El honor de su nombre


El termómetro del coche marcaba una temperatura exterior de quince grados bajo cero; el asfalto estaba mojado y Hayato tuvo que disminuir la velocidad para evitar derrapar en la oscura carretera.

—No te preocupes, querido. No tenemos prisa en llegar —dijo Sigrid, colocando una mano sobre su rodilla.

Hayato la miró durante unos segundos, sonrió con cariño y asintió con la cabeza. Se mantuvieron en un tranquilo silencio durante varios minutos, con el único sonido de la radio de fondo.

«Pi, pi, pi, piiii

—Son las cuatro de la tarde de este siete de diciembre de 2026 y estáis escuchando NRK Alltid Nyheter. Mi compañera, Helga, y un servidor, Jarl, os acompañaremos durante la siguiente hora. No hace falta decir el frío que hace en el exterior, pero atención a los que se encuentren en la carretera por los alrededores de Oslo, pues estamos en alerta naranja por fuertes tormentas y riesgo de…».

La señal de la radio se perdió cuando una intensa lluvia comenzó a caer. En cuestión de segundos la visibilidad se redujo a un par de metros y Hayato lanzó una exasperada maldición al aire al tener que volver a disminuir la velocidad.

—¿Hayato-chan?

Ante aquel apelativo el hombre cambió su expresión de frustración y miró a su acompañante con una ceja levantada y una sonrisa divertida en los labios.

—Dime, Sigrid-chan —respondió haciendo énfasis en la última palabra.

—Te quiero. —Se acercó a él y le dio un suave beso en la mejilla. Sus ojos tenían un brillo travieso y juguetón, como de una adolescente. Aunque las arrugas de su cara demostraban que hacía ya mucho tiempo que había dejado aquellos años atrás.

—Yo también te quiero —contestó Hayato dedicándole una mirada llena de amor.

Ninguno vio llegar al camión. El conductor perdió el control del vehículo, derrapó y se estrelló contra ellos.

*

Recorrí una última vez los pasillos de la biblioteca para asegurarme de que no quedaba nadie dentro, luego apagué las luces y cerré la puerta de servicio con llave. Llevaba trabajando en la Biblioteca Nacional de Oslo desde hacía ocho años, y estaba bastante satisfecho con ello. Me apasionaba leer y adentrarme en mundos desconocidos. Aquellas historias hacían volar mi imaginación, aunque siempre supe que solo leerlas, ser un mero espectador de los hechos, se me quedaba corto: lo que yo quería era ser parte de ellos, vivirlos en mi propia piel dando vida a los personajes. Cuando era pequeño, y hasta bien entrada la adolescencia, soñaba con que me volvía un actor famoso, vivía en una enorme mansión en la soleada y cálida Los Ángeles, y encima de mi chimenea, que jamás necesitaba encender, tenía una colección inmensa de premios Óscar.

Sin embargo, aquello solo se quedó en eso: un sueño. Jamás me atreví a dar el primer paso. Quizá fue por esa vergüenza y timidez que no me dejaban ni cantar delante de nadie más que no fuese mi propio reflejo. El arraigado miedo que tenía a hacer el ridículo. O quizá, la respuesta más sencilla, era la falta de coraje. Era demasiado cobarde como para decirle a mi padre que, no solo dejaba la carrera de economía, sino que iba a estudiar artes escénicas… Solo de pensar en esa conversación hacía que todo mi cuerpo se estremeciese de miedo.

Y así acabé; con un título de Historia del arte bajo el brazo y un trabajo que me satisfacía al setenta por ciento. No estaba mal, había muchos en una situación peor que la mía.

La lluvia había comenzado a caer hacía varias horas con fuerza y de manera ininterrumpida. Eso, junto con el gélido frío, hacían de aquella tarde de invierno un día especialmente desapacible. Lancé un hastiado suspiro al aire, me subí hasta arriba la cremallera del abrigo, y justo cuando iba a ponerme los guantes, mi teléfono comenzó a sonar. No conocía el número, y respondí con inseguridad.

—¿Es usted Bjørn Matsumoto? —preguntó una voz muy amable, tanto, que los vellos del cuerpo entero se me pusieron de punta.

—Así es —respondí vacilante.

—Llamo del hospital universitario de Oslo. ¿Conoce a Hayato y Sigrid Matsumoto?

—Son mis padres. ¿Están bien? ¿Qué les ha pasado? —pregunté muy nervioso.

—Han tenido un accidente de coche. ¿Podría venir lo antes posible?

—¿Por qué? ¿Cómo se encuentran? ¿Ha sido grave?

—Lo siento. —Su voz sonó tan compungida, que al instante supe que algo terrible había ocurrido.

Pedí un taxi, y en algo más de un cuarto de hora llegué al hospital.

—¿Bjørn Matsumoto? —preguntó un enfermero en cuanto entré.

—Sí. Alguien me ha llamado y me ha dicho que mis padres están aquí—. Estaba tan ansioso por saber qué había ocurrido que casi me abalancé sobre él.

—Así es. —Me miró con tristeza y colocó una mano sobre mis hombros—. Siento muchísimo tener que decirle que sus padres han sufrido un accidente de tráfico. Su madre se encuentra en cuidados intensivos, hay que operarla lo antes posible, pero se niega a entrar en el quirófano hasta que no hable con usted.

—¿Y mi padre? —pregunté con un nudo en la garganta.

El hombre negó con la cabeza y apretó su mano sobre mi hombro.

—Falleció en el momento del impacto. Por desgracia, cuando la ambulancia llegó, no pudieron hacer nada para salvarle la vida.

Mi primera reacción fue de incredulidad. No era posible, no podía ser cierto. Mi padre era la persona más fuerte que había conocido en toda mi vida. Era imposible que estuviese muerto.

—Señor Matsumoto, siento mucho su pérdida, pero tengo que pedirle que me acompañe a la unidad de cuidados intensivos. Su madre…

—Está bien —respondí sin dejarle acabar. Tenía que verla, solo así sería capaz de creer que aquello no era un sueño: una terrible pesadilla.

El enfermero me condujo por los pasillos del hospital hasta que llegamos a un área restringida. Para poder entrar tuve que ponerme una bata, unos guantes y un gorro, así como cubrirme las botas con un plástico. Luego me guió hasta una habitación llena de máquinas. En el centro había una cama, y sobre ella estaba mi madre. Tenía la cara demacrada y respiraba con dificultad.

Me acerqué a ella, y cuando notó mi presencia, giró la cabeza hacia mí.

—Bjørn, mi niño. —Su voz sonaba muy débil y estiró las manos en mi dirección.

Las tomé con cuidado y me asusté por lo frías que estaban.

—Mamá… —sollocé acercando sus dedos a mi cara.

No era capaz de decir nada y ella me dedicó esa sonrisa que siempre conseguía tranquilizarme, sin embargo, en aquella ocasión no sirvió de nada.

—Bjørn, querido, necesito que hagas algo por mí.

—Lo que sea, mamá.

—Tienes que ir a casa. En el despacho de tu padre, dentro del armario de madera de la esquina, hay una caja fuerte. Ahí encontrarás una carta que escribió para ti.

La miré confuso, sin entender por qué estaba diciendo aquello. Mi padre nunca permitía que nadie entrase en su despacho; ni siquiera ella. Era su refugio: donde había llevado un trocito de su adorado Japón, y donde se encerraba durante horas. Cuando era pequeño y aún vivía en aquella casa, estaba obsesionado con esa habitación. Siempre que la puerta se encontraba entreabierta, intentaba echar un vistazo en el interior. Jamás llegué a poner un pie dentro; aquel sitio era un lugar inexplorado para mí.

—Prométeme que leerás la carta y harás lo que tu padre te pide —rogó mirándome a los ojos.

—¿Por qué? ¿Qué hay ahí escrito?

—No lo sé, mi niño. Pero tienes que prometerme que lo harás. Era la última voluntad de tu padre, y también es la mía.

—No digas eso, mamá. No vas a morir aquí.

Ella me sonrió con ternura, alargó una mano y me tocó una mejilla con sus fríos y temblorosos dedos.

—Prométemelo —insistió.

