Y ddinas



A sus veinticinco años, Madison Davis nunca había salido de la ciudad en la que nació. Aquella enorme metrópoli tenía todo lo que necesitaba, y nunca sintió la necesidad de buscar fuera de ella. Se encontraba a gusto y, a pesar de lo grande que era, se conocía cada uno de sus rincones. Le encantaba perderse por la ciudad, caminar y vagar sin un rumbo fijo. Nunca llevaba los cascos puestos, pues prefería escuchar los sonidos que la rodeaban. El canto de los pájaros, las voces de la gente y el ruido de los coches. Le gustaba sentirse dentro de la ciudad, escucharla y entenderla. Pues Madison sabía que aquella metrópoli no era un lugar normal. Tenía vida, pensaba y era capaz de interactuar con aquellos pocos que estaban dispuestos a tomarse un respiro en sus ajetreadas vidas y escucharla. A lo largo de los años había aprendido a sentir el pálpito de sus entrañas, a entender su dolor, su alegría y su tristeza. La había comprendido. Había oído su voz, escuchado sus palabras y aprehendido de su infinito conocimiento adquirido a lo largo de innumerables años e incalculables vidas.

Aquel día, cuando Madison salió de su casa volvió a sentir esa familiar conexión que la unía con todos y cada uno de los rincones de la metrópoli. Sonrió ante el calor que aquel sentimiento le provocaba y se encaminó al metro. Subió en el primer tren que pasó sin un destino fijo y se dejó llevar. La ciudad se encargaría de guiar sus pasos.

Tenía la mirada perdida en algún lugar del horizonte cuando pasaron por un túnel y el cristal le devolvió su reflejo: la imagen de una chica joven, de tez oscura, nariz ancha y pelo rizado. La siguiente estación se encontraba justo al final del túnel. Cuando el tren salió tardó unos segundos en darse cuenta de que algo raro ocurría. Era como si alguien hubiese pulsado el botón de ralentizar. Las personas del andén andaban con una extremada lentitud, el metro que circulaba en la otra dirección entraba a cámara lenta en la estación, y el chirrido de los frenos parecía alargarse en el tiempo. Todo se fue haciendo más lento, más pausado, hasta detenerse por completo, incluso una paloma, que sobrevolaba las vías, parecía suspendida en el aire.

Miró a su alrededor sin entender lo que ocurría cuando escuchó con claridad una voz suplicante. Provenía de todas partes: del tren, de su asiento, del cristal, de su camisa y de ella misma. Era una voz de advertencia y de socorro. Al cabo de unos segundos, se dio cuenta de que la propietaria de esa llamada de auxilio era la misma ciudad.

Se levantó de su asiento y miró a todas partes en busca del peligro. En el interior del vagón todo parecía en orden. Sin embargo, cuando sus ojos se dirigieron al exterior del tren, al andén de enfrente, lo vio. En el suelo había un enorme charco que alguien había olvidado limpiar, un grupo de niños corría por las escaleras, y el tren estaba a punto de llegar. La escena se aceleró, tomó velocidad y Madison vio el desastre que ocurriría si no lo evitaba: los niños, en su carrera por no perder el metro, resbalarían en el suelo mojado y caerían a las vías justo en el mismo momento en el que el tren llegaba. Sería una catástrofe, todos morirían al instante y la limpiadora, al sentirse culpable por lo ocurrido, se suicidaría tres meses más tarde dejando a sus dos hijos al cuidado de un padre que acabaría perdido en un abismo de alcohol y drogas.

Cuando la escena acabó, Madison aún se encontraba sentada en el tren, dentro del túnel, mirando su reflejo en el cristal. Sus ojos estaban abiertos en una expresión de horror, y en el momento en el que el metro entró en la estación buscó el charco del suelo. Lo encontró en el lugar en el que se suponía debía estar, y se dio cuenta de que el desastre aún no había ocurrido. Sin pensárselo ni un momento se levantó del asiento, y en cuanto las puertas se abrieron corrió hacia las escaleras por las que los niños aparecerían unos segundos más tarde. Pero fue demasiado lenta y los chicos llegaron al andén antes de que pudiese interceptarlos.

