite de la empresa y estoy seguro de que lograréis cumplir con las expectativas.

Se despide de cada uno de los miembros del nuevo equipo con un apretón de manos. Me quedo rezagada y espero a que todos hayan salido para acercarme a él.

—Gracias por confiar en mí.

—No me las des, te has ganado el puesto con tu trabajo.

—Espero no defraudarte —susurro con timidez.

—No lo harás —responde rozándome la barbilla con cariño durante unos segundos.


*

Estrés, horas extra día tras día y pocos fines de semana. En los últimos diez meses el trabajo ha ocupado mi vida, pero no han podido ser mejores; hasta ahora nunca supe lo gratificante que es que te valoren exclusivamente por tus habilidades de programación.

Aún sigo viendo a Maximiliam. Nuestra relación parece que ha llegado a un punto estable; nos juntamos varias veces a la semana, cenamos y luego se queda a dormir en mi casa. Incluso hemos hecho un viaje corto durante un fin de semana.

El proyecto «Alfa y Omega» evoluciona a pasos agigantados, queremos lanzarlo en algo más de medio año, y ya tenemos una veintena de empresas interesadas en utilizarlo. Va a ser una mina infinita de beneficios, y yo formo parte de la pequeña plantilla que lo está desarrollando. Con eso en el currículum mi carrera profesional queda asegurada.

Cuando salga a la luz volveremos a nuestros departamentos, y yo no lo haré como la novata, sino como coordinadora de un nuevo proyecto. Aunque implica mucho trabajo y responsabilidad, acepté en cuanto me lo ofrecieron: es un ascenso de más de seis escalafones, estaría loca si dejase pasar esa oportunidad.

—Lo has conseguido, Margot —me digo, orgullosa de mí misma.

Aunque todavía no he alcanzado todas mis metas, estoy en el camino correcto. Las bases están bien construidas y el futuro se muestra prometedor. Mi imagino dentro de diez años en un puesto importante, por ejemplo, como directora del departamento de programación. «¿Por qué no? El viejo Gates tendrá que jubilarse en algún momento y no me voy a quedar atrás en la carrera por sustituirle».

Todo marcha a la perfección.

*

—No puede ser —murmuro horrorizada al ver el positivo.

Tras pedir una cita de urgencia en el ginecólogo me confirman las malas noticias:

—Estás embarazada de siete semanas —me informa la doctora con un tono de voz neutro. Agradezco que no haya añadido el típico “enhorabuena”.

—¿Cuándo puede quitármelo?

—¿No quiere pensarlo? Quizá debería informar al padre antes de tomar la decisión.

—No. No hay nada que pensar o discutir. No lo quiero —contesto totalmente decidida.

No quiero un hijo, mucho menos en este momento, cuando mi carrera profesional ha comenzado a consolidarse. Un bebé significaría tirar a la basura todo el trabajo de los últimos meses, y no estoy dispuesta a eso.

—Si está tan segura, venga mañana a las siete, en ayunas. Le realizaremos un legrado y podrá irse a casa el mismo día. ¿Tiene a alguien que pueda acompañarla?

Asiento a pesar de saber que estoy mintiendo. Hace años que mis padres fallecieron, Maximiliam queda descartado, no tengo demasiado contacto con los amigos que hice en la universidad y mi relación con los compañeros de trabajo no es tan estrecha como para hacerles partícipes de algo así.

«Ya se me ocurrirá algo», pienso mientras salgo de la consulta con unas pastillas abortivas que debo tomarme por la noche.

Es un día muy extraño. No puedo concentrarme en nada y cuando llega la hora de marcharme a casa me doy cuenta de que llevo tanto tiempo mirando la pantalla del ordenador, ensimismada y perdida en mis pensamientos, que se ha apagado.

La ducha no es reconfortante, me como unas sobras cualquieras que hay en el frigorífico, por el dolor de tripa que me dan diría que en mal estado, y me siento en el sofá con una copa de vino y las pastillas abortivas encima de la mesa.

—Ya llegará el momento adecuado —me digo, tocándome la barriga de manera inconsciente.

Tomo una de las pastillas con manos temblorosas. Cuando estoy a punto de metérmela en la boca el timbre de la puerta suena y el intercomunicador me muestra la imagen de Maximiliam.

—¿Qué haces aquí? —pregunto con sorpresa.

