El secreto de las Dalias


—¿Cómo me queda? —me pregunta mientras se pasea por mi habitación con la ropa que se acaba de comprar.

—Perfecto —le respondo con una falsa sonrisa. Pero ella no la ve, está demasiado ocupada mirándose en el espejo.

Los pantalones le quedan increíbles, la camiseta hace que sus pechos parezcan más grandes de lo que son, y la chaqueta naranja resalta el moreno de su piel. Está preciosa y la miro con envidia porque sé que aunque yo me pusiera esa ropa, jamás podría lucirla igual de bien que ella lo hace.

Se pasea por mi habitación y por el pasillo recreándose en todos los espejos por los que pasa. Y yo me muero de celos al verla.

—¿Bajamos a la cocina a merendar? Me está entrando hambre —me pregunta.

—¿No te cambias antes?

—No. Mi padre nunca va a dejarme salir con esta ropa puesta, mucho menos con la chaqueta. No tiene ni idea de qué es lo que se lleva ahora, sigue anclado en los años setenta. Tengo que aprovechar para ponérmela ahora que no me ve —responde encogiéndose de hombros.

La veo alejarse en dirección a las escaleras. «¿Por qué tiene que ser tan bonita? Su cuerpo es perfecto; es simpática e inteligente. Aún no he conocido a alguien a quien le caiga mal. Es mi mejor amiga desde los dos años, la adoro, ¿cómo podría no hacerlo? Es imposible no quererla. Pero también la odio. Porque no se da cuenta de su encanto, de lo que sus sonrisas causan en los que la rodean. Porque podría ser la amiga de cualquiera, y aun así eligió quedarse conmigo».

Comienza a bajar las escaleras y entonces sucede. La idea tan solo llega, y actúo sin pensar. Es solo un pequeño empujón. Si no hubiese acabado así, podría haberlo justificado como que iba a caerme, y para no resbalar, me intenté agarrar a ella. Pero el golpe llega en el momento en el que baja un escalón, y la inercia la impulsa hacia delante. No puede mantener el equilibrio, se tropieza y rueda por las escaleras hasta llegar al suelo. El estruendo es enorme.

Miro la escena con horror y bajo corriendo. Sus preciosos ojos me miran con una expresión de sorpresa, y su cuello se encuentra en una posición anormal. No se mueve, no respira, y yo estoy paralizada. Observo su cuerpo sin vida y me doy cuenta de que en la caída, la camiseta se le ha subido. Su tripa plana queda al descubierto. Es perfecta, como toda ella. Y la envidia regresa a mí. No puedo evitarlo, mis piernas se mueven solas y le pego una patada a su impecable estómago. Para mi sorpresa, el impacto alivia un poco todo el odio y los celos que guardo en mi interior, y entonces me dejo llevar. La golpeo con fuerza durante incontables minutos hasta que una voz me hace regresar a la realidad.

—¿Dalia? ¿Qué ha pasado?

Al levantar la vista me encuentro con mi madre. Está parada en mitad del pasillo y me mira incrédula.

—Mamá… yo verás… —Sin saber qué decir llevo la mirada de forma intermitente del cuerpo sin vida de mi amiga y a mi madre. No sé qué me ha pasado, no sé cómo justificar mi bárbaro comportamiento. Las piernas me fallan, me dejo caer al suelo y comienzo a sollozar.

Siento que mi madre se acerca y me envuelve entre sus brazos. Besa mi frente y me abraza con fuerza. Su presencia es reconfortante. Me susurra al oído palabras tranquilizadoras, y unos minutos más tarde consigo sosegarme.

—Mamá, no sé qué ha pasado. Yo… —comienzo a decir. Pero ella pone un dedo sobre mis labios y me hace callar.

—Está bien, cariño. No tienes que explicar nada. Es algo que tenía que ocurrir en algún momento.

La miro extrañada sin entender a qué se refiere, pero ella se levanta del suelo y me tiende una mano.

—¿Llamó a su casa cuando llegasteis? —me pregunta.

—No. Estábamos tan emocionadas con lo que nos habíamos comprado en el centro que se nos olvidó.

—¿Vinisteis en el autobús?

Niego con la cabeza un poco avergonzada, sé que no le gusta que hagamos el trayecto andando, pero en esa ocasión parece satisfecha con mi respuesta.

—Ayúdame a llevarla atrás —me dice.

Ella la agarra de los hombros, yo de las piernas, y entre las dos la sacamos al patio. Los altos setos que rodean la propiedad nos esconden de posibles miradas indiscretas, y nos dirigimos al fondo, al bonito jardín lleno de dalias que mi madre cuida con mimo y esmero. Están colocadas en ocho pequeños grupos, y cada uno de ellos tiene un color diferente. Son preciosas. A mi madre le encantan las dalias, me puso este nombre por ellas. Mi abuela también era una apasionada de esas flores, y por eso mi madre también se llama así. De hecho, que yo recuerde, en mi familia ha habido una mujer con este nombre desde hace generaciones.