No sabía qué hacer, si no conseguía pararlos, el desastre ocurriría. Ninguno de los pasajeros parecía haberse percatado de la situación. No tenían ni idea de lo que estaba a punto de ocurrir, y nadie la ayudaría, porque ella era la ayuda.

Sólo se le ocurrió una cosa para llamar la atención de los niños: gritó. Gritó con todas sus fuerzas, como nunca lo había hecho antes en su vida. Gritó por ella, por la impotencia de saber lo que iba a pasar y no poder evitarlo. Por los niños, por sus familias, por la limpiadora y por los hijos de esta. Su voz se expandió por el andén como si fuese una bomba. Y todas y cada una de las personas que la escucharon se quedaron paralizadas. Las cabezas de los pasajeros se giraron hacia ella. Algunos rostros mostraban sorpresa, otros miedo, y unos pocos una indiferencia adquirida a lo largo de los años y los viajes en metro.

Cuando su grito dejó de resonar en los oídos de la gente, Madison miró a su alrededor. El tren había llegado, y los niños la miraban desde el andén con una expresión de sorpresa, pero a salvo. Al verlos, no pudo evitar que una sincera sonrisa apareciera en su rostro, y ellos le devolvieron una mirada confusa.

—¿Se encuentra usted bien, señorita? —escuchó que alguien le decía.

Madison se giró hacia la persona que le había hablado, y se encontró cara a cara con la limpiadora.

—Sí, sí. No se preocupe, estoy bien —respondió intentando quitarle importancia a la situación.

—¿Está segura? —volvió a preguntar la mujer con escepticismo—. Uno no pega ese grito sin ningún motivo.

—Sí. No. Bueno. Yo… Es que… —. No sabía qué era lo que acababa de ocurrir y era incapaz de explicar su comportamiento. Al final, tomó aire, intentó recomponerse y le dedicó a la mujer su sonrisa más encantadora—. Estoy bien, de verdad.

Se arregló la camisa en un gesto automático y se alejó de ella. Cuando pasó por su lado vio la mopa apoyada en una columna y se giró de nuevo.

—Por cierto, no se olvide de secar por ahí —dijo señalando el charco que había en el andén—. Alguien podría resbalarse y caer a las vías. Si eso pasase, sería una desgracia.

La mujer la miró durante unos segundos con el ceño fruncido, como si no pudiese dar crédito a sus palabras, luego le lanzó una mirada ofendida y se marchó refunfuñando por lo bajo.

—Esta juventud de ahora ya no tiene ningún respeto —la escuchó mascullar—. Con el susto que me ha dado… Y ahora tiene la desfachatez de venir a decirme cómo tengo que trabajar. ¿¡Quién se cree que es!? Llevo más de veinte años limpiando, y ella seguro…

La mujer tomó la mopa y se alejó mientras continuaba con su retahíla. Madison sonrió de medio lado. No era su intención molestarla, pero mejor una mujer ofendida que un montón de niños muertos.

Esperó a que los chicos subiesen al tren, y cuando este desapareció en la oscuridad del túnel se dio la vuelta y salió a la calle. No se convirtió en uno de esos héroes anónimos que aparecen en las noticias, pues nadie se enteró de su hazaña. Los pasajeros que escucharon su grito la olvidaron a las pocas horas, y nadie se acordó nunca más de aquella joven afroamericana que, sin ningún motivo aparente, bajó del vagón y gritó en medio del andén.

Pero Madison no buscaba la gratitud de nadie. Lo hizo porque sentía que era lo correcto, porque la ciudad se lo pidió, y la metrópoli le demostró su agradecimiento a través de los semáforos en verde a su paso y del billete con varios ceros que voló hasta su mano.