No he hablado con él en todo el día, y nunca se había presentado en mi casa sin haber quedado antes.

—¿Puedo pasar? —pregunta a su vez con voz seria, echándole una mirada de disgusto a la copa de vino que aún tengo en la mano.

Cuando le dejo entrar recorre el pasillo con la familiaridad de quien ha pasado por allí decenas de veces y se sienta en el sofá. Toma una de las pastillas que están en la mesa y me mira.

—Permíteme que no dé rodeos, es muy tarde y los dos estamos cansados —dice haciendo un gesto con la otra mano para que me siente a su lado—. Me he enterado de tu visita al médico. No abortes.

—No puedo. No quiero criar a un hijo yo sola, y mi trabajo…

—¿Quién ha dicho que vayas a estar sola? —me interrumpe colocando un dedo sobre mis labios—. Yo estaré con vosotros.

—¿Y tu mujer?

—Lo nuestro fue un matrimonio por conveniencia. Nunca nos quisimos.

—¿Y a mí me quieres?

Hago esa pregunta con miedo a la respuesta. No sé qué me asusta más: el sí o el no. Nunca me atreví a decirlo en voz alta, pero en estos meses se ha convertido en alguien muy importante en mi vida; mucho más que un simple compañero de cama. Nos llevamos muy bien, congeniamos como nunca lo había hecho con otra persona, y sé que él también se ha dado cuenta. Me propuse no dejarlo escapar y he acabado completamente enamorada de él.

—Sí —contesta de manera escueta.

—Dilo.

—Te quiero, Margot. Quiero ver a este bebé crecer y que estés a mi lado. —Me toma la cara entre sus manos y me da un suave beso—. ¿Me permitirás hacerlo?

Asiento con una sonrisa tonta en los labios; me dejo engatusar con sus palabras bonitas y la promesa de un futuro juntos. Cuando me lleva a la cama me derrito en sus brazos. Es una noche de cariño y complicidad. Dentro de unos meses seremos uno más y me hace el amor con una ternura que nunca me había mostrado. «¿Esto era lo que necesitaba para atarlo a mi lado?», pienso, antes de cerrar los ojos, acariciando su pecho con la punta de los dedos.

—Descansa y ten dulces sueños, mi querida Margot —dice besándome la frente con suavidad.

Me duermo entre sus brazos, satisfecha, feliz y con una sonrisa boba en los labios.

*

Los meses pasan, Maximiliam se queda casi todas las noches conmigo, no sé qué le dirá a su mujer, pero no me importa.

—¿Cuándo vas a dejarla? —le pregunto después de cenar, acurrucados en el sofá.

—Estoy en ello; los trámites son complicados. No te preocupes, todo saldrá bien —responde abrazándome con fuerza.

Habla con tanta seguridad que no puedo evitar confiar en él. Aunque una pequeña alarma suena en mi cabeza cada vez que sacamos el tema; siempre responde con evasivas. «Tengo que tener paciencia y no presionarlo», pienso, acallando el gusanillo de los celos. Sus atenciones conmigo y con el bebé son continuas. Nunca me he sentido tan querida por nadie como en este momento. Té y tostadas en la cama, comida casera todos los días y un masaje en los pies tras llegar a casa después del trabajo.

—Es estupendo que no haya abortado. Son gemelos —me dice la ginecóloga en una de las revisiones rutinarias.

La sonrisa resplandeciente de Maximiliam es contagiosa.

—No podría estar más feliz. Te quiero —dice llenándome la cara de besos—. ¿Has pensado que igual es recomendable que te dieses de baja? Tienes que cuidarte, a ti y a los gemelos.

—Pero yo me encuentro bien y aún no hemos terminado el proyecto «Alfa y Omega». Después de todo el trabajo y las horas que he echado, quiero estar presente cuando lo cerremos.

—Siempre puedes hacer teletrabajo e ir a la oficina cuando se termine. Piensa en los bebés, el estrés no les sentará bien y queremos que crezcan sanos, ¿verdad? —Pone sus manos en mi vientre y me mira a los ojos con intensidad, es casi amenazante. La alarma de mi cabeza vuelve a sonar, pero la acallo al instante. «Solo quiere lo mejor para nosotros», pienso mientras asiento con la cabeza.

—Buena chica. —Me da un beso en los labios y me abraza con suavidad.