—Lo prometo, pero no sé dónde está la llave ni cuál es la clave de la caja fuerte.

—La llave está debajo de Fudō Myō-ō, y la clave es el momento más feliz de nuestra vida: veintinueve, cero, dos, noventa y dos.

Al escucharla, no pude evitar que las lágrimas cayesen por mis mejillas. Nunca hubiese pensado que el momento más feliz de mi padre fuese mi nacimiento. El día de su boda no me habría extrañado, de hecho, me habría parecido completamente normal, sabía que mi padre adoraba a mi madre con todo se corazón. Pero que yo estuviese por encima de ella…

—Tu padre te quiso mucho más de lo que fue capaz de demostrarte —dijo leyendo con claridad lo que estaba pensando. Hizo un poco de fuerza sobre mi mejilla y me acerqué a ella hasta que sus labios tocaron mi frente. Dejó un frío beso allí y nuestras miradas volvieron a encontrarse—. Te quiero, mi niño.

Aquello me sonó como una despedida, como si fuesen las últimas palabras que saldrían de su boca, y lloré en silencio mientras unas enfermeras se la llevaban. De pronto, una mano sobre mi hombro me hizo regresar a la realidad. El enfermero que me había guiado hasta allí me miraba con los ojos llenos de pesar y una triste sonrisa.

—Hoy va a ser un día muy largo. Además, tengo que pedirle algo bastante desagradable: necesito que identifique el cuerpo de su padre.

Al escuchar sus palabras me estremecí por completo. No estaba seguro de si iba a ser capaz de hacer aquello. Nunca había visto un cadáver, y no estaba preparado para que el primero fuese el de mi padre.

—Si no puede, ¿podría decirme el nombre de algún amigo o familiar? —preguntó al darse cuenta de mi inseguridad.

—Mi padre no tiene ningún otro familiar —dije intentando que la voz no se me cortase—. Tenía…

—¿Y amigos?

—Mi madre era toda su vida —respondí negando con la cabeza. Tomé aire para darme fuerzas y recomponerme—. Yo lo haré.

—¿Está seguro?

—Soy el único que puede.

Mi voz sonaba vacilante, pues así era como me sentía, pero el enfermero asintió y me hizo acompañarle fuera de aquella área restringida. Me quité la bata, así como el resto de ropa que me había puesto para poder entrar, y antes de abandonar el lugar, miré con preocupación hacia atrás.

—En cuanto su madre salga de la operación se lo haré saber. Pero puede durar varias horas.

Le di las gracias en un susurro y dejé que me guiase por los pasillos del hospital hasta que llegamos a una habitación en la que la temperatura estaba mucho más baja que en el resto del edificio. Consultó unos papeles que había colocados al lado de la puerta, y luego se dirigió a unos refrigeradores enormes. Abrió la puerta número cuatro y tiró de una estructura metálica hasta sacarla al exterior. Encima de ella había un bulto cubierto con una sábana blanca; al darme cuenta de lo que era, tragué saliva con fuerza. El enfermero me hizo una señal para que me acercase, y cuando llegué a su lado, con paso lento y muy vacilante, apartó la parte de arriba de la tela.

El rostro de mi padre apareció ante mis ojos; su expresión estaba en paz, y me sorprendí al no encontrar en sus rasgos aquellas eternas arrugas que siempre le cubrían la frente. Cada vez que hablaba con él, su semblante era serio y adusto. Hace años que no recibía de él nada más que miradas duras, e incluso reprobadoras. Nunca supe qué fue lo que hice mal o cuándo fue la primera vez que lo decepcioné: jamás tuve el valor de preguntarle o enfrentarme a él. La sola idea de llevarle la contraria me daba miedo: no porque fuese a ponerse violento —nunca le escuché levantar la voz—, sino por su mirada… Sus ojos rasgados, fríos, serios e intransigentes tenían el poder de paralizarme. Con una mirada, cualquier discusión acababa al instante, inclusive las que aún no habían comenzado.

Verlo allí tumbado, con su rostro sereno y las facciones tranquilas, me pareció irreal. Levanté los ojos y miré al enfermero.

—¿Es su padre? —preguntó confuso ante mi reacción.

—Sí, pero…

Alargué una mano y toqué su cara: aún estaba caliente, y esperé que, ante mi toque, abriese los ojos y me dedicara una de sus severas miradas. Pasé los dedos por sus facciones, tan parecidas a las mías: los pronunciados pómulos, su achatada nariz y los finos labios. Sin embargo, sus párpados continuaron sin moverse y aquello fue lo que me confirmó lo que mis ojos veían, pero mi cabeza se negaba a aceptar: mi padre estaba muerto, pues de estar vivo, jamás hubiese permitido que invadiese su espacio personal de aquella manera.

Continué pasando la punta de mis dedos por su piel, llegué hasta la barbilla y seguí hasta el cuello. Por encima de la sábana, que le cubría hasta las clavículas, sobresalían los trazos de un enorme tatuaje. Aparté la tela hasta dejarle el torso descubierto, y admiré el dibujo de ese poderoso dragón que protegía con sus dientes el emblema de la familia Matsumoto, tatuado justo encima del corazón: un elegante pino, cuidado en el arte del bonsái, rodeado por una perfecta circunferencia. El animal cubría el cuerpo de mi padre por entero: torso, espalda, brazos y piernas; solo una estrecha línea en medio del tronco dejaba al descubierto su piel morena. De pequeño lo había visto alguna vez sin camiseta, y recuerdo que aquel majestuoso animal siempre me hipnotizó.

Nunca olvidaré aquella conversación que tuvimos en mi séptimo cumpleaños:

—Los dragones son unos seres increíbles, hijo —dijo mirándome con sus intensos ojos—. Son sabios, fieros y astutos. Nunca se acobardan ante nada, pero siempre saben cuándo es preciso retirarse, idear una nueva estrategia y atacar en el momento que sea más favorable. No te olvides nunca de eso: el dragón es una parte de ti, y lo llevas en tu nombre.

—¿Bjørn significa dragón? —pregunté emocionado.

Sus ojos se llenaron de dolor ante mi pregunta, y su mirada decepcionada se quedó clavada en mi memoria.

—No. Ryū. Ryū es dragón en japonés. Ya deberías saberlo.

Su tono de voz era tan duro, que no pude evitar que unas lágrimas se escapasen de mis infantiles ojos. Sin embargo, aquello solo hizo que su mirada se endureciese más. Y, quién sabe si esa fue la primera, de las muchas veces, que le decepcioné. A lo largo de los años ansié ver en su rostro una expresión que pudiese calificarse como orgullo o satisfacción por ser mi padre, pero por más que me esforzase, fue algo que nunca llegué a conseguir.

Bjørn Ryū Matsumoto era mi nombre. Durante toda mi vida llevé dos feroces animales conmigo: un oso y un dragón, mas nunca hubo nada en mí que les hiciese honor. No tengo la valentía de mi madre: que viajó al otro lado del mundo para fotografiar un país desconocido. Carezco del coraje de mi padre: que dejó a su familia, y su vida entera, para mudarse al otro lado del globo, y todo por amor.

No, yo nunca tuve nada de eso, solo un nombre que nunca merecí.

Cuando las lágrimas comenzaron a caer por mis mejillas, y acabaron encima del rostro de mi progenitor, lo miré con espanto y terriblemente avergonzado. Las limpié al instante con la manga de mi abrigo y lo cubrí de nuevo.

—Es mi padre: Hayato Matsumoto —le dije al enfermero alejándome de él.

No sé si me respondió, tampoco recuerdo su mirada al marcharme, en aquellos momentos lo único que tenía en la cabeza era salir de allí, de aquella habitación en la que mi padre yacía, inmóvil, para siempre.

*

Las siguientes horas las pasé en una aséptica sala de espera. Alguien me puso un caldo de sopa caliente entre las manos, pero para cuando se enfrió, el contenido seguía intacto.

Una voz triste, pronunciando mi nombre, me hizo regresar a la realidad. Al levantar la cabeza me encontré de nuevo con el enfermero. Tenía malas noticas, sus ojos y su cara hablaban por él. Mas no me quedé para escucharlo, no quería oír lo que tenía que decirme. Aquel día me había levantado con padre y madre; pero me acostaría huérfano.

