El gerifalte



Juan es un tipo de lo más normal. Nunca tuvo mote, siempre fue Juan. Ni Juanito, ni Juanillo, ni Juanote, aunque su tamaño bien podía haber dado para muchos diminutivos y aumentativos. Pero a pesar de todo siempre fue Juan, a secas.

Está bien entrado en la cuarentena, con más calva que canas y un cuerpo en forma de canica. Siempre lleva unas gafas de pasta gruesa y un traje que, aunque nunca está impecable, tampoco están mal cuidado.

A simple vista Juan parece un hombre del montón. Ni guapo, ni feo. No tiene una sonrisa bonita ni una personalidad arrolladora. No llama la atención y cuando se presenta nadie se queda con su nombre o su cara.

—Basta ya de tantos rollos, narrador. Además, ¿a qué viene esa descripción tan poco heroica de mi persona?
—Perdona, Juan. Pero tienes que reconocer que es la verdad.
—¡Bah! No tienes ni idea. Déjame que cuente yo la historia.
—Como prefieras.

Podría decir muchas cosas sobre mí. He vivido millones de aventuras y conocido gente de todas partes del mundo. Pero para no dar demasiada envidia me quedaré ahí y os contaré la vez en la que María se quedó prendada de mí.

—¿María? ¿La que se casa con tu antiguo jefe dentro de un mes?
—…
—No me mires así, Juan. ¿Es ella?
—¡Cállate y déjame contar la historia!

Ocurrió un lunes. Aquel fin de semana me había comprado un traje nuevo, y para ser sinceros, me quedaba cojonudo.

—Tampoco hace falta decir este tipo de palabras, ¿no te parece?
—¿Me vas a estar interrumpiendo en cada frase?
—No, pero podías utilizar otra expresión: perfecto, hecho a medida, como un guante. No siempre hay que recurrir a ese lenguaje tan vulgar.
—Está bien. El traje me quedaba perfecto. ¿Mejor?
—Sí, gracias. Continúa.

Como iba diciendo, aquel día estaba espectacular. Me miré en el espejo del ascensor, me coloqué la corbata y cuando las puertas se abrieron salí al pasillo. Saludé a la recepcionista y desde ese mismo momento supe que aquel día iba a ser apoteósico.

—¿Por qué? ¿Qué fue lo que hizo?
—No hizo nada, fue su mirada. Me comió con los ojos.
—¿En serio?
—Así es. La saludé con un «¡Buenos días, princesa!» que había escuchado en una película y entré en el despacho. Pero noté sus ojos recorrer todo mi cuerpo.
—Pues yo recuerdo que te miró con una sonrisa incómoda.
—¿¡Qué sabrás tú!?
—Bueno, bueno, no te enfades. Yo me callo ya.

Me dirigí a mi mesa, encendí el ordenador y miré el reloj. Eran las ocho y cinco, lo que significaba que las secretarias ya deberían estar en la cocina. Con paso seguro me encaminé hacia allí.

—¿No fue en ese momento cuando te tropezaste con el paquete de folios y tiraste la taza de Rubén al suelo? La que le había regalado su hermana antes de morir en ese espantoso accidente de tráfico.
—…

Al entrar en la cocina las chicas ya estaban allí. María era una de ellas. Estaban hablando en cuchicheos y cuando entré se callaron al instante. Raquel se puso roja y supe que estaban hablando de mí.
Con toda la confianza de saber que era el centro de atención de esas mujeres me dirigí hacia la cafetera y cuando les di la espalda escuché claramente como suspiraron.

—Yo más bien diría que se rieron en voz baja.

Suspiraron. Tomé una taza del armario y mientras esperaba a que el café se hiciese, evité deliberadamente mirarlas, quería dejarles tiempo para que los colores se les bajasen.
Cuando el líquido negro estuvo listo me giré con lentitud hacia ellas.

—¿Líquido negro? ¿Te refieres al café?
—Pues claro, ¿qué va a ser si no?
—¿Y por qué esa manera de decirlo? ¿Quién te crees que eres? ¿Lope de Vega?
—Antes te quejabas porque utilizaba palabras vulgares, ¿y ahora no puedo intentar ser un poco más poético?
—Lo siento, es que me has desconcertado, no te pega nada.

Cuando terminé el café me giré hacia ellas y pegué un sorbo. Estaba muy caliente y no pude evitar pegar un pequeño salto al sentir que mi lengua se quemaba. Aquello hizo que las mujeres me sonriesen con cariño.

—Me acuerdo de ese momento. Hiciste una mueca horrible. De lo más cómica. Y sí, las chicas se rieron, pero a carcajadas.

Soplé un par de veces sin dejar de mirarlas, en especial a María. Aquella mujer era impresionante. Nos mantuvimos la mirada y comenzó a coquetear conmigo. Me miraba por encima de las gafas y enredaba un mechón de pelo en uno de sus dedos.

—Ahí te doy la razón. Estaba coqueteando.