*

Son dos niños, unos pequeños hombretones que crecen saludables dentro de mí. Sueño con ellos y con nuestra vida en familia. Me despierto un día más al lado de Maximiliam, acaba de amanecer, él sigue durmiendo y aprovecho para mirarle. «Tengo suerte de tener a un hombre como él», pienso, acariciando con suavidad su rostro. El roce de mis dedos le despierta, mete las manos por debajo de la sábana y me agarra con fuerza de las caderas apretándome contra su cuerpo. Está excitado y me sonríe con picardía.

—No, me siento muy pesada y me cuesta mucho moverme.

—Solo uno rápido. No queremos desaprovecharla —dice restregándose contra mi pierna.

—De verdad que no me apetece.

—¡Venga! Si no tienes que hacer nada. Solo quédate tumbada y déjame hacer a mí.

El orgasmo vuelve a acallar la alarma.

—Ya no queda mucho para que los bebés nazcan —dice pasando una mano por mi barriga, que ya es bastante prominente—. Últimamente estás muy cansada y si te cuesta tanto moverte, ¿no crees que es el momento de darte de baja? Ahora tienes que cuidarte. Cuando los pequeños nazcan contrataremos una niñera y podrás volver a trabajar. Solo serán unos meses y tu carrera profesional no se verá afectada.

Su seguridad me convence. Además, tiene razón, hace semanas que estoy muy somnolienta y me cuesta concentrarme. Es el jefe de la empresa, no habrá ningún problema para tomarme la baja maternal y reincorporarme cuando los bebés hayan nacido.

*

Me trae fresas y un ramo de flores a diario. Nunca tiene una sola queja cuando le pido que me haga un baño y me cuida con mimo.

—Te quiero. Buenas noches. Que descanses —me susurra al oído después de darme un beso en la frente y taparme con la sábana.

Soy su universo, solo tiene ojos para mí. En estos meses me he enamorado tanto de él que creo que se ha convertido en una droga. Viene todos los días a mi casa, aunque sea solo un momento para asegurarse de que estoy bien.

*

El día de la cesárea llega. Son las siete de la mañana, no he comido nada desde ayer por la noche, y a pesar de eso tengo el estómago revuelto. Maximiliam está casi más nervioso que yo, recorre la habitación privada que nos han asignado de un lado para otro peinándose el pelo con los dedos cada pocos segundos.

—Todo saldrá bien —le digo tomándolo de la mano para tranquilizarlo.

—No sé qué haré si les pasa algo. —Coloca una mano sobre mi vientre y la mueve con cariño— Ya no queda nada, pequeños. Dentro de unos minutos estaréis con papá.

Una enfermera me coloca una vía en el brazo y nos lleva al paritorio.

—¿Cuánto dura la operación? —pregunto cuando me colocan sobre la camilla. Ahora que el momento es inminente siento cómo los nervios explotan en mi interior; las manos me sudan y el cuerpo entero me tiembla.

—Una hora más o menos. Sacar a los bebés es rápido, no más de veinte minutos, en lo que más se tarda es en volver a coserte —contesta mientras conecta una botella de suero a la vía de mi brazo.

—¿Cuándo me pondréis la anestesia local?

—Justo antes de empezar. No queremos que los bebés estén mucho tiempo expuestos a ella.

—¿Podré verlos cuando los saquen? —Hablo con rapidez y las palabras se atropellan en mi boca.

—Claro —responde, dedicándole a Maximilian una mirada que no logro descifrar.

—No te preocupes, Margot. Todo está bien —me dice con voz tranquilizadora acariciándome la frente.

—Lo siento, no puedo evitarlo. Cuando estoy nerviosa hablo sin parar. ¿Te quedarás a mi lado?

—Por supuesto —asegura con rotundidad.

La enfermera se acerca a mí con una máscara transparente.

—Solo es oxígeno, para asegurarnos de que no haya complicaciones —me explica.

—¿Oxígeno? En la consulta previa no me dijeron nada de eso.

—Ya, es solo por precaución.

—Déjala hacer su trabajo, cariño. Ella es la profesional —dice Maximiliam.

Su voz es muy autoritaria y la alarma de mi cabeza vuelve a sonar. No tengo tiempo de pensar en ello, la enfermera me pone la máscara y tres segundos más tarde todo se vuelve borroso.