Ese fue el primer día en el que interactuaron de manera consciente. Sin embargo, no fue la última. Con el paso de los meses el diálogo entre las dos fue casi continuo, y cada vez que Madison salía de su casa, una situación parecida a la de ese día, en aquella estación, volvía a ocurrir.

Pero la ciudad no la avisaba de todos los peligros, tenía una doble moral, y se protegía de aquello que más daño le haría. No le avisó del atropello de un niño de cuatro años. Porque si la calle no hubiese quedado bloqueada, la policía no habría podido capturar a un asesino en serie que llevaba a su siguiente víctima en la parte de atrás de la furgoneta.

Tampoco le mostró el desprendimiento de uno de los viaductos más transitados de la ciudad. Cuando las columnas cedieron, centenares de coches se precipitaron en una caída al vacío de más de quince metros de altura. Todos murieron. Entre las víctimas se encontraba un muchacho, por aquel entonces anónimo, pero que dentro de seis años se convertiría en el traficante de drogas más importante de la ciudad. Crearía una organización criminal despiadada. Y no tendría reparos en matar a inocentes para conseguir sus objetivos. Su reinado sería larguísimo, duraría décadas, y la guerra abierta con otras bandas criminales sería tan sangrienta que la ciudad sería conocida en el mundo como “La metrópoli de la muerte”.



La semana acababa de comenzar y la ciudad estaba más activa que nunca. En los últimos cinco días Madison había salvado a una mujer de morir atragantada mientras comía en uno de los puestos callejeros que se ponían en la orilla del río, y evitó una enorme explosión de gas al no dejar que uno de los obreros que trabajaban en el mantenimiento de las instalaciones de la ciudad acudiese aquel día a su puesto de trabajo. Había visto cómo el hombre sufriría un derrame cerebral que le dejaría inconsciente. Sus compañeros lo encontrarían unos minutos más tarde y se lo llevarían al hospital. Al hombre no le quedarían excesivas secuelas, pero nadie comprobaría su trabajo y la tubería de gas se quedaría mal encajada. La explosión ocurriría unos meses más tarde. Un lunes por la mañana, en plena hora punta. Sería una masacre.

El agradecimiento de la ciudad por cada una de las acciones de Madison era instantáneo y siempre muy generoso. Desde que habían comenzado a cooperar había podido mudarse de su pequeño piso compartido en las afueras a un amplio ático en el centro de la ciudad. Terminó su máster en periodismo de investigación con la nota más alta que se había concedido jamás y obtuvo un puesto de trabajo en el prestigioso, y de muy difícil acceso, Periódico Metropolitano; su sueño desde que era una niña de diez años y se apuntó al grupo de periodismo de la escuela. Siempre pensó que entrar a formar parte de la plantilla del mejor periódico de la ciudad sería imposible, pero la metrópoli lo había conseguido en un par de meses, y Madison estaba realmente agradecida. Aunque había algo que la tenía en alerta; en el tiempo en el que llevaban colaborando siempre había cumplido con su misión, pero la pregunta de «¿qué pasará si fallo?» rondaba continuamente por su cabeza.



Madison estaba en la cocina de la oficina tomándose su necesitado café de las doce cuando uno de sus compañeros llegó.

—¿Te has enterado de la noticia? —le preguntó Trevor al entrar. Ella negó y él le tendió el artículo—. Han mandado a Julia, pero la jefa quiere que seas tú la que lo corrija.

Tomó los papeles y en cuanto leyó el titular el mundo se detuvo. En primera plana aparecía la foto de Eira, una niña de siete años que había sido encontrada muerta en el parque más transitado de la ciudad hacía unas horas. La hallaron completamente desnuda, cubierta de sangre y con claros signos de violencia. Sus padres habían denunciado su desaparición el día anterior, pues la última vez que se la vio fue a las cinco de la tarde, durante el partido de fútbol que jugaba en su escuela.