Se pasó así varios minutos. Lanzándome miradas de lo más provocadoras. Fue en ese momento en el que me di cuenta de que había caído en mis redes y hasta que no me terminé el café no dejó de mirarme.
Antes de salir me giré hacia ellas y les guiñé un ojo. Cuando iba a cerrar la puerta vi que Raquel se había vuelto a poner muy roja y Ana le pegó a María un golpe en el brazo. Imagino que estaría celosa por lo que acababa de pasar entre nosotros.

—¿Estás seguro de que ese fue el motivo?
—Pues claro. Pero si María se había enamorado de mí, ¿qué iba a hacer yo?
—Todavía no entiendo cómo puedes pensar que una mujer como esa se haya podido enamorar de un tipo como tú.
—¿A qué te refieres con eso? Tú mismo has dicho antes de coqueteó conmigo.
—Sí, pero igual no lo hizo porque estuviese enamorada.
—¿Y cuál podía ser su motivo? Dime, listo.
—…
—No. Ahora no te encojas de hombros.
—No lo sé, Juan. Igual estaba jugando contigo. Piénsalo. Si fuese así todo lo que pasó después tendría sentido.
—Lo que pasa es que tú, al igual que Ana, tienes envidia.
—No voy a entrar en eso. Mejor sigue contando la historia.

Volví a mi mesa y estuve trabajando durante varias horas con una impecable diligencia.

—A ver, Juan. ¿Impecable diligencia? Le enviaste a María treinta correos que casi podrían ser de acoso sexual.
—No eran de acoso. A algunas mujeres les gusta que les digan las cosas sin tapujos ni dobles sentidos.
—Pero reconoce que igual te pasaste.
—¡Qué va! A esa le va la marcha. Lo sé yo. Si no, ¿por qué iba a llevar siempre esas faldas y pantalones tan ajustados?
—¿Porque le gusta?
—¡Bah!

Cuando la mitad del día laboral había pasado decidí estirar un poco las piernas. Deambulé sin un rumbo fijo por la oficina. Al pasar por delante de las mesas de mis compañeros noté todas las miradas puestas en mí. El traje nuevo, mi elegancia y porte estaban rompiéndolo.

Mis pasos me llevaron hasta la mesa de Raquel. La pobre parecía estar teniendo algún problema con su ordenador, así que le ofrecí mi ayuda. Pasé varios minutos allí, pues resultó ser más complicado de lo que en un principio pensaba. Pero no me iba a ir dejándola tirada.

Al final conseguí solucionarlo y antes de marcharme me lo agradeció acariciándome la mejilla. Aun recuerdo el tacto de su mano y el calor que me dejó en la piel.

—Juan, yo creo que aquello fue en un universo paralelo. Metiste un troyano en el ordenador de Raquel que casi destroza todo el sistema de seguridad de la empresa. Y esa caricia fue el bofetón que te dio cuando salió el pantallazo azul.
—Imposible, ese sería otro. A mí nunca me pasaría algo parecido. Estoy más que versado en el arte de la informática.
—Pero si no sabes ni cómo funciona el Power Point.
—¡Porque ese programa lo carga el diablo!

Después de brindarle mi ayuda y salvar a Raquel regresé a mi mesa y continué realizando mi trabajo. Dentro de unos días se diría quién iba a ser el empleado del mes, y aunque estaba seguro de que me otorgarían el premio, no podía bajar el ritmo de trabajo.

—¿Ahí fue cuando, gracias a tu inglés macarrónico, cancelaste la reunión con los australianos que tras muchos meses de extenuante negociación habían aceptado hacer?
—¿Inglés macarrónico? Luego dices que soy yo el que habla vulgar. Y no, no fue mi culpa. Mi inglés es perfecto. No sé qué idioma hablaran en esa islucha, allí, perdida del mundo, son los australianos los que deberían mejorar su inglés. Parece ser que los profesores anglosajones no llegan hasta allí.

A eso de las ocho de la tarde cerré el ordenador y me dirigí al baño. Aún me quedaba un largo camino a casa; el Mercedes no funciona, y me tocaba volver a tomar el metro.

—¿El Mercedes? ¿Esa chatarra que heredaste de tu abuelo hace más de quince años y que nunca has conducido?
—Es un coche histórico.
—Pero, Juan. ¿Tienes siquiera carnet de conducir?
—Bueno, eso no es lo importante en la historia.

Cuando salí del baño me encontré con María. La saludé y ella me dedicó una mirada provocadora. Estoy seguro de que se estaba acordando de los correos que nos habíamos enviado ese día. Me acerqué a ella, seductor, la tomé de la mano y besé sus dedos uno a uno. Su cara se tornó rojísima y lanzó un agudo jadeo al aire.

—Espera, espera, Juan. Aquí ya tengo que pararte. ¿Jadeo? Sí, estaba roja, ¡pero de ira! Y el grito que pegó fue lo que hizo que Marcos, el jefe, y su prometido, apareciese.
—Sí, ese bastardo. Estoy seguro de que quería colarse en las bragas de María, pero al ver que ella estaba enamorada de mí los celos le pudieron.