*

Abro los ojos. «¿Dónde estoy?», pienso desorientada. Recorro con la mirada la habitación y me doy cuenta de que es la misma de esta mañana, pero estoy sola. Me llevo las manos a la barriga; el enorme bulto que me ha acompañado en los últimos meses no está.

—¿Dónde están mis bebés? —pregunto asustada. Nadie me responde.

A mi derecha hay una mesita y encima veo mi teléfono móvil. Intento incorporarme para cogerlo, pero en cuanto me levanto unos centímetros un intenso mareo me obliga a tumbarme de nuevo. A la izquierda de la cama está el típico aparato para llamar a las enfermeras, lo pulso y espero impaciente. ¿Dónde está Maximiliam? ¿Les ha ocurrido algo a los gemelos? No puedo evitar pensar en lo peor. La angustia y el miedo se apoderan de mí.

—¡Oh, Margot! Ya te has despertado, ¿qué tal te encuentras? —pregunta una enfermera en un tono amable.

—¿Qué ha pasado? —pregunto a su vez, ansiosa por una respuesta.

—Nada, la operación ha sido un éxito —responde con sorpresa ante mi tono urgente. Mira unos papeles que hay a los pies de la cama y me sonríe—. Te han quitado todos los miomas. Podrás irte a casa en un par de días.

—¿Miomas? Yo ingresé para una cesárea. Iba a tener dos niños —digo, totalmente confusa.

La enfermera levanta las cejas con escepticismo y niega con la cabeza.

—No tengo constancia de que hayan traído ningunos gemelos. Qué extraño…

—¿Puedes darme el informe médico? —pregunto mirando la carpeta que tiene en las manos.

Me la tiende y la abro al instante. Ahí está, arriba del todo, mi nombre, mi número de identificación y el sanitario. Dirección, teléfono y contacto de emergencia: la que fue mi mejor amiga durante la universidad. Grupo sanguíneo, alergias y cirugías anteriores: ninguna. ¿Fuma?: No. ¿Bebe alcohol?: No. ¿Está embarazada?: No.

—¿Qué está pasando aquí? —susurro incrédula. Las manos me tiemblan y la carpeta se cae al suelo.

—Voy a llamar al médico —dice la enfermera tras recoger los papeles.

—¿Puede darme el móvil? —le pido señalando la mesita.

Después de cuatro intentos consigo desbloquearlo y entro en el menú de últimas llamadas; está vacío. No hay ninguna llamada entrante o saliente. Pincho en el botón de contactos; no tengo ningún número marcado como favorito y Maximiliam no aparece en la lista. Ni por la «M» ni por la «S».

—Qué está ocurriendo…

Me intento levantar, pero el mareo regresa con fuerza y un intenso dolor en el vientre me devuelve a la misma posición de antes. No entiendo nada. Los últimos meses no han sido mentira. He estado embarazada, Maximiliam estuvo conmigo todo el tiempo e íbamos a tener dos niños. ¿Verdad? Vuelvo a mirar otra vez la lista de contactos, sin éxito. Su teléfono no está. Aunque gracias al microchip de mi cabeza recuerdo su número perfectamente. Marco.

“El número al que llama no existe”, me informa la voz neutra de la operadora.

Vuelvo a marcar.

“El número al que llama no existe”.

Me aseguro de estar escribiéndolo bien.

“El número al que llama no existe”.

—Estoy segura de que era ese —susurro incrédula.

“El número al que llama no existe”.

—¿Qué está ocurriendo?

Unas lágrimas de impotencia se escapan de mis ojos y siento que empiezo a hiperventilar. No puedo parar de llorar y el dolor de la barriga se acrecienta. Me estoy mareando… Creo que no puedo respirar… Cada sollozo viene acompañado de un punzante dolor en el vientre. Escucho a lo lejos que alguien me llama. Una figura blanca me toca un hombro y se acerca a mi cara.

—¿Margot, te encuentras bien?

Me parece que es la enfermera de antes. Aunque intento responder, de mi boca solo salen agudos lamentos. Luego un grito y después nada.

 

Todo es muy confuso.

 

¿Maximiliam?

 

¿Dónde estoy?

 

¡Maximiliam!

 

¿Y los bebés?

 

¿¡Maximiliam!?

*

He sufrido una grave crisis de ansiedad que me ha dejado en el hospital durante tres meses. Medicamentos, consultas médicas y terapia.