Salí del hospital sin mirar a nadie y sin ningún rumbo. Perdí la noción del tiempo y del espacio. Cuando volví a la realidad estaba montado en mi coche y conducía por la E3 en dirección al hogar de mi infancia: donde mis padres habían vivido hasta sus últimos días.

La casa tenía dos plantas, y seguía el modelo típico noruego: era de madera; la fachada estaba pintada de rojo, menos las ventanas, que eran blancas; y el techo, a dos aguas, tenía plantada una capa de césped.

Siempre me gustó aquel edificio y lo que transmitía, sus paredes tenían muchísima historia. Me encantaba sentarme en el borde de la chimenea y escuchar las anécdotas que mi madre conocía sobre todos los que habían habitado aquella casa. La construyeron mis bisabuelos y, desde entonces, la familia Andersen siempre había vivido allí. Estaba en Asvang, un pequeño pueblo, si es que puede considerarse como tal, a casi ciento veinte kilómetros al norte de Oslo. Los vecinos más cercanos se encontraban a cincuenta metros de distancia, justo al otro lado de la parcela que tenían acotada para que las ovejas pastasen. Era un lugar muy tranquilo, acogedor y un tanto anticuado, demasiado para un niño con unos rasgos tan diferentes como los míos.

Cuando llegué, aparqué delante de la casa y me dirigí al porche. Levanté la maceta roja que había al lado de la entrada y saqué la llave de repuesto. Abrí la puerta, y en cuanto puse un pie dentro, un conocido olor lo inundó todo: era esa mezcla familiar entre leña, lavanda y pino. Me quedé allí durante unos segundos sin ser capaz de moverme; aquel era el olor de mis padres, de mi hogar, pero ellos ya no estaban…

El frío del exterior se coló sin piedad en el interior, y una fuerte corriente de viento fue lo que me hizo reaccionar. Cerré la puerta, colgué el abrigo en el perchero de la entrada, me quité las botas y subí las escaleras que daban al primer piso. Recorrí el pasillo hasta llegar a la puerta cerrada del despacho de mi padre y tomé aire con fuerza. Las manos me temblaban ante lo que era inminente que ocurriese: después de treinta y cuatro años, al fin, iba a entrar en esa habitación.

Giré el pomo y abrí la puerta con lentitud. La sala era bastante grande, y al no tener demasiados muebles, daba la sensación de ser más amplia de lo que era. El suelo estaba cubierto de esteras de tatami, en la pared que había enfrente de la puerta había una réplica de una puerta shōji: los típicos paneles japoneses cuadrados, y delante se encontraba un imponente escritorio de madera. A la izquierda, pegado a la ventana, había un pino cuidado en el arte del bonsái: estaba lleno de curvas y recovecos, y por la anchura del tronco debía ser bastante antiguo.

A la derecha del escritorio se encontraba una mesa baja y unos sillones sin patas. Detrás, un mueble con un juego completo de té, y justo en la pared de encima estaba el emblema de los Matsumoto. Ocupaba prácticamente toda la superficie: mediría alrededor de dos metros de diámetro, y ver aquello me entristeció muchísimo. Desde que era pequeño mi padre siempre intentó que me interesase por Japón, por la historia de nuestra familia y sus negocios. Sin embargo, pasaba tanto tiempo fuera del país, que para mí él solo era un desconocido de rostro serio y mirada dura.

Al otro lado de la habitación, a mi izquierda, había una estantería llena de libros. Todos estaban en japonés y la gran mayoría de ellos eran de autores de ese país. Pasé los dedos por los lomos, leí algunos títulos y sonreí con tristeza al ver que no conocía casi ninguno. Muchos de ellos se veían bastante usados, mi padre debía de haberlos leídos en innumerables ocasiones, sin embargo yo no sabía quiénes eran ellos; como tampoco sabía quién era él.

Entre los libros había tres estatuas de diferentes deidades japonesas: el más grande era el gordito Ebisu, el dios de la fortuna; también había un feroz Fudō Myō-ō; así como un pequeño zorro, uno de los protectores de Inari, la deidad del éxito y los negocios.

A ambos lados de la puerta de la habitación había unas telas colgadas; en una de ellas se mostraba un fiero dragón japonés, muy parecido al que mi padre tenía tatuado. En la otra había una carpa: el pez que representa el esfuerzo, el trabajo duro y la constancia. Pasé los dedos por los impresionantes dibujos y noté la calidad de la tela: era de seda, y por el tamaño que tenían, debían de costar una verdadera fortuna.

Estuve durante varios minutos parado en mitad del despacho; inspiraba paz y tranquilidad, pero también nostalgia, la que mi padre sentía por su país. Al final me dirigí al mueble de madera de la esquina. Había demorado ese momento de forma consciente. Por una parte, tenía mucha curiosidad por saber qué era lo que mi padre me había escrito, pero por otro lado, me daba muchísimo miedo. Nunca llegamos a entendernos, pero a pesar de todo, era la persona a la que más admiraba. Durante toda mi vida anhelé hacer que se sintiese orgulloso de mí. Sin embargo jamás dijo algo parecido, ni siquiera lo insinuó, y si en aquella carta, sus últimas palabras, tampoco lo decía… no sabía qué haría.

Levanté la figura de Fudō Myō-ō, y justo como mi madre había dicho, debajo de ella, encontré la llave. Me agaché delante del mueble de madera, abrí la puerta y, ante mis ojos apareció la caja fuerte. Los dedos me temblaban por la emoción y la incertidumbre. Introduje la clave sin estar seguro de que fuese a funcionar, y contuve la respiración hasta que una luz verde se encendió y pude abrirla.

No había muchas cosas dentro: solo una pequeña caja metálica y un montón de papeles. No tuve que buscar mucho la carta, estaba encima de todos los documentos, en un sobre cerrado que llevaba mi nombre escrito en japonés, al menos una parte: 松本龍, Matsumoto Ryuu. Aquello me desconcertó bastante. Hacía años que mi padre dejó de llamarme por mi segundo nombre: Ryuu, y yo nunca me sentí identificado con él. Sabía japonés; era capaz de leerlo como cualquier nativo, mas siempre tuve problemas para expresarme. Mi padre no fue quien me enseñó el idioma, sino una profesora que me pusieron en el colegio, por lo que mi forma de hablar era bastante femenina. Era consciente de ello, y aunque intenté cambiarlo en muchas ocasiones, en especial cuando veía la cara de disgusto de mi padre al escucharme hablar. Nunca conseguí sonar como cualquier chico de mi edad. Me faltaba interacción con otros jóvenes, y cuando cumplí los veintiún años, mi padre dejó de dirigirse a mí en japonés.

Le di la vuelta al sobre y vi que la parte de atrás estaba cerrada con un sello de lacre en el que se distinguía el emblema de los Matsumoto. Aquel era mi apellido, pero, sinceramente, no era algo que tuviese mucha relevancia para mí: solo era un nombre. Sin embargo, ver ese emblema en una carta con mi nombre me impuso muchísimo respeto.

Tragué saliva con fuerza, me levanté y me dirigí a la mesa que presidía la habitación. La superficie estaba absolutamente ordenada e impecable. Pero hubo dos fotografías que me llamaron la atención: una era una foto de la boda de mis padres que nunca había visto. En la que había en el salón, mi madre sonreía con esa alegría que siempre la caracterizó, pero en la cara de mi padre solo se mostraba una leve sonrisa de medio lado. Sin embargo, en aquella instantánea los dos sonreían con una expresión llena de felicidad, y sus ojos, fijos en los del otro, expresaban el enorme amor que se profesaban. La otra fotografía era un primer plano de mi padre y de mí cuando todavía era un bebé. Me tenía cogido entre sus manos con un gran cuidado, su mirada era cariñosa, y parecía que estaba a punto de darme un beso en la frente. Aquella imagen me hizo llorar. No entendía qué hacía esa foto allí: en su escritorio, donde la veía todos los días, y solo le hacía acordarse del fracaso de hijo que había resultado ser. Primero la clave de la caja fuerte, después esa fotografía… Estaba claro que mi padre siempre fue un misterio para mí.