Como bien dices, Marcos, nuestro jefe, llegó cuando María y yo estábamos metidos de lleno en el coqueteo y me separó de ella de un fuerte empujón. Nos enzarzamos en una dura pelea. Al principio fue por el amor de esa mujer, pero al final todo quedó en una cuestión de orgullo. Y yo no podía dejar que un enclenque como ese quedase por encima de mí, por mucho que fuese mi jefe.

—¿Un enclenque? Pero por Dios, Juan, si te saca dos cabezas y media. Además, ¿no sabes que practica taekwondo desde los seis años?
—¿Taekwondo? Eso es de niñas. Los verdaderos hombres aprendemos a pelear en la calle.
—¿Y cuándo te has metido tú en una pelea?
—Muchas veces. En mis viajes a lo largo del mundo he vivido cosas de las que no tienes ni idea.
—Ya…

La cuestión es que después de aquella pelea, la que claramente Marcos estaba perdiendo, decidió utilizar su puesto de jefe para llamar a los de seguridad y sacarme a la fuerza del edificio. Me resistí con uñas y dientes, de eso no te quepa duda.

—Pues yo recuerdo que suplicaste y lloraste para que no te despidiese.
—¡¿Pero cómo voy a suplicar?! ¡Eso jamás! Solo le dije las cosas por su nombre. Lo de llorar no te lo puedo negar, pero fue porque se me metió algo en el ojo.

Cuando me sacaron a la calle la rabia y la ira pudieron conmigo, así que ideé el plan que nos ha traído hasta aquí. Hasta este lugar a estas horas de la madrugada.

—De nuevo en el edificio de tu antiguo trabajo.
—Tú, yo, y veinte kilos de explosivos.
—Pero no estamos solos, ¿verdad?
—No… claro que no. Todos los culpables están aquí.
—¿Culpables? Pero, ¿no dijiste que fue un día apoteósico?
—Lo dije, y lo fue.
—No lo entiendo.
—…
—Bueno, da igual. ¿A quién has traído?
—A todos los que me jodieron.
—Esa boca.

Uno a uno los fui llevando hasta allí. Marcos, María, Raquel, Rubén...

—¿A Rubén también? ¿Qué hizo él?
—La taza de su hermana, ¿lo recuerdas?
—Pero si fuiste tú el que la rompió.

Ana fue la que más me costó traer, y por último, Bea, la más culpable de todos.

—¿Por qué? ¿Esa quién es?
—La recepcionista. Ella fue la que lo comenzó todo. Si no hubiese sido por esa mirada que me echó al llegar, yo habría realizado mi día con completa normalidad.

Están atados a la columna de la sala de reuniones y ahora tenemos que terminar el trabajo. Será una bonita explosión.

—Sabes que todos moriréis, ¿verdad?
—Sí, y tú con nosotros.
—¡Oh! No, yo no. Yo solo soy un simple narrador.

Y así fue como el propio Juan se llenó la cabeza de mentiras e ideas inventadas que lo llevaron a cometer aquel acto de locura.

Mas Juan siempre fue una persona apocada y, aunque él se creyese el dueño del mundo, un gerifalte hecho y derecho, nunca tuvo el valor suficiente para secuestrar a nadie, mucho menos para hacerlos volar por los aires.

Entró por la noche en el edificio, eso sí. Subió hasta el despacho en el que llevaba más de dos décadas trabajando y se ahorcó con una corbata.

Pero como los que son unos don nadie siempre tienen mala suerte, la tela se rompió antes de que, siquiera, se quedase inconsciente.

Regresó a su casa cabizbajo, sin trabajo, y sin una mísera marca en el cuello.


La idea para este relato la tomé del libro "642 cosas sobre las que escribir", en una de las premisas que daban pedían que se escribiese un relato con el vocablo que fuese la palabra del día de esa jornada en la página de RAE, y la afortunada fue: Gerifalte.

En ese momento esta palabra me era desconocida, pero me gustó tanto que no me contenté con escribir un solo relato, sino que hice dos. El otro lo podéis encontrar la recopilación integra que se puede adquirir en Amazon.

La idea para este relato me la dio una amiga, me dijo que sería interesante escribir sobre un hombre que se creyese un gerifalte, pero que en realidad era un piltrafilla, un Don Nadie. Y esto fue lo que salió.

Escribirlo me gustó bastante. Me reí mucho con la conversación entre Juan y el narrador, y cómo le va desmontando todas sus supuestas hazañas. Tengo muchos relatos favoritos, pero este está dentro de mi lista de los diez primeros. Espero que a vosotros también os haya gustado.

¿Conocíais esta palabra? ¿Qué se os habría ocurrido?

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Si quieres leer más textos originales escritos por la autora de este blog, puedes encontrarlos todos en este enlace: Relatos.

¡Un saludo!




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