—Hoy te dan el alta. ¿Te sientes preparada? —pregunta la psicóloga que me lleva evaluando desde que ingresé en el departamento de trastornos psicológicos. Asiento con la cabeza y le sonrío con timidez—. ¿Qué harás cuando salgas?

—Iré a comer al coreano que hay al lado de mi casa —respondo lo que sé que quiere oír sin llegar a mirarla a los ojos.

Creo que asiente con la cabeza y me desea buena suerte antes de dejarme marchar. Salgo del despacho con la vista puesta en el suelo y la actitud apocada que he adoptado en las últimas semanas. Sonrío con suficiencia cuando cierro la puerta; me ha costado hacerles creer que he aceptado su historia de los miomas. «Tengo que agradecerle al conserje que me haya ayudado cambiando los medicamentos por pastillas de sacarina», pienso mientras meto mis pocas pertenencias en una pequeña maleta. «Aunque los trabajos manuales en la sala de mantenimiento son un buen pago por ello».

Solo tengo una cosa en mente: necesito respuestas y eso solo lo puedo conseguir de una persona. No ha pasado un solo día en el que no me haya acordado de Maximiliam. Al principio mis sentimientos estaban encontrados, aún seguía queriéndole con intensidad, pero conforme el tiempo fue pasando, y mi estancia en el hospital se prolongaba, el amor iba pasando al odio.

—¿Qué me has hecho? ¿Por qué me has dejado aquí? —preguntaba en voz alta.

Tuve mucho tiempo para pensar en lo que haré cuando lo vea. Y tengo una cosa muy clara: no me voy a quedar callada si sus respuestas no me convencen. Quiero pensar que hay una razón lógica. Es posible que Maximiliam esté enfermo y por eso no ha podido venir a verme. Que los bebés hayan nacido muertos… Pero hay muchos cabos sueltos, cosas que no cuadran y demasiadas preguntas que todavía no tienen respuesta.

No sé dónde vive, pues siempre venía él a mi casa. Así que solo hay un lugar en el que puedo buscarlo. Tomo un taxi y me dirijo al centro. El impresionante edificio donde se encuentran las oficinas de Swindler Co. aparecen delante de mí. Están igual a como las dejé, como si nada hubiese pasado, como si no me hubiesen robado meses de mi vida. Entro en el enorme vestíbulo y le sonrío al recepcionista.

—¡Margot! Qué sorpresa, ¿qué te trae por aquí? Pensaba que te habías ido de la ciudad.

—Sí, bueno. Más o menos. Pero ya estoy de regreso.

—Me alegro de verte, tienes buen aspecto.

—Gracias. Tú también. Oye, mira. Vengo directamente de la estación, —digo señalando la maleta— no me ha dado tiempo a ir a casa a por mi pase de entrada. ¿Puedes dejarme pasar?

—¿Tienes una cita?

—¿Cómo? —«No puede ser, ¿aquí también?», pienso con incredulidad.

—Que si tienes cita con alguien. Ya sabes que las visitas solo pueden entrar si están citados.

—Ehhh… trabajo aquí.

—No… Hace más de medio año que te marchaste.

—Ya veo...

¿Una razón lógica? ¿El beneficio de la duda? ¡Maldito cabrón! ¿Qué me has hecho?

—¿Y podrías decirme si el señor Swindler se encuentra en el edificio?

—Lo desconozco —contesta encogiéndose de hombros.

—Gracias —le digo antes de marcharme.

Aunque conozco perfectamente el edificio, no tiene sentido intentar colarme. Hay cámaras de seguridad en todas las puertas y no quiero crear ningún escándalo; eso solo iría en mi contra.

Maximiliam siempre viene en coche, así que paso lo que queda de día delante de la entrada del aparcamiento. Este es mi único sitio de referencia, si no lo encuentro aquí no sé dónde podría estar.

Las farolas se encienden, cada vez queda menos gente en la calle y Maximiliam todavía no ha aparecido. Las tripas me rugen y decido marcharme. «Regresaré mañana, y al otro, y al otro. Los días que hagan falta. Necesito hablar con él. Que me dé una respuesta a mis preguntas».

Abro la puerta de mi casa. En el salón hay una luz encendida y entro con cautela. Ahí está él, sentado en el sofá con la expresión más seria que nunca le he visto. Sus ojos, duros y fríos, me intimidan durante unos segundos.