Cuando me recuperé, abrí con cuidado el sobre, intentando no romper el sello, y saqué un papel del interior. Era una carta escrita en japonés, a mano, con la estilizada y limpia caligrafía de mi padre. La había fechado hacía cuatro años, pocos días después de que empezase a tener unos serios problemas de salud que le impidieron volar con la misma frecuencia de antes a Japón. La carta decía así:

Ryuu:

Desconozco cuánto tiempo habrá pasado desde que escribo esta carta hasta que la leas. Es posible que, con el paso de los años, algunas de las cosas que aquí te voy a contar ya las conozcas, aunque, sinceramente, lo pongo en duda. Nunca fuimos muy cercanos, en lo que tengo buena parte de la culpa; nunca me gustaron los niños, y tú siempre fuiste demasiado sensible. Jamás conseguí entender lo que pensabas, y que te refugiases detrás de tu madre, en lugar de enfrentarte a mí, me enfurecía en demasía.

Sabes que ella fue, es y será, el amor de mi vida, por la que lo dejé todo, aunque tengo que confesar que eso no es del todo cierto. Durante estos años me he esforzado en mantener el negocio que mis antepasados, con tanto esfuerzo, consiguieron levantar. Ha sido un trabajo arduo complicado, pues la distancia solo hacía poner trabas en el camino. Cuando naciste, soñé que mantendrías ese legado, mas, en tu décimo cumpleaños comprendí que aquello jamás ocurriría; no tienes las cualidades que se necesitan para ello.

Antes de seguir, tienes que prometer que jamás le contarás a tu madre nada de lo que voy a revelarte. Es mi última voluntad, y como tal, tienes la obligación de mantener el secreto. Tu madre no puede enterarse jamás, es por eso que la escribo en japonés: para que no pueda leerla.

En el momento en el que entendí que no serías mi heredero, tomé la decisión de engendrar un hijo que se criase y fuese educado en Japón: en la casa familiar de los Matsumoto, donde aprendería todo lo que necesita saber para dirigir la empresa. Ese niño creció; su nombre es Takeshi, y desde hace dos meses, cuando cumplió veintiún años, es quien se encarga del negocio, empero, todavía, de manera extraoficial.

Es aquí cuando necesito tu colaboración. Si no tienen noticias mías en una semana, asumirán que algo me ha ocurrido, no obstante, no tienen forma de saberlo con certeza. Por eso te pido que te pongas en contacto con ellos, les informes de mi fallecimiento y sigas sus instrucciones para llevar mi cuerpo de regreso a Japón: a la tumba de los Matsumoto, donde pertenezco. Comprendo que esto pueda suponerte algunos problemas e inconvenientes, y me disculpo de antemano por ello, pero es mi última voluntad, y sé que, como mi hijo, cumplirás con mi deseo.

No fui el padre que necesitabas, ni tú el hijo que yo quería, sin embargo, eres sangre de mi sangre, y pese a que no te lo he demostrado en muchas ocasiones, en especial en los últimos años, quiero que sepas que te quiero.

En caso de que tu madre y yo hayamos muerto a la vez, o en un intervalo corto de tiempo, por favor, haz que su cuerpo sea trasladado a Japón. Es una Matsumoto, y ahí es donde debe estar.

Matsumoto Hayato

 

Dentro del sobre había otro papel con un número de teléfono y una dirección japonesa.

Después de leer aquella carta me quedé anonadado durante varios minutos. No había querido imaginarme lo que podría contener el sobre, pero jamás se me habría ocurrido pensar que mi padre tendría una familia secreta; que había sido capaz de traicionar a mi madre de esa manera, y engañarnos desde hacía tantos años.

Arrugué el papel con rabia, lo lancé al otro lado de la habitación con toda la fuerza que pude y salí del despacho pegando un fuerte portazo. Me dirigí al que había sido mi cuarto y me dejé caer en la cama de cualquier manera.

Estaba furioso con mi padre, pero también muy confuso y desilusionado. ¿¡Cómo tenía la desfachatez de pedir nada después de lo que había confesado!? ¿Cómo se le ocurría soltar una bomba así, de esa manera? ¿Qué pretendía que hiciera? ¿Qué lo felicitase por su dedicación a los Matsumoto? Y, ¿cómo lo había dicho? ¿Engendrar otro hijo? ¿Qué se cree que son los niños?

—¡Imbécil de mierda!

Las paredes de la habitación retumbaron tras mi grito y cuando el sonido se desvaneció, las lágrimas se escaparon de mis ojos sin que pudiese controlarlas.

Lloré hasta que el sueño me venció, y cuando me desperté los rayos del sol intentaban, sin éxito, abrirse paso a través de las densas nubes.

Me levanté de la cama con los ojos hinchados y el estómago rugiendo. En la cocina encontré algo para desayunar, y cuando estaba a punto de acabar, mi móvil comenzó a sonar. Me dirigí sin muchas ganas al pasillo, donde había dejado colgado el abrigo, y lo saqué del interior; el número no estaba en mi lista de contactos, mas lo reconocí al instante: era el teléfono del hospital.

Dudé varios segundos entre contestar o no. En aquellos momentos no tenía ganas de hablar con nadie, pero sentía que aún tenía algo pendiente que hacer, no por el malnacido de mi padre, sino por mi madre.

—¿Diga? —pregunté al responder la llamada.

—¿Bjørn Matsumoto?

—Sí. ¿Qué quiere?

—Llamo del hospital universitario de Oslo. Soy…

—Ya sé de dónde llama —respondí sin dejarle acabar tras reconocer la voz del enfermero.

—Siento molestarle, pero he recopilado los objetos personales que tenían sus padres cuando llegaron. ¿Quiere venir a recogerlos? —Al escucharlo se me hizo un nudo en la garganta—. También necesito saber qué quiere que hagamos con los cuerpos. Los mantendremos aquí una semana, pero tiene que decirme adónde los tenemos que enviar. Su padre era japonés, igual quiere que…

—¿Hasta cuándo está en el hospital? —pregunté interrumpiéndole. No quería tener que responder a esa pregunta.

—Mi turno acaba en media hora —contestó con una voz tan amable que me hizo sentir un poco culpable.

—Está bien, voy para allí.

Colgué la llamada y me llevé las manos a la cabeza revolviéndome el pelo. Aquello era una pesadilla que nunca se iba a acabar. Terminé el desayuno, me duché y me monté en el coche.

Tres cuartos de hora más tarde estaba de regreso en el hospital. El enfermero me esperaba en la entrada, iba vestido con ropa de calle, y entre las manos llevaba una caja de cartón. Me acerqué a él, y me saludó con una triste sonrisa. Alargué los brazos para tomar la caja, pero las manos me temblaban tanto que estaba seguro de que sería incapaz de cargar con ella.

—Si quiere, podemos ir a una cafetería que hay en la esquina y la abre allí con tranquilidad —propuso.

Asentí con la cabeza y le agradecí en voz baja. Se dirigió a la salida y yo le seguí al momento, aliviado por abandonar el edificio.

La cafetería estaba a pocos metros de distancia. Recorrimos el trayecto en completo silencio y cuando llegamos nos sentamos en una mesa libre al fondo del local.

—¿Quiere algo? ¿Café, té? —preguntó.

—No, ya he desayunado —respondí sin apartar la vista de la caja, la había puesto en la silla que había a mi lado.

—¿Le importa si como algo? He estado toda la noche de guardia.

—Para nada —contesté sin mirarle.

Me quedé allí sentado sin ser capaz de moverme. Cuando regresó, el sonido de las tazas y el olor del pan recién hecho me hicieron girarme hacia él. Nuestros ojos se encontraron, y me dedicó una mirada amable. No dijo nada, tan solo se sentó a mi lado y se comió el desayuno.

—Me da miedo de lo que pueda haber ahí dentro —dije, sincerándome con él.

—No hay nada extraño. Solo el bolso de su madre y las tres cosas que llevaba su padre en los bolsillos: el móvil, la cartera y unas llaves.

—¿Sabe qué ocurrió? —pregunté en un susurro. Aparté los ojos de los suyos y comencé a juguetear con mis dedos debajo de la mesa.

—No mucho más de lo que le conté ayer —respondió.