Cuando llegó al final de la noticia las palabras se movieron con extremada rapidez durante unos segundos hasta formar un nuevo artículo. Tenía una fecha futura, y en él se daban algunos detalles de lo que la policía suponía que ocurrió en la tarde del secuestro. Había un sospechoso, pero nada estaba claro. Las palabras volvieron a moverse, y en esa ocasión la noticia era el arresto del presunto asesino: Arthur Williams, un reputado profesor de la universidad pública de la ciudad. No se dieron muchos datos sobre su captura, pero en un primer momento a Madison le costó creer que aquello fuese verdad. Era conocido por su generosidad y altruismo. Hacía unos años se le había concedido el título de hijo predilecto de la ciudad. Todos lo apreciaban, pero muchos otros lo envidiaban, y se temió lo peor.

Los artículos fueron sucediéndose ante sus ojos, y el futuro no se auguraba bueno. La ciudad quedaría dividida en dos: los que insistían en la inocencia del profesor, un hombre amable y sin una sola multa a sus espaldas, y los que aseguraban que Williams era un charlatán, que los había engañado a todos y que, al final, su verdadera cara había salido a la luz.

La polémica comenzaría en las redes sociales, pero pasaría a las calles cuando el profesor declarase públicamente su inocencia. Las discusiones irían en aumento y acabarían haciendo una seria brecha en la sociedad. Habría revueltas, disturbios y enfrentamientos. Para cuando el día del juicio llegase, los ánimos estarían tan caldeados que cualquier veredicto haría que una parte de la ciudad estallase en protestas. Pasase lo que pasase, la metrópoli estaba condenada.

Las palabras volvieron a moverse de manera frenética. Cuando pararon Madison se encontraba en la cocina de su trabajo tomándose el café de las doce. Delante de ella tenía una pequeña crónica sobre el próximo cierre de una de las librerías más antiguas de la ciudad. Recordaba haber leído aquella noticia, pero eso había sido el día anterior.

—¿Estás bien? —le preguntó Trevor a su lado. Madison levantó los ojos y se encontró con su compañero—. Llevas un minuto con la vista clavada en el artículo. ¿Tanto te ha afectado?

Parpadeó durante unos segundos intentando asimilar lo que había ocurrido. Estaba acostumbrada a que el mundo parase, acelerase y volviese a retroceder, pero nunca había vuelto tanto en el tiempo, y aquello la desconcertó.

—Me gustaba mucho esa librería —respondió, y esperó que aquello sirviese como excusa para su extraño comportamiento.

—Sí, a mí también me gusta. Pero ¿quién sigue comprando libros? —dijo Trevor.

Madison asintió, se excusó con lo primero que se le vino a la cabeza y salió de la cocina con rapidez. Había retrocedido un día. Ese era el margen que tenía para evitar el secuestro de Eira y el enorme revuelo que se formaría. Por los artículos que había leído no estaba segura de si el profesor Williams había asesinado o no a la niña. No tenía una coartada para aquella tarde, se le había visto durante el partido de futbol en el que Eira desapareció y entre sus pertenencias se encontró la cinta del pelo que la niña llevaba cuando fue secuestrada. Había muchas pruebas contra él, sin embargo, el hombre insistiría en su inocencia.

Se sentó en la mesa de su despacho y encendió el ordenador. No tenía ni idea de por dónde comenzar. Conocía el nombre de los implicados, pero desconocía cuál era el colegio de Eira, por lo que no sabía dónde iba a ser secuestrada.

Probó a buscar al profesor en internet. Aún quedaban varias horas para las cinco de la tarde y si conseguía dar con él podría seguirlo. Él mismo confirmó que estuvo en el partido en el que la niña fue secuestrada, ya que su nieta jugaba en el mismo equipo que ella. Dar con él fue muy sencillo, en la página de la universidad, en el apartado de profesores, había una pestaña con su nombre, una dirección de correo y un número de teléfono. No se lo pensó dos veces y marcó al instante.