—Rehaz tu vida —dice con sequedad extendiéndome un sobre.

No hay un saludo, mucho menos un beso, solo una mirada autoritaria.

En el interior hay dos contratos a mi nombre, uno es de trabajo; un puesto parecido al que tenía en una empresa igual de importante que la Swindler Co., con un salario bastante cuantioso y unas condiciones envidiables. El otro es de un piso más grande que este; por las fotos parece que tiene unas vistas espectaculares, y se encuentra a escasos diez minutos andando del centro. ¿La ciudad?

—¿Quieres que me marche a la otra punta del país? —pregunto mirándole con sorpresa.

—También hay unos documentos de renuncia completa a los derechos parentales de los gemelos. Fírmalos.

—¡Vaya! Así que los bebés sí existen. No eran unos miomas.

—No, no lo eran —responde escuetamente.

—¿Qué es todo esto? ¿Por qué me dejaste en el hospital? Prometiste que los criaríamos juntos. Que los verías crecer a mi lado.

—Cuando lo hayas firmado dime la cifra que quieres —responde, ignorando mis preguntas.

—¿La cifra de qué? ¿De qué estás hablando?

—De tu silencio —contesta con dureza.

Nos miramos a los ojos durante unos segundos. No reconozco al hombre que se encuentra delante de mí; ese no es el Maximiliam que me estuvo mimando durante los últimos meses. Que me prometió felicidad y una familia.

—¿No me quieres?

—Firma los documentos y acabemos con esto.

—¿Me has engañado?

—Margot, por todos los arduinos. No me hagas decirlo. Firma los documentos y márchate de la ciudad.

—¡¡No pienso firmar tus malditos papeles!! —grito, tirándole el sobre a la cara.

—No vas a quedarte con los gemelos —asegura con tranquilidad, sin alterarse por mi ataque de furia.

—¡Me importan una mierda los bebés! Lo dejé todo por ti. Abandoné mi carrera porque tú me lo pediste. —Me abalanzo sobre él y le golpeo el pecho con los puños mientras las lágrimas caen por mis mejillas.

—Y la podrás recuperar si aceptas el trabajo que te he conseguido. Es una oportunidad inmejorable y las perspectivas de ascender en esa empresa son muy buenas —contesta con calma.

—Me has usado —afirmo, profundamente dolida por su traición—. Nunca me quisiste, ¿verdad? Estos últimos meses han sido una mentira. Solo querías a los bebés.

—Te lo repito otra vez, Margot. No me hagas decirlo. Toma lo que te ofrezco y olvídate de nosotros. Estuviste a punto de abortar, así que haz como que nunca existieron y continúa con tu carrera profesional, tal y como siempre quisiste.

—¿Los vas a criar con tu esposa? ¿No le importa que le hayas puesto los cuernos?

—Mi vida marital no es de tu incumbencia —responde con sequedad.

—Lo es si te quieres quedar con mis hijos. Me debes una explicación —exijo separándome de él. Me cruzo de brazos y espero a que hable.

Se levanta del sofá pasándose los dedos por el pelo y lanza un suspiro al aire.

—Mi mujer nunca se pudo quedar embarazada. Lo intentamos todo, pero nada funcionó —dice, recogiendo los documentos que se han esparcido por el suelo—. Por eso, cuando me enteré de que tú lo estabas no pude evitar aprovechar la situación. Siempre quise ser padre.

—¿Y no se te ocurrió que igual habría sido mejor contarme tu plan?

—¿Lo habrías aceptado? —pregunta levantando una ceja en un gesto de duda.

—No me diste la opción de pensarlo. Me engañaste y usaste en tu propio beneficio. Me hiciste creer que me amabas. Dejaste que me enamorase de ti. Y ahora que ya tienes de mí lo que querías, me echas. No te lo perdonaré —le recrimino—. Jamás olvidaré esta traición—. La rabia y el resentimiento que habían crecido dentro de mí en los últimos meses me envenenan y explotan—. Te odio —le escupo. Las palabras me llenan la boca, y las siento reales, casi tangibles.

—Firma los papeles —repite, tendiéndomelos, con el rostro inexpresivo.

—Que te follen. Lárgate de mi casa, cabrón.