—¿Sufrió?

—¿Su padre? —Asentí a la pregunta—. No. No creo ni siquiera que llegase a enterarse de lo que ocurría. Murió en el acto.

—Ya —contesté de forma escueta.

Había otra pregunta que quería hacerle, pero la respuesta me daba miedo. De pronto, una mano tomó las mías por debajo de la mesa. El tacto me paralizó por completo, y al levantar los ojos lo vi inclinado hacia mí. Su mirada estaba llena de pesar y, de alguna manera, me di cuenta de que entendía el dolor que sentía. Me dedicó una sonrisa alentadora, soltó mis manos y le dio un sorbo a su taza. Me quedé mirándolo sin saber qué había sido aquello, pero él estaba tranquilo, como si ese gesto fuese algo de lo más normal.

Al final, respiré hondo y dejé salir la pregunta:

—¿Qué pasó en la operación de mi madre?

—En el accidente sufrió una fractura de pelvis que le perforó la arteria femoral. Los cirujanos intentaron coserla y parar la hemorragia, pero les fue imposible.

—Si la hubiesen operado antes, ¿habría podido sobrevivir? —pregunté con la voz cortada.

—No lo sé. Nadie lo sabe —respondió, aunque una parte de mi supo que no estaba siendo sincero.

—Bjørn, —dijo utilizando por primera vez mi nombre. Volvió a tomarme las manos y me miró a los ojos— no te atormentes por lo que ha ocurrido. No ha sido tu culpa.

—Pero…

—No. No hay nada que hubieses podido hacer para salvarla —contesto, y esta vez su voz sonó tan segura que quise creerle.

—Gracias —le dije con sinceridad.

Aparté las manos de las suyas en un lento gesto, y me giré hacia la caja; tomé aire con fuerza y aparté la tapa. En el interior no había muchas cosas, como ya me había dicho, y tan solo saqué la cartera de mi padre. Era de cuero negro, por el tacto que tenía se notaba que era de buena calidad, no obstante, no había esperado otra cosa de él. La abrí, y lo primero que vi fueron unas cuantas tarjetas: la del seguro médico, su permiso de residencia, el carnet de conducir y una VISA. No tenía monedas, solo cinco billetes de quinientas coronas. La parte de atrás de las tarjetas se levantaba, y allí encontré dos fotografías de carnet: una antigua de mi madre, en la que no debía tener más de treinta años; y otra mía. Al verla, un lamento salió de mi garganta: aquella fotografía se la había dado a mi madre hacía dos días.

—¿Por qué? —pregunté en voz baja—. ¿Qué significa esto? ¿Cómo puedes tener esta foto aquí después de todo lo que has hecho?

—¿Lo dices por la carta que te dejó? —preguntó de pronto el enfermero.

—¿Cómo sabes sobre eso? —le cuestioné con brusquedad.

—Estaba en la habitación cuando tu madre te lo dijo —respondió con voz amable y sin ponerse a la defensiva—. Antes de que llegases se lamentó porque nunca tendrías la oportunidad de conocer realmente a tu padre. Nunca escucharías de sus labios lo que significabas para él.

—Si ella hubiese sabido… —dije en un susurro.

—Y esperaba que en la carta que te había dejado hubiese conseguido enmendar algunos de los errores que cometió. —Se quedó callado unos segundos mirándome, notaba sus ojos fijos en mí, pero me negué a devolverle la mirada—. Por lo que veo, no lo hizo.

—No, no lo hizo —respondí con rudeza—. Solo era un hombre egoísta incapaz de amar.

—Lo dudo —lo afirmó con tanta rotundidad que me giré hacia él al instante.

—Qué sabrás tú.

—Una persona como la que describes no lleva la foto de su mujer y de su hijo, de más de treinta años, en la cartera. —Lo miré con seriedad durante varios segundos pensando en sus palabras. Pasé los dedos por la piel de cuero y la dejé encima de la mesa—. Igual tendrías que volver a leer esa carta. Quizá encuentres allí las respuestas a las preguntas que ella misma te ha creado.

No dijo nada más, yo tampoco, y permanecí sumido en mis pensamientos durante varios minutos.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué eres tan amable conmigo? —pregunté.

—Porque sé lo que es levantarse un día con padres y acostarse huérfano —respondió con tristeza—. Nadie debería pasar ese momento solo.

—Gracias —le dije de nuevo. Era solo una palabra, pero esperaba que pudiese sentir lo tremendamente agradecido que le estaba. No me conocía de nada, y aun así, estaba allí, conmigo, aguantando mis penas; las penas de un desconocido.

Permanecimos en un cómodo silencio hasta que conseguí reunir el valor suficiente para meter la cartera en la caja y levantarme.

—Si necesitas ayuda no dudes en llamarme—. Sacó un bolígrafo de su chaqueta, escribió algo en una servilleta y me la entregó: era su número de teléfono—. Lo digo en serio, no será ningún problema.

Cogí el papel y le sonreí con agradecimiento. Nos estrechamos las manos y cuando tomé la caja me volví hacia él.

—No me has dicho tu nombre.

—Eirik —respondió con una sonrisa.

—Muchísimas gracias por todo, Eirik —dije haciendo una inclinación de cabeza en su dirección antes de marcharme de la cafetería.

*

Lo primero que hice al llegar de nuevo a la casa fue dirigirme al despacho de mi padre: tenía que leer su carta de nuevo. La encontré en el suelo, al lado de los sillones sin patas. La tomé, la desdoblé y me senté en uno de ellos.

Releí cada una de sus palabras intentando ver más allá de lo que mis ojos veían. Quería ponerme en su piel, sentir lo que habría sentido al escribirla, y aunque seguía muy enfadado por haber traicionado a mi madre, no pude evitar leer una y otra vez la parte en la que decía que me quería. Nunca lo había escuchado de sus labios, pero los gestos y los detalles que había ido descubriendo en las últimas horas, no hacían más que confirmar sus palabras.

—¿Por qué nunca me lo dijiste? ¿Cómo querías que me atreviese a enfrentarme a ti si tú no eras capaz de abrirte a un niño?

Tenía razón cuando decía que me escondía detrás de mi madre. Aprovechaba sus largos viajes para dejar aquella actividad que no me gustaba, pero que él quería que hiciera: como el kárate o la carrera de economía. Mi madre siempre decía que no me preocupase, que tenía que hacer aquello que me hiciese feliz, y si con el karate no lo era, ella se encargaría de hacer que mi padre lo entendiese. Él nunca me recriminó que hiciese las cosas a sus espaldas y que permitiese que mi madre diese la cara por mí, aunque la mirada decepcionada que me dirigía cada vez que eso ocurría me hacía sentir miserable. Aun así, el miedo que tenía a enfrentarme a él era mucho mayor que una mirada de decepcionada.

Para compensarle, e intentar ganarme su favor, enfoqué mis esfuerzos en diferentes campos: en el colegio siempre saqué las mejores notas; con veintiocho años aprobé el Kaken 1, el nivel máximo del examen oficial de kanijs que solo el quince por ciento de los que se presenta, la mayoría de ellos japoneses, consigue superar; y durante los años de universidad gané todos los concursos nacionales de ajedrez.

Sin embargo, ninguno de esos logros fue suficiente para que mi padre se mostrase orgulloso de mí. Jamás me dedicó una mirada de satisfacción; por mucho que lo intentase, por mucho que lo necesitase, las decepciones siempre le pesaron más.

Me eché hacia atrás en el sofá, con los ojos llenos de lágrimas y un mar de confusos pensamientos en la cabeza. Miré hacia el escritorio y sonreí con tristeza al imaginármelo allí, con su pose erguida y sus ojos serios. Si pudiese verme en aquellos momentos, con el aspecto lastimero que tenía, me habría dirigido una mirada de disgusto. Jamás dejaba que nadie viese sus debilidades; fortaleza, orgullo y seguridad eran las palabras que siempre me venían a la cabeza cuando pensaba en él, justo lo contrario de mí.

Lancé un suspiro al aire y leí una vez más su carta. Sus palabras aún me herían como la primera vez, pero mi madre me había educado para no guardar rencor hacia los demás, y él, a pesar de todo, era mi padre.