Dejamos el cuerpo casi al final del jardín, al lado de las dalias moradas, y mi madre se dirige al cobertizo. Cuando regresa lleva dos palas en la mano, me tiende una y comienza a cavar cerca de uno de los setos de la derecha.

—Hacía tiempo que tenía ganas de plantar unas nuevas dalias. Ya ha pasado mucho desde la última vez. Y ahora, principios de primavera, es la época perfecta para ello. ¿Te acuerdas de cuando pusimos las últimas? —pregunta sin dejar de cavar.

—Fue hace varios años, pero sí me acuerdo —digo mirando las bonitas dalias moradas—. Fue el día en el que papá se fue.

—Así es. El morado siempre fue su color favorito. —Su voz suena nostálgica, pero no triste. No suele hablar de mi padre, pero cuando lo hace, siempre es de esa manera, con un cierto tono melancólico, pero nunca con tristeza—. Ayúdame a cavar.

Asiento, tomo la pala y la obedezco sin rechistar. Es extraño, mi mejor amiga acaba de morir, su cuerpo está a unos pocos metros de distancia de mí, pero no estoy nerviosa o triste, de hecho, nunca me he sentido más tranquila que en este momento.

Cavo al lado de mi madre, en silencio. Las palabras no son necesarias. Pero, de alguna manera, siento que esto nos une. Siempre supe que las dalias eran importantes para mi familia, pero aunque le pregunté, mi madre nunca quiso decirme el porqué. Es bonito descubrir la razón y sentirse parte de ello.

El agujero es bastante ancho, y cuando ya llevamos como veinte centímetros de profundidad, mi madre hace una pequeña pausa y señala al otro lado del jardín.

—Mi bisabuela fue la que plantó las primeras dalias, las rojas de la esquina. —Se aparta el pelo de la cara y me mira—. Lo hizo cuando su hermana se ahogó en el río.

—Antes pasaba más cerca del jardín, ¿verdad?

—Sí, en aquella época corría casi por detrás de los setos. Luego construyeron la presa del oeste y modificaron el curso para que las casas no se inundasen tras los deshielos.

Mientras la escucho hablar, mis ojos se llenan de lágrimas de emoción. Mi madre nunca me había contado la historia de ninguno de los grupos de dalias, y conocer el origen de esta tradición familiar, me hace sentir muy especial. Solo espero que siga hablando y me cuente la historia de cada una de ellas.

Cavamos hasta que la luz del atardecer nos sorprende. El hoyo tiene una profundidad de un metro, y mi madre sonríe satisfecha. Se acerca al cuerpo de mi amiga, la agarra de los pies y tira de ella hasta acercarla al agujero.

—¿Puedo quedarme con su chaqueta? —pregunto antes de que desaparezca.

—¿Alguien la ha visto con ella?

—No, es la que compramos esta mañana.

—Está bien —responde—. Es muy bonita. Te quedará muy bien, y el color me gusta.

Asiento con la cabeza y se la quito con cuidado. Mientras lo hago, no puedo evitar mirarla a la cara, y lo que siento al verla allí, fría e inmóvil, hace que me sienta más viva que nunca.

Dejo la chaqueta a un lado y entre las dos empujamos el cuerpo. El golpe que hace al chocar contra el fondo me produce un intenso escalofrío. Tapamos el agujero, y cuando acabamos nos quedamos mirando el lugar durante unos segundos. Mi madre me da un beso en la frente y pasa un brazo por mis hombros.

—Definitivamente necesitábamos unas dalias nuevas, y ahí quedarán perfectas. Mañana iremos a comprarlas. ¿De qué color quieres que sean?

—Naranjas.



¿Qué os ha parecido el relato? Espero que la idea se haya entendido. Las dalias tienen un significado bastante tétrico, no son simples flores puestas ahí, al azar.

La idea de este relato la tenía latente desde hace muchos años. Quería escribir una historia de una familia de asesinos en los que algún objeto de la casa fuese el que mostrase todos los muertos que llevaban. No se me ocurría qué podía ser, hasta que le envié a mi madre esta foto:


Me dijo que era una dalia, y que se solían ver mucho en los cementerios, al menos en España. Eso, de alguna manera, removió la idea que tenía, y tomé las flores como ese objeto.

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Si quieres leer más textos originales escritos por la autora de este blog, puedes encontrarlos todos en este enlace: Relatos.

¡Un saludo!



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