Nuestro niño de treinta años




Miro una vez más el reloj que hay colgado en la pared y suspiro frustrada al darme cuenta de que las manecillas no han dado ni una vuelta entera desde la última vez que me fijé en ellas. ¡Dios!, el tiempo se me está haciendo eterno.

Mi marido, sentado a mi lado, tiene los ojos cerrados y parece tranquilo, pero lo conozco lo suficiente como para distinguir la tensión debajo de su rostro impasible; está igual de nervioso que yo. Hace solo diez minutos que los médicos se llevaron a nuestro hijo a la sala de operaciones, y la congoja nos puede.

Miro por la ventana con la intención de despejar mi mente, sin embargo, las palabras del neurólogo no dejan de dar vueltas dentro de mi cabeza.

—Este nuevo método ha resultado altamente efectivo en pacientes con lesiones medulares parecidas a las de su hijo. Si todo sale bien, es muy posible que despierte —dijo hacía una semana.

Nos agarramos a un clavo ardiendo, y firmamos los papeles al momento. Aquello era un halo de esperanza tras todos los tratamientos fallidos de los últimos veinte años, cuando nuestro querido Adrián, de tan solo diez años, se cayó por el balcón.

Nunca olvidaré aquel fatídico momento.

—¡Mamá! ¡Mamá!, date prisa. ¡La yaya ya viene! —gritó entusiasmado cuando el timbre de la puerta de la urbanización sonó.

Se abalanzó sobre el portero y abrió sin siquiera preguntar quién era. Estábamos esperando a que mi madre llegase para salir de viaje; la playa era nuestro destino. Iba a ser la primera vez que Adrián la viese en persona, y la emoción que sentía le impedía quedarse sentado por más de cinco minutos.

Corrió hacia el balcón para ver llegar a su yaya, como él la llamaba, cuando el desastre ocurrió. Fueron centésimas de segundos, pero yo lo vi a cámara lenta. Tenía la horrible manía de encaramarse a la barandilla y, por más que su padre y yo le regañábamos por ello, nunca conseguimos que dejase de hacerlo. En esa ocasión, con la velocidad de la carrera se pasó de impulso y se precipitó por encima de los barrotes. El pánico se apoderó de mí al ver su pequeño cuerpo caer. Me quedé paralizada delante de la ventana, con la vista puesta en el vacío balcón sin querer creer lo que mis ojos acababan de presenciar. El grito histérico de mi madre me devolvió a la realidad.

Vivimos en un segundo piso y, aunque Adrián sobrevivió, el golpe le produjo un daño medular severo; “estado vegetativo persistente”, lo llamaron los médicos. Probamos todos los tratamientos posibles, hipotecamos de nuevo la casa, vendimos el coche y utilizamos hasta el último céntimo de la herencia que nos dejó mi madre para sanarlo, pero nada de lo que probamos surtió efecto.

Adrián creció, pues su cuerpo seguía vivo. Le salió barba y sus facciones se volvieron más prominentes. Se convirtió en un hombre, mas sus ojos se mantuvieron cerrados.

Los dedos de mi marido se entrelazan con los míos. Estamos cansados, muy cansados. Los sesenta se acercan con rapidez, y nos da miedo pensar en lo que pasará con nuestro hijo cuando ya no estemos. No lo hemos hablado; nos da pánico hacerlo. Por eso tenemos puestas todas nuestras esperanzas en este nuevo tratamiento: una operación compleja y revolucionaria que no está exenta de riesgos. En estos años la medicina ha evolucionado a grandes pasos, y los últimos resultados que se han obtenido son alentadores.

Unos agudos pitidos resuenan en la habitación indicando que son las nueve de la mañana. Solo ha pasado una hora… Resoplo frustrada y me recuesto en el asiento.

Las horas pasan lentas, eternas, y los recuerdos que tengo de Adrián se cuelan en mi cabeza una y otra vez; machacándome, torturándome.

El sol empieza a ponerse cuando los médicos entran en la habitación con mi hijo, aún dormido, en la cama. Nos levantamos al instante y corremos hacia ellos.

—Todo ha ido perfecto. Se despertará en unos minutos —dice el médico con una satisfecha sonrisa en la cara.

Las manos me tiemblan por la emoción. ¿De verdad? ¿Ya está? ¿Al fin?

Si las últimas horas se me han hecho eternas, los minutos que pasan hasta que abre los ojos se hacen interminables. Una enfermera le quita los tubos que le ayudan a respirar y Adrián mueve la cabeza hacia los lados. Nos mira a todos, desorientado. Cuando me ve su mirada se llena de confusión.

—¿Yaya? —pregunta.

Su voz suena ronca por los años de desuso y los cambios de su cuerpo. Se asusta al escucharse y se lleva las manos a la boca con desconcierto.

Me acerco a él, le tomo las manos y no puedo evitar que las lágrimas se desborden. Los años no han pasado solo para él; las arrugas pueblan mi rostro y hace ya tiempo que las canas se hicieron dueñas de mi cabello.

—Todo está bien, mi niño —le digo. Acaricio su mejilla con suavidad y le sonrío.

—¿Mami?

Asiento y río al escucharlo. Hacía tanto tiempo que nadie me llamaba así…

Mi marido se pone a mi lado y enlaza sus dedos con los nuestros. Las lágrimas recorren sus mejillas, pero en su rostro una inmensa sonrisa de alegría resplandece.

Han pasado muchos años desde que sentí por última vez este sentimiento: felicidad, se llamaba. Miro con dicha a mi familia y los abrazo con fuerza.

La vida nos ha quitado veinte años y, aunque Adrián es un niño encerrado en el cuerpo de un hombre, recuperaremos el tiempo perdido. Viviremos el fin de su infancia, una tardía adolescencia y ojalá lleguemos a verlo convertido en el hombre que debería ser.

No será fácil, pero estoy segura de que lo más duro ya ha quedado atrás.




Este relato lo escribí para el curso de escritura que realizo Método PEN. En esta ocasión nos pedían que escribiésemos una historia en la que el tiempo jugase un papel importante.

Desde el principio la idea que tenía en mi cabeza era bastante clara; quería escribir sobre alguien que sufre alguna lesión, queda en coma y cuando vuelve a despertar, muchos años después, todo a su alrededor ha cambiado, pero él sigue siendo el mismo niño de antaño.

Creo que por ese entonces había visto la serie Erased, y algo de la inspiración llegó por ahí.

Espero que os haya gustado.

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¡Un saludo!


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