—¿En serio, Vincent? ¿Otra más? —le preguntó con voz cansada—. No es que no me parezca que soy bonita, pero soy la séptima del mismo tema. ¿No te aburres de pintar siempre lo mismo?
—No sé de qué me estás hablando —respondió de mal humor.
—Pues de que no entiendo esta obsesión que tienes con los girasoles. ¿No puedes pintar otras flores? Vale que las rosas están muy vistas, y no serías más original de lo que eres ahora, pero no sé, igual unas margaritas, unas amapolas, unos tulipanes. Yo que sé. Algo diferente.
Se fulminaron con la mirada durante unos segundos hasta que al final se escuchó un suspiro hastiado.
—Entiéndeme, Vincent, estoy un poco frustrada. No sé a qué viene esta obsesión o por qué haces versiones de tus propias obras. Aunque ya que te pones a repetirte, no me habría importado ser una calle aledaña del Café Terrace. Ese cuadro me encanta, pero es que estas flores amarillas ya están muy vistas.
—En este tiempo he pintado muchas más cosas aparte de girasoles. No sé porque te quejas tanto —contestó en voz baja con un deje de amenaza.
—No te pongas a la defensiva, que lo hago por tu bien, para ayudarte —respondió molesta—. Es solo que me gustaría entender a qué viene esta obsesión. Estoy de acuerdo en que decorar la casa con cuadros pintados por ti mismo es mucho más original que poner flores. Seguro que impresionaste a Paul. Pero ya lleva mucho tiempo aquí, y…
Quiso seguir hablando, sin embargo, la cara de angustia de Vincent le hizo callarse. Hacía tiempo que no veía aquella expresión en su rostro. Sus ojos brillaron de emoción durante unos segundos, igual que cuando era un adolescente enamorado, y entonces lo entendió todo.
—Está bien, lo capto. Puedes seguir con los girasoles.
No hizo falta decir nada más, pues todo quedó dicho con esa mirada.
Aquellos cuadros tenían un objetivo concreto, pero para su pesar, no habían cumplido su propósito, y Vincent se encontraba sumido en una guerra que no sabía manejar. Una guerra sin cuartel entre sí mismo, sus sentimientos y el destinatario de los mismos.
Se había confesado, y había recibido una respuesta ambigua. Ahora sí, ahora no. Quizá en otro momento. Cuando nadie nos vea, cuando nadie mire. Y en la oscuridad de su habitación los labios y las manos se colaban entre los pliegues de la ropa desatando silenciosos suspiros que morían con las primeras luces del amanecer.
Pero Vincent necesitaba más, no quería conformarse con aquellos besos casi robados ni los dados a escondidas. Y al final, la noche antes de Navidad su paciencia se acabó.
—Esto es lo único que voy a darte. Si no lo aceptas lo dejamos aquí —dijo Paul.
—¿Esto? ¿Un revolcón por las noches, una caricia al alba y tu indiferencia durante el día? —preguntó Vincent enfadado.
—¿Mi indiferencia? Mi indiferencia no, mi amistad —respondió con la voz dolida.
Vincent resopló como respuesta, y en ese momento los dos explotaron. Los insultos volaron, las palabras hirieron y las manos propinaron más que suaves caricias.
—¿De verdad quieres que nuestra amistad se acabe aquí? ¿Después de tantos años vas a dejar que esto sea más fuerte que nosotros?
Se miraron a los ojos. Los dos resollaban con fuerza, pero la determinación en la mirada de Vincent no dejaba ninguna duda, y antes de que Paul pudiese decir nada más, sacó una pequeña navaja del bolsillo de su chaqueta y se lanzó contra él. Forcejearon durante unos minutos y todo acabó cuando la sangre bañó el suelo.
El grito de dolor de Vincent resonó en toda la casa. Se llevó las manos a la oreja teñida de rojo y se dio cuenta de que no era igual de redonda que hacía unos segundos.
—Yo no quería que esto acabase así, Vincent. Lo siento mucho. —La voz le tembló, lo miró con pesar, y con lágrimas en los ojos salió de su casa y de su vida.
*
Los días pasaron y con la última pincelada se le formó un nudo en la garganta.
—Al final he quedado bastante bien. Me gusta. Es muy parecida a la primera que hiciste. ¿Es el final de un ciclo?
—Y el fin de una guerra.
Ese día Vincent hizo las paces consigo mismo, aceptó y desterró sus sentimientos y continuó con su pasión durante muchos años más. Pero nunca jamás volvió a pintar girasoles.
Este relato participó en el taller de escritura número 54 de la página web Literautas. Las premisas eran que el título fuese "Los girasoles" y tenía que ser un relato de guerra. Con un máximo de 750 palabras.
Desde el primer momento en el que leí la premisa de los girasoles, Van Gogh me vino inmediatamente a la cabeza. Investigué un poco y me di cuenta de que la época en la que pintó la galería de los girasoles se podía relacionar con facilidad con la pérdida de su oreja y la relación de ¿amistad, amorosa? que tenía con Paul Gauguin. Sin embargo, no me quedó muy claro qué fue lo que pasó, así que decidí escribir mi versión de la historia.
En el taller de Literautas sí que mantuve lo de las 750 palabras, pero en esta versión revisada lo tuve que alargar un poco pues quedaba un tanto confuso.
Sobre la otra premisa, que sea un relato de guerra, no todas las guerras tienen que ser luchas sangrientas a muerte entre dos combatientes, también existen las guerras internas, y eso es lo que hice, cree un conflicto que el propio Van Gogh podría haber tenido consigo mismo.
Cuando leí su biografía me pareció muy claro que lo que tenía con Gauguin era algo más que una amistad, y de alguna manera me imaginé que la pérdida de la oreja debía de estar relacionada. Algunos hasta aseguran que fue el propio Gaugin el que se la cortó, pues dicen que era un experto luchador de esgrima... Quien sabe qué fue lo que pasó en realidad.
Pero a pesar de todo, espero que no os haya molestado que me haya tomado la licencia de crear una historia de este hecho. Escribir sobre personajes reales siempre puede crear conflictos.
¿Qué os ha parecido el relato? ¿Habéis entendido la historia sin leer la explicación? ¿Os ha parecido confuso?
*
Seguro que también te interesa:
¡Un saludo!
No hay comentarios:
Publicar un comentario