Regresé al escritorio, cogí el sobre en el que había encontrado la carta y saqué el papel con la dirección y teléfono japoneses. No había nada en Noruega que atase a mi padre a esta tierra, mi madre ya no estaba y yo…, además habría sido muy cruel separarlos. Me iba a doler no tener a mi madre cerca, pero ellos habían hecho todo lo posible por estar juntos en vida, no iba a ser yo el que los separase.

Saqué del bolsillo de mi pantalón el móvil y marqué el número del papel con dedos temblorosos. Al tercer tono caí en la cuenta de que no tenía ni idea de qué hora era en Japón.

—¿Cuándo ha ocurrido? —respondió de pronto, en inglés, una voz seria con un fuerte acento.

—Ehhh… Hola… Soy Bjø…—comencé a decir en mi japonés más formal, pero antes de acabar, la voz me interrumpió.

—Ya sé quién es y por qué llama, Matsumoto Bjørn —dijo el hombre, esta vez en japonés—. Este número solo podía ser usado en una ocasión. Por eso pregunto, ¿cuándo ha ocurrido?

—Ayer por la noche —contesté con un nudo en la garganta.

—¿Y su madre?

—También murió, tuvieron un accidente de coche. —La voz se me cortó al decir la última palabra, y al otro lado de la línea el hombre lanzó un suspiro.

—¿Está en casa de sus padres? —Asentí y él me indicó que me quedase allí—. En un par de días le llegarán los papeles que necesita para la repatriación de los cuerpos.

—¿Le digo la dirección?

—No es necesario, sé dónde vivía Matsumoto-dono —contestó con un todo de fastidio, como si esa pregunta le hubiese molestado.

Me sorprendí mucho cuando utilizó ese honorífico: aquel hombre debía de tenerle un gran respeto a mi padre.

—¿Quién es usted? ¿Es algún pariente?

—No. Mi nombre es Oda Hideyoshi, y junto a Matsumoto-san, me encargo del negocio de su padre durante su ausencia.

—¿Matusmoto-san? —pregunté confuso.

­—Su hermano.

Aquello fue como si me hubiesen tirado a la cara un enorme jarro de agua fría. Mi padre lo había escrito en su carta, pero que alguien más hablase de él, y lo hiciese en presente, hacía que su existencia fuese real. No hacía ni veinticuatro horas que me había enterado que tenía un hermano, pero en ese momento me di cuenta de lo ansioso que estaba por conocerlo. No entendía la razón, debía odiarlo y renegar de él, sin embargo, lo único que sentía era mucha curiosidad por saber cómo era.

—¿Pue… puedo hablar con él? —pedí sin saber qué le diría si el hombre contestaba que sí.

—Me temo que Matsumoto-san no se encuentra aquí en estos momentos —contestó de manera amable pero firme—. Voy a ocuparme de la burocracia con la mayor premura posible. Informe en la biblioteca que dentro de unos días tendrá que tomarse unos días libres y déjeme el resto a mí.

—¿Cómo sabe dónde trabajo?

—Es mi deber conocer esas cosas —respondió de manera cortante—. Mantenga el móvil con batería. Me pondré en contacto con usted cuando todo esté listo. Si tiene alguna duda con los papeles que le haré llegar, llámeme a este número. No importa la hora que sea.

Le di las gracias, bastante intimidado por su tono autoritario, y justo cuando estaba a punto de colgar, el hombre volvió a hablar, esta vez con una voz mucho más amable.

—Matsumoto-san —dijo llamándome con ese honorífico que nadie había utilizado conmigo antes—. Su padre no se lo dijo nunca, pero estoy seguro de que estaba orgulloso de usted.

Colgó en cuanto dijo aquello, dejándome con un ahogado jadeo en la garganta y una enorme expresión de sorpresa en la cara.

*

Los días pasaron, la comunicación con Oda-san fue escasa pero fructífera, y tres semanas más tarde me encontraba en el aeropuerto de Oslo, con mi pasaporte japonés en una mano, a punto de ser sellado por primera vez, y con los cuerpos de mis padres embarcados en un avión.

Oda-san se había encargado de todo, hasta me había comprado el billete, con asiento en primera clase. Me abroché el cinturón de seguridad con manos temblorosas y miré a mi alrededor con miedo. Aquel iba a ser mi primer viaje fuera de Noruega, mi primer vuelo en avión y mi primer viaje a Japón.

Hace muchos años, cuando era pequeño, le pregunté a mi madre por qué no podíamos irnos con mi padre a Japón. Siempre tuve curiosidad por ver de dónde venía, por conocer el país y adentrarme más en su idioma y su cultura. Pero ella siempre me respondía con evasivas. Me di cuenta de que había algo que le impedía regresar allí, algo que tenía que ver con mi padre y que no quería que yo viese. Al final, dejé de pensar en ello, pero ahora, con lo que había descubierto, la idea de que mi madre supiese sobre ese hermano no era tan descabellada. Me llevé las manos a la cabeza y me pasé los dedos por el pelo. No tenía ni idea de lo que haría cuando lo viese. ¿Cómo sería? ¿Nos pareceríamos? ¿Cuál había sido su relación con mi padre? Nuestro padre.

El viaje se me hizo eterno. Llegué a las siete de la mañana, y para ese entonces, la ansiedad me comía por dentro. Cuando puse los pies en el enorme aeropuerto de Narita la emoción, el temor y la incertidumbre se adueñaron de mí. Oda-san me había dicho que ellos se ocuparían de los cuerpos de mis padres. Yo solo tenía que coger mis maletas y salir por la puerta de llegadas; alguien estaría allí esperándome.

Seguí a la gente hasta las cintas de equipajes, esperé a que mis pertenencias apareciesen y me dirigí a la salida. Al otro lado había muchísimas caras desconocidas, y no pude evitar impresionarme al ver que la gran mayoría de ellas eran asiáticas, era obvio, estaba en Japón, pero aquello, y no que todo estuviese en japonés, fue lo que me hizo darme cuenta de dónde me encontraba.

Me quedé parado en mitad del pasillo mirando a mi alrededor sin saber qué hacer o adónde dirigirme. Entonces, un hombre delgado, vestido con un elegante traje azul oscuro, se paró delante de mí.

—¿Matsumoto Bjørn? —preguntó señalando un cartel en el que estaba escrito mi nombre.

Asentí y él me dedicó una sincera sonrisa.

—Mi nombre es Kikuchi Katsumi —dijo haciendo una respetuosa reverencia—. Hemos venido a recogerle.

Echó un vistazo a su espalda, a un hombre que nos miraba con los brazos cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido. Su rostro daba miedo. Tenía un aspecto fiero, peligroso y me impuso un gran respeto. Kikuchi-san le dijo algo en voz baja y el hombre resopló con disgusto. Se acercó a nosotros sin cambiar la expresión malhumorada de su rostro y tomó mis maletas de un tirón.

—Kurobashi Masao —dijo con rudeza y una leve inclinación de cabeza, mucho menor que la de su compañero, llena de animadversión.

Se puso en marcha sin volver la vista atrás y Kikuchi-san me indicó con una sonrisa amable que le siguiera. Me guiaron en silencio hasta el aparcamiento del aeropuerto, nos montamos en un lujoso Alfa Romeo negro con los cristales traseros tintados y nos adentramos en el tráfico japonés.

No podría decir que Kurobashi-san fuese una persona violenta, al menos no con lo poco que había visto de él, pero si su forma de conducir era un reflejo de su personalidad, no quería ser el causante de ninguno de sus enfados. Parecía que conducía en un rally, pegaba frenazos y acelerones tan bruscos que me tuve que agarrar con fuerza al asa que había encima de la puerta para evitar volcar. En el otro asiento delantero, a la izquierda del conductor, Kikuchi sonreía con paciencia y resignación.

—Vamos a tardar unas dos horas en llegar —dijo mirándome con amabilidad—. La casa familiar de los Matsumoto se encuentra en Saitama, al borde del lago Tama. ¿Lo conoce?

Negué con la cabeza y él se encogió de hombros sin darle importancia.

—¿Entraremos en Tokio? —pregunté. Había visto tantas fotos de esa ciudad que tenía muchísimas ganas de verla con mis propios ojos.