—Despacho del profesor Arthur Williams, mi nombre es Meredith Kendrick. ¿En qué puedo ayudarle?

—Buenas tardes, llamo desde el Periódico Metropolitano, ¿podría hablar con el profesor? —preguntó Madison con su tono de voz más profesional. Sabía que utilizar el nombre del periódico le abriría cualquier puerta. Había poca gente que dejaría pasar la oportunidad de que se le relacionase con el prestigioso diario.

—El profesor Williams no se encuentra en la universidad en estos momentos. Pero si quiere puedo dejarle un mensaje. ¿Con quién tengo el placer de hablar?

—Es un poco urgente. ¿Podría decirme a qué hora podré contactar con él? —preguntó Madison evitando dar su nombre.

—Lo siento, pero el profesor no estará hoy en la universidad.

Madison le dio las gracias y colgó el teléfono.

—¡Mierda! —Su mejor oportunidad acababa de truncarse.

Siguió buscando en internet más información sobre el profesor; algo que le pudiese decir dónde encontrarlo, pero el hombre era demasiado mayor para tener un perfil en ninguna red social, y la información de la página de la universidad no le sirvió de mucho.

Cuando las dos de la tarde estaban a punto de llegar lanzó un suspiro al aire. La búsqueda estaba siendo completamente infructífera, y el tiempo se acababa. Tan sólo quedaban tres horas para que ocurriese el secuestro, y aún no tenía ni idea de dónde encontrar a la niña.

Intentó cambiar de punto de vista, si no podía encontrar al profesor, lo intentaría con Eira. Una chica de siete años no debería tener cuenta en una ninguna red social, pero aun así introdujo su nombre en el buscador. El perfil de dos mujeres salieron al momento, sin embargo, ninguna era la Eira que buscaba.

Se revolvió el pelo con los dedos e hizo memoria intentando recordar algún otro dato sobre la niña o su secuestro. Pero en los artículos que había leído no aparecía mucho más. Eira sería secuestrada al terminar el partido de fútbol en su propio colegio, con un montón de gente a su alrededor y sin que nadie se diese cuenta. Lo peor de todo era que Madison lo sabía y no estaba ni un paso más cerca de evitarlo que hacía dos horas.

Frustrada ante la impotencia que sentía, maldijo en voz alta y golpeó varias veces la mesa con la cabeza.

—¿Todo bien? —preguntó Trevor con el ceño fruncido.

—¿Cómo buscarías a una niña de la que sólo tienes su nombre, su edad y una fotografía? —preguntó en un susurro, casi más para sí misma que para Trevor.

—Complicado… Imagino que ya probaste en internet, ¿verdad? —Madison asintió, y el chico se mantuvo en silencio durante unos segundos—. ¿En la fotografía va vestida con el uniforme escolar? Igual puedes encontrarla con eso.

—¿Cómo? —preguntó. Levantó la cabeza y miró a su compañero.

—¿Puedo verla? —contestó Trevor.

—No la tengo conmigo —respondió al momento—. Pero creo que sí que iba con el uniforme.

—¿Recuerdas algo significativo? ¿Un escudo? ¿Unas letras?

Madison se quedó con la mirada perdida haciendo memoria. La ropa de la niña no le había llamado especialmente la atención, pero aquella era la única pista que tenía para dar con ella.

—Creo que tenía un escudo rojo, y me parece que había unas palabras en latín.

—Si estaba en latín sólo puede ser…

—Una escuela privada —respondió antes de que Trevor terminase de hablar. En la ciudad sólo había cinco escuelas de ese tipo, y eran las únicas que seguían utilizando aquella lengua extinta.

Buscó el nombre de los colegios, y en cuanto el lema de una de las escuelas apareció, Cognitione, patientia et longanimitate, su corazón se aceleró. Pinchó en el enlace y al instante reconoció el escudo rojo que había visto en el uniforme de Eira. Miró la dirección de la escuela y maldijo al darse cuenta de que estaba al otro lado de la ciudad. Apuntó la calle en un papel, tomó su bolso y se marchó con rapidez.