Lanza un bufido exasperado al aire, se los guarda en la chaqueta y me mira con disgusto.

—Si así es como lo quieres...

No sé muy bien lo que ocurre a continuación. En unos pocos segundos recorre la distancia que nos separa, me agarra de los hombros y me gira. Algo fino y helado se enrolla alrededor de mi cuello. Tardo unos instantes en darme cuenta de lo que pasa: «Me está estrangulando», pienso sorprendida. ¿Cómo hemos llegado a esta situación? El desconcierto me dura poco y en cuanto reacciono pataleo y me revuelvo con fuerza. «No voy a dejar que me mates, maldito bastardo». Le golpeo con los puños, los codos y las manos. Intento arañarle la cara o meterle los dedos en los ojos. Cualquier cosa con tal de que me suelte. Un fuerte talonazo en la espinilla hace que su agarre se afloje durante unos segundos, suficientes para revolverme y zafarme de él. Le pego un puntapié en la entrepierna y corro en dirección a la puerta de la calle; el pasillo de mi piso nunca me ha parecido tan largo como en este momento.

Bajo las escaleras saltando los escalones de dos en dos; aunque tropiezo un par de veces no llego a caerme. Eso sería el final. Lo siento justo detrás de mí. Cada vez que giro un tramo de la escalera veo su silueta a menos de un metro, obligándome a seguir corriendo. Salgo a la calle y me dirijo hacia un parque cercano; puedo esconderme entre los árboles para perderle de vista. La frondosidad de los arbustos me ocultan perfectamente. Lo veo pasar por delante de mí varias veces, con el ceño fruncido y una mirada preocupada.

—¡Margot! Esconderte no te va a servir de nada. Acabaré encontrándote —lo oigo gritar en algún lugar del parque.

Me mantengo al resguardo de la vegetación hasta que anochece. Creo que hace algo más de dos horas que se marchó, pero no me quiero arriesgar.

—Ya ha pasado —susurro cuando la oscuridad me engulle.

Y ahí, escondida entre los arbustos, haciéndome lo más pequeña que puedo, dejo salir toda la tensión y angustia acumuladas. Lloro, lloro y lloro. Me compadezco de mi mala suerte y lo maldigo a él por hundirme la vida. Sola y vulnerable. Utilizada. Sin trabajo, casa, ni familia. Frente a mí un importante hombre de negocios, dueño de una compañía y con muy buenos contactos.

«Me quiere muerta».

El frío de la noche me envuelve.

«Muerta…».

Todo está oscuro y en silencio.

«Muerta».

Los primeros rayos del sol se abren paso a través de la negrura de la noche.

—Y una mierda.

El cantar de los pájaros le dan la bienvenida al nuevo día.

Me quiere muerta, pero no se lo voy a poner fácil. Si quiere guerra, guerra tendrá. No importa el tiempo que me cueste o lo que tenga que hacer; prometo que me vengaré y pagará por haberme utilizado a su antojo.



Esta es solo una pequeña parte de la historia, si queréis saber cómo continúa, podéis leer el relato completo en la recopilación que lleva su nombre: Promesas de guerra, disponible en Amazon.

En un principio para esta historia quería desarrollar un relato que escribí en el 2018. Iba sobre un hacker en un futuro lejano, donde la tecnología había evolucionado muchísimo y los humanos llevaban microchips en la cabeza.

Quería que fuera el relato principal de la tercera recopilación, y como en las dos anteriores los protagonistas fueron hombres, quise poner una mujer: Yang Mi.

Escribí muchísimo, casi media historia. Sin embargo, empecé a atascarme en ese mundo de programación. No tengo ni idea de informática, y aunque al ser algo del futuro puedo inventarme todo, no me sentía cómoda. Lo mío son más los sentimientos, así que tomé uno de los personajes, que era todo emoción, Madam Mao, y escribí su historia.

Tuve que reescribirlo todo y contar lo que ya tenía desde el punto de vista de otro personaje, pero creo que el trabajo mereció la pena. Al final quedé mucho más satisfecha con el resultado que con lo que había escrito antes.

¿Y a vosotros? ¿Qué os ha parecido el inicio de la historia?
*

Seguro que también te interesa:

Si quieres leer más textos originales escritos por la autora de este blog, puedes encontrarlos todos en este enlace: Relatos

¡Un saludo!

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...