Kurobashi-san bufó ante mi pregunta y Kikuchi-san le dedicó una mirada molesta.

—No, si nos metemos ahora, en plena hora punta, tardaremos muchísimo en llegar. Bordearemos la ciudad.

Asentí y me volví a agarrar con fuerza al asa tras otro repentino acelerón.

El viaje duró casi dos horas, y todo lo que veía por la ventana me maravilló. Primero pasamos por una enorme llanura en la que solo se veían arrozales; luego el paisaje se llenó de pequeñas casas; y después fui testigo, por primera vez, de la inmensidad de los rascacielos de Tokio. Nunca había estado en una ciudad tan grande, en Oslo no había edificios así de altos, y me quedé asombrado con todo lo que veía. Si la manera de conducir de Kurobashi-san no hubiese sido tan brusca, el trayecto hasta la casa de los Matsumoto habría sido increíble.

Cuando bajamos del coche sentí que estaba a punto de vomitar. Los últimos kilómetros los habíamos hecho por pequeñas carreteras llenas de semáforos; que los frenos del coche aún funcionasen era un milagro.

La casa de los Matsumoto se encontraba en una urbanización apartada. Estaba en la parte más alta de una pequeña colina rodeada de pinos, y parecía que había pocas formas de llegar hasta allí. La puerta por la que entramos estaba custodiada por dos guardas, que al vernos llegar salieron de una pequeña caseta. Cuando vieron a Kurobashi-san le dirigieron un respetuoso saludo y abrieron la puerta al instante.

Las casas por las que fuimos pasando eran amplias y estaban muy bien cuidadas. Pero hubo algo que me desconcertó muchísimo: todas tenían el emblema de los Matsumoto en la puerta. ¿Era posible que en aquella parte del mundo tuviese una familia tan grande de la que mi padre no me había hablado?

La casa principal se encontraba en el centro de la urbanización. Era un edificio imponente: una reconstrucción de un castillo japonés de tres pisos. Estaba rodeado por una gruesa muralla de dos metros de altura y un precioso jardín.

El coche se paró delante de la entrada, y un hombre mayor, más o menos de la edad de mi padre, y con un elegante kimono gris oscuro, salió del edificio y me abrió la puerta.

—Es un placer tenerlo aquí, Matsumoto-san. Espero que haya tenido un buen viaje.

Reconocí al instante la voz de Oda-san y sonreí con sinceridad. El hombre me hizo una respetuosa reverencia y les indicó a mis acompañantes que llevaran mis maletas a mi habitación.

—Cansado, pero bien, sí —contesté saliendo del coche.

El hombre me dedicó una amable sonrisa y me guió hasta la puerta de entrada, donde nos quitamos los zapatos y me dejó unas cómodas zapatillas de estar por casa. Luego nos adentramos en el interior y me maravillé al ver que todo estaba decorado con el estilo tradicional japonés. Subimos las escaleras hasta la primera planta y me señaló cuál era mi habitación. Kurobashi-san y Kikuchi-san salían de ella, habían dejado mis maletas a un lado y cuando pasaron por nuestro lado, el último de ellos me dedicó una reverencia y una sonrisa.

—Póngase cómodo, dese una ducha y descanse un rato. Baje cuando esté listo, su hermano ya sabe que ha llegado.

—¿Está aquí? —pregunté ansioso. Él asintió y no pude evitar sentir un vuelco en el estómago—. ¿Puedo conocerlo?

—En estos momentos Matsumoto-san está ocupado, pero estará libre en unas horas, y entonces podrán reunirse—. Se dirigió hacia la puerta y antes de salir se giró de nuevo—. Baje cuando haya descansado un poco.

Asentí y se despidió con una respetuosa reverencia.

Cuando me quedé solo, me senté en el suelo y me llevé las manos a la cabeza. Había tantas cosas nuevas, tanta información que asimilar y detalles que procesar. No estaba acostumbrado a que me tratasen de aquella manera tan respetuosa, mucho menos que se dirigiesen a mí con el honorífico de -san, jamás me habían llamado así, y aquello me hacía sentir extraño.

Todo a mi alrededor era nuevo: los sonidos, los olores y hasta el tacto. Aquella se suponía que era mi casa, mi país, de donde provenía. Mi apariencia nunca había pasado más desapercibida como en aquellos momentos, sin embargo, me sentía más fuera de lugar que nunca en mi vida.

Me levanté y miré por la ventana. Daba a la parte de atrás del edificio, a un hermoso jardín japonés. Al fondo, entre un pequeño pinar, se encontraba un templo, aunque desde esa distancia solo distinguía la puerta roja de la entrada.

Aquel lugar era increíble. Si mi padre iba allí cada vez que regresaba a Japón, no me extrañaba que lo echase de menos.

Me quedé mirando por la ventana durante varios minutos, luego me giré y me dirigí hacia uno de los paneles que había a mi izquierda. Sonreí al abrirlo y encontrarme un lujoso baño. Mis ojos se fueron directos a la enorme bañera que ocupaba una de las esquinas. Había pocas cosas que mi padre me había inculcado de la cultura japonesa, pero una de las que más había asimilado, y que más practicaba, eran los largos baños.

No necesité ni dos segundos para desvestirme, ducharme con rapidez y meterme dentro de la bañera. El agua estaba caliente, pero sin llegar a quemar, y con lo cansado que estaba, no tardé mucho en quedarme dormido.

El ruido de mi estómago, reclamando comida, fue lo que me despertó. Tenía los dedos de las manos arrugados, pero me sentía descansado. Saqué una muda de ropa limpia de mi maleta, me vestí y salí de la habitación. Bajé las escaleras y empecé a recorrer los pasillos sin atreverme a entrar en ninguna sala. Oda-san no me había dicho adónde debía ir.

En mi deambular me encontré con varios hombres; al verme me hicieron respetuosas reverencias, pero su aspecto amenazador, tan parecido al de Kurobashi-san, hizo que no me atreviese a preguntarles.

—¿Matsumoto-san? —dijo de pronto una voz a mi espalda. Al volverme vi que Kikuchi-san me sonreía desde la esquina de un pasillo y me dirigí hacia él—. Le estamos esperando.

Tragué saliva con fuerza y le seguí al momento, ansioso, pero también un poco asustado: al fin iba a conocer a mi hermano. Nos dirigimos al fondo del pasillo, hasta la última habitación. Kikuchi-san abrió la puerta y cuando vi el interior no pude evitar soltar un pequeño grito de sorpresa: aquella habitación era exactamente igual que el despacho que tenía mi padre en Noruega. Era el mismo tatami, los mismos muebles y hasta el mismo pino. Las figuras que había en la estantería también representaban a las mismas deidades y, por un momento, me llegué a preguntar si los libros también serían los mismos.

—Hace muchos años padre me dijo que se había construido una copia exacta de esta habitación. Por tu cara, diría que aún se conserva.

Era una voz cálida y tenía un tono de seguridad que pocas veces había escuchado. Cuando me giré hacia donde provenía, me sorprendí al ver a un muchacho de poco más de veinte años sentado en la mesa que presidía la sala. Me miraba con una alegre sonrisa y ojos curiosos.

Nos observamos durante unos largos segundos sin que ninguno de los dos se moviese. Entonces, se levantó del sillón con un ágil movimiento y se dirigió hacia mí con un paso seguro. Esbozó una sonrisa burlona y me miró divertido.

—Padre me había dicho que te parecías a nosotros, pero siempre quise imaginarte como uno de esos modelos rubios de ojos azules. —Se llevó una mano a la cabeza y se rascó la parte de atrás en un gesto despreocupado pero sin dejar de observarme. Se acercó un poco más, hasta que estuvo a unos centímetros de mí y me miró con disgusto—. Eres más alto que yo —dijo con una mueca en el rostro. Se separó otra vez y me volvió a mirar con atención—. Serán los genes vikingos.

—¿Cómo? No tengo genes vikingos —dije, saliendo de mi estupor.