—De nada —le pareció que dijo Trevor, pero no tenía tiempo para despedidas; ya eran las tres pasadas.

Con lo que Madison no había contado era con el tráfico, en esos momentos la ciudad era un completo atasco. Pensó en tomar el metro, pero tenía que hacer dos trasbordos y tampoco estaba segura de si llegaría a tiempo. Miró a todos lados sin saber qué hacer cuando un taxi aparcó en la entrada del edificio y una señora salió del interior. Sus miradas se encontraron y la mujer le sonrió dejándole la puerta abierta. Madison no se lo pensó ni un segundo y entró. En esos meses había aprendido a ver y aceptar la ayuda que la ciudad le brindaba.

—A esta dirección, por favor —dijo en cuanto cerró la puerta. Le tendió el papel al taxista y le instó con la mirada a que se pusiese en marcha.

—Espero que no tenga prisa, hay un accidente en la Cuarta con la avenida del Río y el tráfico está horrible. Peor de lo normal —respondió el hombre encendiendo el motor.

Puso el intermitente y en cuanto se incorporó a la circulación los coches comenzaron a moverse. Un par de ambulancias cortaron el paso en los cruces más congestionados permitiendo que el carril por el que iban siguiese circulando. Los semáforos se fueron poniendo en verde según llegaban, y para gran sorpresa del conductor, no había ni un solo coche estacionado en el carril reservado para taxis y autobuses.

—Parece que va a tener suerte —dijo el hombre cuando entraron en la calle en la que se encontraba el colegio—. Treinta y cinco minutos. Ni siquiera tardo esto en la madrugada.

Madison le dejó al conductor un billete que cubría con creces la carrera y salió del coche. Entró en el colegio con prisa y recorrió los pasillos en busca del lugar en el que se debía estar celebrando el partido.

Era una de las escuelas más elitistas de la ciudad, y en ese momento agradeció que la política de vestimenta de su trabajo fuese tan estricta: traje de chaqueta, para ellos y para ellas. Por los pasillos no se encontró con nadie, y no sabía adónde dirigirse hasta que una voz masculina a su espalda la hizo detenerse.

—Disculpe, ¿puedo ayudarle?

Madison se giró hacia el hombre y le dedicó una sonrisa de disculpa.

—Vengo a ver el partido de las niñas. Pero no sé dónde se celebra.

El hombre era un chico joven, llevaba una boina negra que le daba un aspecto alegre y desenfadado, pero en aquellos momentos, con los ojos fijos en Madison, su mirada era desconfiada.

—¿Es usted familiar de alguna de las niñas? —preguntó.

—Soy amiga de los Evans —respondió improvisando. No se le ocurrió otro nombre que el apellido de Eira, y esperaba que aquello lo contentase.

El hombre le lanzó una mirada de arriba abajo, pero su apariencia y modales eran tan perfectos que al final asintió con la cabeza.

—Siga por ese pasillo de la derecha. La última puerta de la izquierda da a las pistas.

Madison le dio las gracias y se dirigió hacia allí con rapidez. El partido se realizaba al aire libre y el recinto era bastante grande. Cuando llegó se sentó en las gradas del fondo y miró a su alrededor. Todos los espectadores estaban concentrados en el partido. Nadie le prestó atención y pudo examinar el lugar con tranquilidad. Encontró a Eira en seguida: estaba en el campo de juego. Cuando sus ojos se posaron en ella sonrió con alivio. «He llegado a tiempo», pensó. Luego se giró y continuó inspeccionando el entorno. Los padres gritaban y apoyaban a sus hijas con entusiasmo, pero lo que le llamó la atención fue una figura tranquila tres filas por delante de ella. No lo podía ver bien, pero reconoció el perfil del profesor Arthur Williams. El hombre tenía la vista fija en el partido y parecía concentrado en el juego, aunque Madison fue incapaz de averiguar si miraba a Eira o, como aseguraría tras su arresto, estaba allí para ver a su nieta.

Se levantó de su asiento para cambiarse a otro desde el que poder vigilar al profesor, cuando alguien a su derecha le habló.

—Al final encontró las pistas. —Madison se giró hacia allí y vio al chico de la boina negra.

—Sí, gracias —respondió sin saber qué hacer.

El hombre miró hacia las primeras filas de las gradas y señaló con la cabeza.

—Los Evans están allí abajo, ¿qué hace aquí?

—¿Los conoce? —preguntó intentando desviar su atención.

—Claro, soy el profesor de música de su hija: Matthew Rhys —dijo tendiéndole una mano.

—Susan Banes —respondió Madison diciendo el primer nombre que se le ocurrió.

Esperaba que no se ofreciese a acompañarla hasta donde se encontraban los Evans. Si lo hacía, la situación se volvería muy incómoda.

—Bueno, que disfrute el partido, señorita Banes —dijo Matthew despidiéndose.

—Igualmente. Ha sido un placer —respondió Madison dedicándole su sonrisa más agradable.

Le vio marcharse y se dirigió hacia las primeras filas. Desde allí no vería bien a Williams, pero no podía arriesgarse a que el profesor sospechase de ella, si es que no lo hacía ya.

Con disimulo, miró hacia atrás para asegurarse de que Williams quedaba dentro de su campo visual, aunque fuese en un lateral.

—¡Mierda! —se quejó en voz baja al darse cuenta de que desde allí tenía un ángulo peor que antes.

No podía volver a cambiarse, acabaría llamando demasiado la atención, y el profesor de música seguía allí.

El partido seguía su curso, no quedaban más de veinte minutos y Madison empezaba a notar el cuello cargado de tanto mirar hacia atrás. En ese momento vio al profesor de música pasar por detrás de Williams y bajar las escaleras de las gradas hasta llegar al campo de juego. Cuando lo perdió de vista suspiró aliviada. Pensó en moverse y buscar un asiento desde el que vigilar al sospechoso. Quedaba poco para que el partido acabase, y no quería perderlo de vista cuando la gente se levantase. Pero si el profesor Rhys regresaba, estaba segura de que, al final, terminaría sospechando de ella. Así que decidió quedarse allí y observarlo desde lejos.

Eira seguía jugando a la vista de todos, miró el reloj y durante un momento se preguntó si lo que la ciudad le había mostrado sería posible. ¿Cómo podía desaparecer una niña delante de tanta gente? Cuando el árbitro pitó el final del partido lo entendió. Todos los espectadores bajaron a la vez. La gente iba de un lado para otro y los niños corrían sin control. En unos segundos las gradas y el campo de juego se volvieron un caos. Madison intentó mantener el contacto visual con Eira, pero fue imposible y la perdió entre la marea de adultos.

—¡Mierda! —Se puso en pie y bajó lo más rápido que pudo junto con el resto de la gente.

Cuando llegó al campo de juego miró por todas partes, esquivó niños, alguna que otra pelota y se disculpó un par de veces con algún adulto al chocar con ellos. Los minutos pasaron sin que pudiese dar con Eira y el nerviosismo la fue invadiendo poco a poco, pero este se volvió histérico cuando al girar la cabeza hacia las gradas tampoco encontró al profesor Williams.

—¡Joder! ¡Cómo puedes ser tan estúpida! —maldijo en voz baja reprendiéndose por haberlo perdido.

Continuó buscando con ahínco entre la entusiasmada multitud, pero había tanta gente a su alrededor, tantas niñas vestidas de la misma manera, que sus esfuerzos fueron totalmente infructuosos.

Las familias comenzaron a abandonar el lugar y fue entonces cuando vio a una mujer que buscaba a alguien con desesperación.