—¿No? —preguntó sorprendido—. Padre decía que la familia de tu madre descendía de un poderoso rey vikingo. Siempre te envidié por eso; por tus venas corre sangre samurái y vikinga, ¿se puede ser más genial? —Sus ojos me miraban con una expresión con la que nadie me había mirado jamás: me miraba con orgullo y admiración. Fui incapaz de responderle. De pronto, estiró una mano en mi dirección—. Takeshi —se presentó dedicándome una enorme sonrisa.

—Bjørn —respondí con la voz ronca y le estreché la mano.

—Bjørn Ryuu —dijo corrigiéndome—. Si es que hasta tu nombre mola.

Le sonreí completamente anonadado. ¿Aquel chico alegre, de sonrisa amplia y mirada divertida era mi hermano pequeño? ¿El que había sido criado y educado para encargarse del negocio de la familia? ¿El que tenía las cualidades de las que yo carecía?

Takeshi se sentó de nuevo en la mesa y se giró hacia los sofás. En ese momento me di cuenta de que Oda-san, Kikuchi-san y Kurobashi-san se encontraban allí.

—Aún tengo unas cuantas cosas que hacer —dijo excusándose—, pero Oda-san y Katsumi-kun pueden enseñarte la casa y los alrededores. Si acabo pronto me reuniré con vosotros para la cena.

Los tres hombres que estaban sentados en los sillones se levantaron.

—Vamos, Matsumoto-san, le enseñaremos el jardín. Seguro que lo ha visto desde su habitación, pero de cerca es mucho más bonito —dijo Oda-san abriendo la puerta—. Aunque antes podríamos pasar por la cocina —propuso antes de salir.

—¡Sí! Por favor, me muero de hambre —contestó Kikuchi-san soltando un lastimero sonido.

Asentí al instante ante la propuesta, el estómago llevaba haciéndome ruido desde hacía un rato.

—Masao, tú no. Quédate un momento —dijo Takeshi detrás de nosotros.

Su voz nos paralizó a todos. Era tan seria, tan dura y fría que me giré inmediatamente hacia allí esperando encontrarme con mi padre. Sin embargo, en el centro de la habitación no estaba él, sino un hombre desconocido con el gesto adusto y una postura erguida. Su rostro era el mismo que me había mirado con alegría y admiración hacía unos segundos, pero algo en él había cambiado, era una persona diferente, y no pude evitar fruncir el ceño, sorprendido.

Kurobashi-san se quedó detrás de nosotros, con la cabeza gacha y los ojos fijos en el suelo.

—Matsumoto-san, vamos —dijo Oda-san tomándome del brazo.

Me hizo salir de la habitación, y cuando la puerta se cerró, una voz grave y severa, comenzó a hablar.

—Sé que no le tienes especial afecto a mi hermano. Pero espero que nunca olvides quién es él y quién eres tú. —Hacía tiempo que no escuchaba aquel tono de voz: era el mismo que utilizaba mi padre cuando me reprendía, y un escalofrío me recorrió el cuerpo entero.

—Nunca, Aniki. Lo siento. No volverá a pasar —respondió Kurobashi-san con humildad.

—No me gustaría tener que…

Sin embargo, no pude seguir escuchando la conversación. Oda-san no había soltado su agarre y me hizo avanzar por el pasillo hasta que llegamos a la cocina. Era una habitación enorme, llena de mesas alargadas y bancos a ambos lados. Había muchos sitios ocupados por hombres con un aspecto muy parecido al de Kurobashi-san, pero a diferencia de este, los que allí estaban reían y se hacían bromas entre ellos.

Oda-san me llevó hasta uno de los extremos, donde se encontraba la cocina, y me presentó a una chica joven. Llevaba puesto un delantal y, debajo, una camiseta de manga corta que dejaba sus brazos al aire. Me sorprendí al ver que su piel estaba llena de tatuajes. Solo había visto a alguien con tanta tinta en su cuerpo: mi padre. No pude distinguir los dibujos, pero la voz de alguien carraspeando me hizo levantar los ojos. La chica me miraba con una mirada molesta.

—Matsumoto-san, le presento a mi hija, Oda Akemi.

Al escuchar mi nombre, el semblante de la chica se suavizó al instante y me hizo una respetuosa reverencia.

—Es un placer conocerle, Matsumoto-san. —Su voz era suave y no pegaba con el aspecto rudo que los tatuajes le daban.

—¡Akemi-chan! ¿Qué hay de comer? —gritó de pronto Kikuchi-san colocándose al lado de ella y levantando la tapa de una de las ollas que estaban puestas en el fuego.

La chica se giró con rapidez y le pegó en la mano con un cucharón de madera que había cogido de la encimera.

—Quita tus zarpas de mi comida, Katsumi —dijo en un tono amenazador.

Kikuchi-san se acarició con la mano donde la cuchara le había impactado y la miró con reproche.

—No seas así, Akemi-chan. Tengo hambre. —Su voz era lastimera y sonreí al verlo—. El imbécil de Masao nunca me deja comer en el coche. Y lo último que me llevé a la boca fue el desayuno de esta mañana… madrugada, a las cuatro de la madrugada… ¡Apiádate de mí!

La chica lo miró con un gesto duro durante unos segundos hasta que una media sonrisa asomó en sus labios.

—Buscad sitio. Ahora os llevo la comida.

Kikuchi-san grito de alegría y corrió en dirección a las mesas.

Oda-san lanzó un suspiro al aire y negó con la cabeza, pero siguió al chico. Yo me quedé allí, en el centro de la cocina, sin saber qué hacer.

—¿Quiere comer de pie? —preguntó de pronto la chica.

—¿Eh? No, no —respondí al instante.

—Pues vaya con ellos.

Asentí con la cabeza como un autómata y me dirigí hacia las mesas. El alboroto era enorme. Kikuchi-san reía con fuerza ante lo que uno de los hombres le contaba y Oda-san charlaba con otro. Parecían a gusto con el lugar en el que se encontraban, había una tremenda familiaridad entre ellos: bebían y comían entre amigos. La gran mayoría de ellos llevaban cosido el emblema de la familia Matsumoto en las camisas. Muchos se habían arremangado las mangas hasta los codos, y todos los antebrazos que quedaban al descubierto estaban tatuados.

En ese momento me di cuenta de que aquellos hombres de aspecto peligroso pertenecían a la casa de los Matsumoto: eran la familia a la que mi padre regresaba cuando iba a Japón.

Al verlos, todas las piezas del puzle encajaron: la negativa de mi madre a regresar, los continuos viajes de mi padre, su amor por el emblema familiar y los tatuajes que nunca habían encajado con el hombre culto, elegante y educado que era. Solo había una razón para ello. Una razón muy obvia que yo me había negado a aceptar: mi padre había sido el líder de una familia Yakuza.




Este es el primer capítulo de un relato con cuatro partes y un epílogo. La idea de esta historia la tenía en la cabeza desde hace muchos meses, empezó así: Bjørn Matsumoto, un hombre medio japonés medio noruego, recibe una carta con la última voluntad de su padre en la que le pide que vaya a Japón. Al llegar allí se entera que su familia es...
Y ahí me quedé, con toda la intriga de saber qué era la familia de este hombre y porqué tiene que hacer ese largo viaje.

En el año 2019 estuve en Japón, y quise escribir un relato ambientado en este país. Mi idea era hacerlo de geishas y samurais, sin embargo, Tokio, como ciudad metrópoli, me impresionó tanto que fui incapaz de crear una historia en una época más antigua. Fue entonces cuando me acordé de la historia inacabada de Bjørn, y comencé a darle forma.

Es posible que la sorpresa de que su familia pertenezca a la Yakuza no sea tan sorpresa, igual muchos se lo han visto venir, pero en los siguientes capítulos la historia de todos estos personajes se irá complicando y saldrán muchos obstáculos e imprevistos que les pondrán a prueba una y otra vez.

Espero que os haya gustado y que os cree la curiosidad por saber cómo continúa.


*

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Si quieres leer más textos originales escritos por la autora de este blog, puedes encontrarlos todos en este enlace.


¡Un saludo!



2 comentarios:

  1. Mola mucho :3 Espero que los edites para pillarlos.

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    Respuestas
    1. Buenas, Nisa.

      Me alegro de que te haya gustado. Espero poder editarlos y publicarlos en algún momento de este año.

      Un saludo.

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