—¡Eira! ¡Eira! —gritaba con todas sus fuerzas. Sin embargo, su voz apenas lograba sobrepasar los gritos del gentío.

Madison la miró asustada, aquella debía ser la madre de la niña. Sus ojos se encontraron y vio su propia angustia reflejada en ellos. Había ocurrido, justo delante de ella, rodeada por decenas de adultos.

La madre de Eira continuó llamando a su hija, pero Madison sabía que no la encontraría allí. Entró corriendo a la escuela y atravesó los pasillos hasta llegar a la entrada. En la calle, con la respiración entrecortada, miró desesperada a su alrededor. A lo lejos distinguió la figura del profesor Williams, estaba a punto de girar una esquina, y Madison corrió lo más rápido que pudo hacia él. La calle daba a una de las avenidas más transitadas de la ciudad, y si llegaba allí lo perdería al instante.

Tenía los ojos fijos en la figura del profesor, pero antes de alcanzarlo un coche pasó por su lado. A través de la ventanilla trasera vio a Eira; tenía los ojos cerrados y sangre en la frente. Madison se detuvo al instante con una expresión confusa en el rostro. En ese momento el profesor Williams giró la esquina de la calle y desapareció de su vista. El coche había seguido avanzando y no pudo distinguir la cara del conductor, pero reconoció la boina negra.

—¡Maldición! —gritó de pura rabia y frustración.

Las campanas comenzaron a tañer. Eran las cinco.

Desesperada, quiso salir corriendo detrás del coche, seguirlo, hacerle detenerse y evitar que la ciudad colapsase. Sin embargo, antes de que pudiese dar un paso el mundo se paró y comenzó a vibrar. Las farolas oscilaron, los coches temblaron y toda la calle se sacudió. Madison sintió el pálpito de la ciudad en todo su cuerpo. Notó su irritación, frustración y descontento.

—Déjame que lo atrape —suplicó—. Lo he visto. Sé quién es. Puedo evitar el desastre.

—Es demasiado tarde —respondió la metrópoli.

El temblor se hizo mucho más rápido, más intenso, y Madison pensó que los edificios se vendrían abajo. De pronto, todo quedó en calma y una irreal oscuridad comenzó a extenderse en su dirección. Salió de todos lados: del suelo, de las paredes y de los coches.

—Puedo arreglarlo —rogó con los ojos llenos de lágrimas.

Dio unos pasos hacia atrás intentando alejarse de aquella nube negra, pero la oscuridad no la dejó marchar y avanzó con rapidez hacia ella.

—Has fallado —fue la sentencia de la ciudad.

La negrura la envolvió por completo, la rodeo y apresó. Giró a su alrededor una y otra vez hasta que entró en ella. Recorrió todo su cuerpo y fue volviéndose cada vez más oscura, más siniestra. La absorbió por completo. Cuando desapareció se llevó a Madison con ella. No dejó ningún rastro de la chica, de su vida ni de su mera existencia.




La premisa de este relato era escribir una historia del género de Fantasía urbana. Nunca había escrito nada con esa idea en mente, de hecho, me costó mucho entender en qué consistía, y no me habría metido en ello sino hubiese sido porque era una oportunidad que nos daban en el curso de escritura (Método PEN) que estaba haciendo de participar en un concurso.

Para mi gran sorpresa, mi historia salió una de las ganadoras y la editorial que estaba implicada en el concurso la publicó en una recopilación con el resto de relatos premiados. Se podía encontrar en el libro: Atrasis vol.3 Cuentos de nueva fantasía de la editorial Triskel Ediciones, por desgracia la pandemia ha acabado con la empresa y ya no está disponible.


Hasta la fecha, era el relato más largo que había escrito, y la verdad es que quedé bastante satisfecha con el resultado, en especial, porque no es un género que me resulte muy familiar.

Espero que a vosotros también os haya gustado.

*

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¡Un saludo!

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